Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
I
A media ladera y camuflada tras el rojizo ladrillo con que se ha construido Medellín, se encuentra la escuela Pedro J. Gómez en El Salado, un barrio de la Comuna 13 que fue construido por sus habitantes. Al ritmo del convite y a la sazón de sancochos cocinados entre varias manos, levantaron paredes y escaleras. Abrieron calles, tumbaron monte y domaron quebradas canalizándolas. Ante el abandono y la desidia estatal, pusieron ellos mismos la electricidad, los acueductos y desagües. La Pedro J., lugar donde estudié toda mi primaria y bachillerato entre 2001 y 2011, no fue la excepción.
Los terrenos en los que se encuentra la escuela eran propiedad de Dionisio Posada, uno de los primeros pobladores del barrio. Dicen que la extensión del lote era de casi ocho hectáreas que fueron divididas para construir las típicas fincas de tapia, con su gran corredor y rodeadas de árboles de mangos y pomas, las cuales formaron desde 1910 el antiguo caserío de El Salado. Con las décadas, y con la migración de campesinos despojados de sus tierras que llegaban a la ciudad, y otros que tuvieron que desplazarse forzosamente por el conflicto armado, esas casas de campo fueron desapareciendo para darle paso a un nuevo paisaje: el del tugurio.
En los 70, cuando inició el proceso de loteo y poblamiento masivo en las laderas de San Javier, fue que se empezó a construir la Pedro J. Hay dos versiones sobre su origen. Una es la oficial, la que está registrada en papel: la escuela fue creada por la Secretaría de Educación de la Alcaldía de Medellín, atendiendo a la solicitud de unas monjitas de La Presentación que hacían en el barrio trabajo eclesial y comunitario. Se arrendó una pequeña construcción (nada más cuatro paredes y un techo) donde se empezaron a impartir las primeras clases. La segunda versión es la que está en el voz a voz: se donó un lote al ver la necesidad cada vez más latente de que los hijos y las hijas de los pobladores tuvieran un lugar donde aprender a leer y a escribir.
En lo que ambas versiones coinciden es que fue la comunidad quien luchó para construir una infraestructura que estuviera a la altura de sus necesidades. Los polvorientos caminos del barrio fueron testigos del gran desfile de vecinos que cargaban ladrillos, movilizados y animados por Porfirio Cartagena, un líder comunitario conocido por impulsar la iniciativa de resolver las carencias del sector. Trabajando con Porfirio y los vecinos de El Salado estaban las monjas de La Presentación y el padre Pedro J. Gómez, párroco de la Iglesia de San Javier.
Hoy, esa escuela es testigo silencioso de la fuerza colectiva que la levantó, pero también de las cicatrices que nos dejó el conflicto.
II
Me he preguntado por qué defender la vida es mi motor vital, y recuerdo una mañana cuando mi mamá me entregó un trapo blanco que quizás era una camisa o una toalla. Antes de dármelo me había preguntado: “¿Acá en este hueco quién lo va a ver?”. Le respondí que la gente que estaba en los helicópteros. “Ellos también están disparando”, dije. Tenía 7 años. Era el 21 de mayo del 2002 y estábamos en El Salado, lugar donde nací en manos de una partera en mi propia casa —que para ese entonces era solo un ranchito de madera—, donde siempre he vivido, y desde donde fui comprendiendo, al crecer, las luchas que debía asumir. No había caído en cuenta, hasta hace muy poco, que esa fue la primera vez que me movilicé de manera pública por la paz en Colombia y por la defensa de los derechos humanos. Luego vinieron otras manifestaciones convocadas por mi escuela.
En 2001, cuando estaba en primero de primaria, la profesora Ester Lucía nos dictaba las clases. Era de esas señoras que pellizcaban y pegaban con una regla de madera cuando alguno de nosotros no se aprendía bien la lección. A la hora del recreo, Ester Lucía se fumaba un cigarro mientras escuchaba las canciones de El Caballero Gaucho en la radio AM, y vigilaba el patio donde jugábamos chucha cogida. En el fondo del patio, mirando a través de las rejas, se veía la parte alta del barrio, las montañas del occidente de la ciudad, la cantera que años más tarde comenzaríamos a nombrar como La Escombrera y, a veces, algunos parapentistas planeando en el cielo. Para finales de ese año, entre las nubes ya no se veían los parapentes de colores, sino helicópteros sobrevolando el barrio. Los tiroteos se hicieron más frecuentes y las clases más cortas. “Se van derechito para la casa”, nos decía Ester Lucía con tono apremiante cuando nos despedía a la salida.
A veces Hermey, mi hermano mayor —que para ese entonces tenía 21 años—, me llevaba a la escuela. Se quedaba mirando por la ventana que daba hacia mi salón, a la espera de que yo me acomodara en el pupitre e iniciara la clase. Es de las memorias más vivas que conservo de él. Otras veces yo no tenía clase y me dejaban las tareas para la casa. Hermey me ayudaba con las de dibujo. A él le gustaba hacer paisajes de óleo sobre vidrio que, cuando era adolescente, bajaba a vender en el centro. A pesar de las intermitencias, logramos culminar ese año escolar.
Para nosotros, a inicios de los 2000, era normal ver a los guerrilleros —que en el contexto urbano se les llamaban milicianos— haciendo vida social en el barrio. Incluso, por paradójico que parezca, procuraban mantener una buena relación con la comunidad. Al mismo tiempo que secuestraban, extorsionaban negocios y cometían asesinatos ejemplarizantes, patrocinaban las novenas de diciembre organizadas por los vecinos y proyectaban películas y videos musicales, extendiendo una tela blanca sobre la fachada de una casa y cerrando la calle. La primera vez que vi y escuché a Michael Jackson fue en uno de esos encuentros cuando, vestido de dorado, bailaba y se transformaba en arena para escapar del faraón. Es otro de mis recuerdos más latentes de la infancia.
Sin embargo, en 2002 empezaron las balaceras más intensas. En ese momento yo no podía dimensionar lo que política e históricamente estaba pasando. Las negociaciones de paz del gobierno de Pastrana con las FARC habían fracasado. Ante la imposibilidad del diálogo, el Estado se había propuesto arremeter contra la insurgencia con todo su pie de fuerza, apoyándose en el proyecto paramilitar que desde los 90 estaban tomando el control del país. Así lo han confirmado sentencias de Justicia y Paz que han comprobado que el Ejército se alió con paramilitares para realizar operaciones militares en prácticamente todo el país.
Los días en que había enfrentamientos en El Salado, los milicianos pasaban corriendo entre los callejones, gritando agitados que se estaba acercando la Fuerza Pública y exhortando a la gente para que se entraran a las casas. Un sábado en la mañana, yo estaba en la tienda comprando arepas para el desayuno. Le estaba dando la espalda a la calle cuando escuché el aviso. Al girarme, vi por lo menos a quince milicianos encapuchados y con armas cortas. Salí corriendo loma arriba hacia mi casa para advertirle a mi mamá.
Otro día, estando en la escuela, una profesora interrumpió una clase para darnos orden de evacuación. Mientras yo salía, vi que otras profesoras de primaria se amontonaron alrededor del único profesor hombre. “¡Agáchese! ¡Agache bien la cabeza!”, le decían mientras lo conducían a un lugar fuera de la vista del helicóptero que ya estaba rondando. Cuando crecí entendí la razón: al ser hombre, la Fuerza Aérea podía asumirlo como miliciano y dispararle desde las alturas.
Desde esos mismos helicópteros era que los militares dejaban caer cientos de fotocopias por todo el barrio. Llegué a tener una de esas en mis manos. Yo aún no sabía leer bien. Supe lo que decían por lo que se comentaba entre los vecinos: que denunciaran a los guerrilleros que conocieran. Cuando jugábamos “por mi casa pasó una avioneta tirando papeletas, ¿de qué color…?”, a mi mente siempre venía esa imagen de los papelitos cayendo.
Desde la Pedro J. se comenzaron a convocar movilizaciones. Niños y niñas, con mamás y papás, andábamos por diferentes barrios de la comuna con banderines blancos que decían “PAZ” y que habíamos hecho en la clase. La arenga era “¡En la 13 la violencia no nos vence!”. Sin embargo, a mediados de 2002, la escuela tuvo que cerrar sus puertas cuando fue tomada por los milicianos como fortín ante la escalada de la guerra. Todos los estudiantes quedamos desescolarizados. Eventualmente los profesores nos mandaban cartillas para hacer desde casa. También esas dejaron de llegar.
III
En 2002, en la Comuna 13 hubo cerca de 14 operaciones militares. O eso dicen los registros de la Corporación Jurídica Libertad. Orión fue la última de ese año, la más masiva, la más larga, y por eso, la más terrorífica. Durante esa operación fue que empezaron a desaparecer a los vecinos. Nosotros aún no teníamos las palabras precisas para nombrar lo que estaba ocurriendo. En mi casa decían: “Se los están robando”, “se los están llevando”. Después de Orión, cuando mi hermano Hermey llegaba luego de estudiar su técnica en sistemas, nos contaba de lo que se había enterado en el barrio: “Esta semana se robaron a…”.
El 18 de diciembre de 2002, dos meses después de Orión, llegaron a mi casa unos paramilitares del Bloque Cacique Nutibara, llevados hasta allí por el que era el mejor amigo de mi hermano. A Hermey lo obligaron a acompañarlos porque, según ellos, necesitaban que él les confirmara una información. Luego de eso, y hasta el momento en que escribo estas palabras, no hemos sabido de su paradero.
Lo que mi mamá nombraba como “se robaron a mi muchachito”, se convirtió en “mi hijo fue víctima de desaparición forzada” cuando, junto con otras mujeres de la comuna, empezaron a reconocerse: “A mí me robaron a mi sobrino”, “a mí se me llevaron a mi esposo”. Un domingo, tres años después de la desaparición de Hermey, una monja llamada Gloria Castaño llegó a mi casa buscando a mi mamá. Le contó que había llegado a la Comuna 13 con un interés investigativo para la realización de su trabajo de grado en Psicología: ¿Cómo se hace un duelo sin un cuerpo presente? Y le preguntó si quería hacer parte de un grupo de mujeres que, como ella, habían perdido a sus familiares.
Mi mamá comenzó a ir a los encuentros propiciados por la hermana Gloria, y conoció a Gladys, Graciela, Concha, Virgelina, Rosa, Johanna, Nora, Marcela, Carmenza, Rubiela… Y la pregunta individual de qué pasó con mi familiar se volvió plural: ¿Qué pasó con nuestros familiares? El dolor y la lucha se volvieron colectivos. La organización Mujeres Caminando por la Verdad fue ese hogar que ellas mismas crearon para acompañarse en la defensa de los derechos humanos, que es la defensa por la vida misma.
Teresa Gómez, mi mamá, es una de esas mujeres que durante 22 años ha abanderado la búsqueda de los desaparecidos en la Comuna 13. De ella he aprendido la necesidad de organizarnos para poder construir esta sociedad que soñamos: una justa, sin hambre, sin violencia, sin desaparecidos, que es de lo que hemos sido víctimas. De ella quiero heredar la fuerza y la tenacidad para seguir en la lucha. En este momento estamos haciendo veeduría de la excavación de La Escombrera, y adelantando labores de incidencia con las instituciones estatales responsables de la búsqueda de mi hermano Hermey y de los más de 450 desaparecidos de la Comuna 13 que ha documentado la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
Las preguntas de qué pasó, por qué pasó, o qué ocurrió en mí a causa de la ausencia de Hermey hacen parte de mi día a día, y estas inquietudes las he llevado a espacios académicos y de movilización, a mis reuniones más íntimas con amigos y amigas. Las he llevado a mis soledades. Es lo mismo que preguntarse por las causas estructurales, los impactos personales y los daños irremediables del conflicto armado, todo para crear posibilidades de acción contra hechos similares.
Hace unos días le hablé sobre la Pedro J. a unos jóvenes mediadores de memorias de la Corporación Sal y Luz, quienes están trabajando en un proyecto sobre cómo las escuelas de la Comuna 13 fueron afectadas y resistieron ante el conflicto. Les propuse recordar al líder Porfirio Cartagena, y rescatar el espíritu comunitario que levantó el barrio El Salado. El convite no solo fue un esfuerzo físico por construir, sino una manifestación de la lucha por una vida digna.
Sin embargo, la guerra destruyó ese tejido social. En las paredes de mi escuela, que se levantaron hace 50 años, aún se pueden ver los agujeros que dejaron las balas en 2002. La guerra no solo acaba con cuerpos, sino con los lazos comunitarios, dejando una pérdida irreparable y desmoronando una forma de vivir juntos que nunca debió ser arrebatada.
*Historiador de la Universidad de Antioquia, miembro del Movice (Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado), de la organización Mujeres Caminando por la Verdad y de la Red Internacional de Memorias Transformativas.
Para conocer más sobre justicia, seguridad y derechos humanos, visite la sección Judicial de El Espectador.