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La principal evidencia de lo mortal que ha resultado el COVID-19 en las prisiones colombianas son las 24 personas privadas de la libertad que murieron en el motín de la cárcel Modelo de Bogotá, ocurrido el 21 de marzo pasado. Puede que la gran mayoría de estas personas haya muerto por disparos de fusil (hubo además 83 heridos) y el Gobierno se haya apresurado a asegurar que el motín de La Modelo, y de otras cárceles del país, había sido organizado por el Eln y otros grupos criminales con el fin de perturbar el orden y de realizar intentos de fuga. Pero los desórdenes que se vivieron ese 21 de marzo en distintos establecimientos de reclusión del país, el gran número de muertos y heridos (la mayoría a manos de agentes del Estado) tienen mucho que ver con la pandemia del COVID-19, así como con las carencias estructurales del sistema penitenciario colombiano, y con la falta de respuestas, y de interés, por parte del Estado y la sociedad.
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El coronavirus puso en evidencia las fallas del sistema penitenciario y carcelario colombiano, caracterizado por una infraestructura insuficiente y vetusta, un gran déficit presupuestal y de recursos humanos y la consecuente deficiencia en la prestación de servicios básicos, entre ellos la salud y la resocialización de las personas privadas de la libertad. Esto hace imposible que el fin rehabilitador de la pena (en teoría la razón de ser del sistema) se cumpla en las cárceles colombianas. A lo anterior se suma la política criminal reactiva y punitiva que ha caracterizado a los gobiernos de los últimos 30 años y que ha hecho colapsar al sistema carcelario. Este no tiene la capacidad ni los recursos para atender una población que aumentó un 462 % entre 1992 y 2018, mientras que el hacinamiento llegó a picos históricos del 55 % en 2016 y 2019 pues la capacidad del sistema solo se incrementó en un 184 %, a un costo económico muy elevado.
El día en que estalló la violencia, la Modelo tenía una sobrepoblación cercana al 60 %: a pesar de tener una capacidad para algo más de 3.000 personas, hacinaba a 4.916. Ante la inminente llegada del coronavirus, el Gobierno decidió aislar las cárceles; no podría haber traslados ni ingresos y quedaban prohibidas las visitas. Esta prohibición tuvo un gran impacto entre las personas privadas de la libertad y aumentó la tensión en los patios de las prisiones. Las visitas son un aspecto central de la vida carcelaria. No sólo representan la oportunidad de que las personas detenidas tengan contacto con sus seres queridos y el mundo exterior (aspecto vital para mantener la cordura y la motivación en condiciones deplorables), sino que son parte integral del mercado de bienes y servicios (legales e ilegales) de la prisión.
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Dada la carencia crónica de la provisión de bienes y servicios esenciales a cargo del Estado (alimentación, elementos de higiene y aseo personal, vestuario, medicamentos, material de estudio y trabajo) los visitantes de las personas presas suplen varios de esos bienes y servicios, además de ser una fuente importante de entrada de contrabando (estupefacientes, alcohol, armas y celulares). Al cortarse buena parte del flujo de entrada de todos estos bienes que mueven el mercado carcelario, se creó una situación de escasez que contribuyó a aumentar la ansiedad de la población reclusa, que tampoco veía que el gobierno tomase medidas prontas y eficaces para protegerla cuando el virus se esparciera en las cárceles. Todos estos factores, unidos a las inhumanas condiciones de vida de las prisiones colombianas, contribuyeron a que las protestas se encendieran, tomaran fuerza y se volvieran masivas en distintas partes del país.
La masacre de 24 personas en la Modelo, muchas de ellas a manos de agentes estatales, no ha propiciado mayores explicaciones por parte del Gobierno, más allá de decir que fue la respuesta estatal (a todas luces desproporcionada) frente al intento de fuga y las agresiones de los presos en contra de la guardia. Las investigaciones penales y disciplinarias tampoco han arrojado resultados notables, a pesar del gran número de personas muertas y de los indicios de abuso de la fuerza estatal, que pueden incluir tortura, tratos crueles, inhumanos y degradantes, e incluso ejecuciones extrajudiciales. Lo poco que se sabe ha salido a la luz a través de las redes sociales, que transmitieron en vivo los videos que los reclusos tomaban con sus celulares de contrabando mientras se producía la matanza, y lo que han investigado unos pocos medios de comunicación que han seguido el caso. El número creciente de muertes por COVID-19 y las masacres de líderes sociales y campesinos que se cometían en otras partes del país dejaron atrás los muertos de la Modelo.
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Tal indiferencia por parte del Gobierno, buena parte de los medios de comunicación y de la opinión pública, son expresión de la poca importancia que la sociedad colombiana da a las personas presas y la forma en que son tratadas. Del mismo talante ha sido la respuesta gubernamental frente a la crisis generada por el nuevo coronavirus en las cárceles colombianas: tardía, insuficiente e indolente. Dadas las carencias estructurales del sistema y las condiciones de hacinamiento de las prisiones del país (al comienzo de la pandemia este rondaba el 52 %, con al menos 13 establecimientos que superaban el 100 %), era previsible que, al llegar la epidemia a las cárceles, esta se propagaría rápidamente y podría afectar gravemente la salud y la vida de las personas privadas de la libertad, dadas las pobres condiciones de higiene y la insuficiencia de servicios de salud.
Por lo tanto, era prioritario deshacinar las cárceles para proteger la salud y vida de la población más vulnerable y para hacer al menos posible que éstas contaran con el espacio y recursos suficientes para atender a la población que continuase privada de la libertad. A pesar de que numerosas organizaciones sociales, centros académicos y de investigación advirtieron al gobierno de la gravedad de la situación y de la necesidad de liberar presos de forma razonable y ordenada para bajar los índices de hacinamiento (como estaba sucediendo en varias partes del mundo), éste se tomó un tiempo considerable para expedir, el 14 de abril, el Decreto Legislativo 546 de 2020. Este establecía, entre otras medidas, la excarcelación de las personas más vulnerables para proteger su vida y salud.
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Mientras salía el decreto del gobierno, el virus llegó a las cárceles. Primero fue la de Villavicencio, donde se reportó un caso el 10 de abril. Irónicamente, el mismo INPEC jugó un papel central en la propagación del virus, pues trasladó a ocho internos del penal de Villavicencio a cuatro cárceles distintas, justamente por participar en los motines del 21 de marzo. Las consideraciones de seguridad primaron sobre las de salud pública y como resultado de esta equivocada perspectiva, cinco meses después se han contagiado casi 10.000 personas privadas de la libertad y 834 funcionarios del Inpec , en 55 de los 132 establecimientos a cargo de este (casi el 42% del total).
A pesar de que las cifras de muertes causadas, directamente, por el COVID-19 no son de fácil acceso (el Inpec no las publica en su sitio oficial), estas rondan las 45 personas privadas de la libertad. Como era de esperarse, el COVID-19 ha afectado de una manera desproporcionada a esta población: mientras que el promedio de la tasa de personas no privadas de la libertad contagiadas por el virus en Colombia durante los últimos dos meses es de 3,18 personas por 1.000 habitantes, la tasa de contagio de personas privadas de la libertad es de 23,39 por 1.000 habitantes (ver gráfico). La tasa de mortalidad en el primer caso es de 0,37 por 1.000 habitantes, mientras que en el segundo es de 0,43
Confirmando la preocupación del gobierno por la percepción de seguridad más que por la salud y vida de las personas privadas de la libertad, el decreto de emergencia que autorizó las excarcelaciones por razones de salud pública estableció tantas exclusiones, según el delito cometido o por el que una persona es acusada (97 delitos excluidos), y fue tan poco recursivo en la creación de mecanismos para agilizar las liberaciones, que terminó por ser inocuo. El Gobierno preveía que con su decreto de emergencia saldrían unas 4.000 personas, el 3.3% del total de la población en establecimientos a cargo del Inpec (un número pequeño para reducir de forma significativa un hacinamiento del 51,2%). Hasta la fecha han salido alrededor de 1.000 (menos del 1% de la población reclusa).
Sin embargo, el Gobierno, apegado a la presentación sesgada de cifras para justificar su gestión, ha sostenido que, desde que comenzó la pandemia, el hacinamiento en los centros de reclusión se ha reducido del 51,2% al 29%. Lo que no dicen las cifras del gobierno es que esto no se debe a la eficacia de sus medidas de emergencia sino a las excarcelaciones por medio de mecanismos legales ordinarios (alrededor de 22.000) y especialmente a la restricción de ingresos a los establecimientos del INPEC. Esta medida no soluciona el problema, sino que lo traslada (incluso empeorándolo) a las estaciones de policía y las unidades de reacción inmediata (URIs) de las ciudades y pueblos, que no están en condiciones de albergar personas privadas de la libertad y que en muchas partes (como Bogotá y Medellín) presentan alarmantes índices de hacinamiento, superando en varios casos el 100%.
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A pesar de que el pico de la pandemia parece haber pasado (por el momento) en el sistema carcelario colombiano, la forma en que se han desarrollado los acontecimientos durante los últimos meses, la desidia del gobierno y la falta de eficacia de sus medidas de emergencia, unidas a la indiferencia de la sociedad en general frente a la suerte de las personas privadas de la libertad, hacen presagiar que la epidemia del coronavirus en las cárceles no ha sido superada y puede seguir siendo letal. Aún más, puede unirse la lista de enfermedades prácticamente erradicadas o controladas en el mundo libre (como la tuberculosis y las paperas) que aparecen periódicamente en los centros de reclusión colombianos, gracias a la sobrepoblación y la falta de higiene.
Lo anterior evidencia el problema de fondo de las prisiones y de la sociedad colombiana: su carácter altamente inequitativo y excluyente. Los grupos marginales y excluidos de nuestra sociedad, los más vulnerables, sufren diversos tipos de violencia, el olvido estatal y la indiferencia de los ciudadanos. Y dentro de estos grupos se encuentran las personas privadas de la libertad quienes, por ser consideradas delincuentes (a pesar de que casi una tercera parte de ellas se encuentre detenida sin haber sido condenada), son despreciadas y su humanidad negada; como dice una frase tristemente popular, “que se pudran en la cárcel”.
Las preocupaciones por la presunción de inocencia, la primacía de la libertad, las condiciones de reclusión y la dignidad de las personas presas sólo se vuelven un tema de debate nacional cuando el capturado es alguien poderoso o de status social, como el expresidente Álvaro Uribe y su arresto domiciliario en las cerca de 1.500 hectáreas de la finca El Ubérrimo (en Córdoba), o los altos funcionarios y exfuncionarios estatales, quienes tienen sitios de reclusión especial con todo tipo de comodidades y privilegios, autorizados por la ley.
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Mientras las autoridades, la opinión pública y los ciudadanos normalicemos el hacinamiento y las condiciones inhumanas en que malviven las personas privadas de la libertad (porque “se lo merecen”, porque “por algo están ahí”, porque “no son como nosotros”), la muerte, la enfermedad y la violación de sus derechos humanos seguirán acosándolas, no por pandemias como la del coronavirus, sino por nuestra falta de empatía y de solidaridad. Después de todo, como dice otra frase manida, las prisiones son el espejo de nuestra sociedad.
*Director del Grupo de Prisiones de la Universidad de los Andes