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Cruz Elena Peña está cansada de que la justicia no le aclare si el general (r) de tres soles y excomandante del Ejército, Mario Montoya, tuvo o no que ver con el asesinato a sangre fría de su hijo. Ha tratado de navegar el sistema, ha recurrido tanto a la justicia ordinaria como a la Jurisdicción Especial para la Paz, pero nada ocurre. Por eso, decidió emprender un camino algo inédito: radicar una tutela para exigirle a la Fiscalía que haga su trabajo y proceda con la imputación de cargos contra Montoya.
Con este recurso, que se radicó hace unos días ante el Tribunal Superior de Bogotá, Cruz Elena Peña espera que la Fiscalía haga por fin lo que prometió hace cuatro años, cuando el fiscal general era Eduardo Montealegre. En su último día en el cargo, el 29 de marzo de 2016, Montealegre aseguró que había una audiencia de imputación ya programada contra el alto oficial en retiro. Pero, cuando llegó el día, la diligencia fue suspendida de manera indefinida.
En ese momento, circuló la versión de que la Fiscalía había frenado la audiencia para estudiar nuevas pruebas aportadas por la defensa del general (r) en una ampliación de interrogatorio días atrás, pero Montoya solo accedió a hablar ante el funcionario que lo investigaba, Jaime Camacho, fiscal tercero delegado ante la Corte Suprema, los días 10 y 11 de 2015. En ese espacio aseguró que su mensaje a sus hombres solía ser: “Que se muera un inocente y lo hagamos pasar por bandido es un acto de cobardía”.
Estatua humana
El 18 de julio de 2008, Juan Diego Martínez Peña y otros dos hombres jóvenes, Miller Andrés Blandón y Álvaro Hernando Ramírez Falla, fueron reportados como muertos en combate por integrantes del Batallón de infantería No. 27 Magdalena, que opera en Huila. Los militares aseguraron que se trataba de combatientes de las Farc que realizaban extorsiones en la zona y que portaban armas de fuego de corto y largo alcance. La información resultó ser falsa.
Miller Andrés Blandón, por ejemplo, era una cara conocida en la plaza cívica del centro de Neiva, donde se paraba como estatua humana por horas para pedir dinero o se disfrazaba como monja y pedía limosna. Ramírez Falla lavaba carros. Y Martínez Peña, el hijo de la mujer que acaba de poner esta tutela, era un habitante de calle. Los tres tenían dos cosas en común: un pasado judicial limpio y una adicción a las drogas. “No pertenecían a ningún grupo guerrillero”, diría después de ellos la Fiscalía.
Los tres jóvenes fueron hallados en la vereda San Vicente, de Isnos (Huila), con prendas de vestir de uso militar que no correspondían a las tallas o contexturas de sus cuerpos; con camisetas de las que aún colgaban unas etiquetas que delataban que nunca se habían usado antes; con botas cuyas tallas no se ajustaban al tamaño de sus pies. Los tres, además, habían pasado por programas de rehabilitación sin éxito. El soldado Jaiber Méndez y el cabo José Roldán López Cerón fueron condenados por el crimen en 2015.
La pregunta que quedó en el aire tras la sentencia a esos dos militares de rango bajo fue, como dice el famoso mural vetado, ¿quién dio la orden?
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