Crónica de una ignominia: la lucha de una mujer por recuperar restos de su esposo
Hace cuatro años un grupo guerrillero en Nariño asesinó al campesino Jacob Miguel Calvache. Su pareja vio cómo lo enterraron en una finca para desaparecer todo rastro posible y con la comunidad lo desenterraron, lo velaron y lo sepultaron en el cementerio del corregimiento. Sin embargo, para el Estado sigue vivo, pues la Fiscalía no ha podido ir al camposanto por problemas de orden público.
Juan David Laverde Palma
Patricia Díaz Ñáñez tiene 30 años, el alma doblada por una pena que no cesa y una herida abierta que no tiene vocación de cicatriz, porque Colombia sigue siendo Colombia. El 17 de septiembre de 2020 un grupo armado –probablemente el frente Jaime Martínez de las disidencias de las FARC, que opera en la zona– llegó a su casa en El Palmar, un corregimiento de Leiva, Nariño; le apuntó con fusiles a su pareja, Jacob Miguel Calvache, y se lo llevaron a la fuerza. Eran las 3 de la tarde. Patricia salió gritando despavorida pidiendo ayuda mientras su hija de tres años lloraba en medio del alboroto. Los guerrilleros trasladaron al campesino a una finca en la vereda Campo Alegre, a 10 minutos de la plaza principal, y allí le propinaron dos tiros en la cabeza y lo enterraron en zona boscosa. Poco después, siguiendo las pistas que la propia comunidad le dio, Patricia llegó hasta ese lugar cuando los asesinos se disponían a irse. “¡Miguel, Miguel!”, gritó con el corazón en la boca.
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Patricia Díaz Ñáñez tiene 30 años, el alma doblada por una pena que no cesa y una herida abierta que no tiene vocación de cicatriz, porque Colombia sigue siendo Colombia. El 17 de septiembre de 2020 un grupo armado –probablemente el frente Jaime Martínez de las disidencias de las FARC, que opera en la zona– llegó a su casa en El Palmar, un corregimiento de Leiva, Nariño; le apuntó con fusiles a su pareja, Jacob Miguel Calvache, y se lo llevaron a la fuerza. Eran las 3 de la tarde. Patricia salió gritando despavorida pidiendo ayuda mientras su hija de tres años lloraba en medio del alboroto. Los guerrilleros trasladaron al campesino a una finca en la vereda Campo Alegre, a 10 minutos de la plaza principal, y allí le propinaron dos tiros en la cabeza y lo enterraron en zona boscosa. Poco después, siguiendo las pistas que la propia comunidad le dio, Patricia llegó hasta ese lugar cuando los asesinos se disponían a irse. “¡Miguel, Miguel!”, gritó con el corazón en la boca.
En tono amenazante le dijeron que se fuera, que él estaba en otro lugar y que no querían verla ahí. Cuatro o cinco amigos que acompañaban a Patricia esperaron a que los violentos tomaran camino en sus motos. Pero, antes de irse, escupieron su sentencia: “Que nadie interfiera. No entren”. Se quedaron allí un tiempo, petrificados y advertidos, hasta que más y más gente fue llegando espontáneamente a la entrada de esa finca. Entonces decidieron desafiar su destino y entraron a los matorrales, con más angustia que esperanza. Alguien vio rastros de sangre y vestigios de un cuerpo arrastrado y, más allá, tierra removida. La zozobra fue creciendo. Se oyeron los primeros llantos. Patricia empezó a cavar con sus manos y encontró los pies enterrados de un hombre. Alguien la tomó del brazo y la llevó al regazo de otras mujeres. Los hombres continuaron la tarea con palos, y entonces fue emergiendo de la tierra la figura de un joven inerme de 25 años.
No tenía camisa. Sus tenis grises todavía estaban puestos y su jean azul, embarrado. En su rostro había sangre y podían verse las esquirlas de las balas asesinas. Un enfermero de la comunidad se atrevió a revisar sus signos vitales y determinó la defunción en el sitio. Patricia estaba a pocos metros de allí, presenciando todo, pero no al pie del cadáver. La comunidad tomó el cuerpo y empezó a cargarlo en una marcha fúnebre improvisada hasta la carretera. Patricia vio venir esos brazos desgonzados y los ojos idos, y se acercó a ese hombre para salir de toda duda. Lo reconoció de inmediato y lo abrazó con la ilusión de que todavía resoplara vida. “No hay nada que hacer”, le dijo la gente; “está muerto”, añadió alguien más; “lo mataron”, corrigió otro. La fuerza de la realidad venció el anhelo y entonces las lágrimas nublaron sus pupilas. Patricia lanzó un grito ahogado, como el primer llanto de un recién nacido, y siguió a la comunidad, derrotada, hasta la carretera.
En ese momento pasó un pequeño camión y la comunidad le imploró que llevara el cuerpo hasta el municipio de Leiva para que un médico certificara su muerte y se iniciaran las investigaciones. Patricia se montó en el vehículo. El comando subversivo se percató de lo que ocurría, pues todavía estaba cerca, así que interceptó el camión, detuvo su marcha, insultó nuevamente a la viuda y le dijo de forma perentoria que si quería podía enterrar el cuerpo en el cementerio de El Palmar, pero que le quedaba prohibido sacarlo de allí; además, que no querían saber nada de denuncias ante la Fiscalía. El conductor, asustado, descargó el cadáver en la plaza principal y se fue. La comunidad le ayudó a Patricia a trasladarlo hasta su casa para bañarlo y cambiarlo. Le pusieron una camisa blanca y un pañuelo, dos algodones en la nariz, como manda el arreglo de la muerte, y lo pusieron sobre una mesa. Algunos vecinos se fueron hasta Leiva para conseguir un ataúd para la velación.
Mientras se preparaban los actos solemnes y una despedida sencilla, sin curas ni religiosos por las graves alteraciones de orden público, regresaron otros emisarios del grupo armado para amenazar a Patricia. Ella les pidió que le dejaran llevar el cuerpo a Putumayo, de donde Miguel era oriundo, pero se lo negaron. Ella les preguntó por qué lo habían asesinado, pero le contestaron con desprecio que no tenían que explicarle nada y que antes agradeciera que a su lado estaba su hija de tres años. Uno de ellos, incluso, le puso un arma en la cabeza, pero otro guerrillero le dijo que ya era suficiente. Poco después se retiraron. Esa misma noche velaron a Jacob Miguel Calvache en el polideportivo de El Palmar. El féretro estuvo custodiado por 10 cirios –cinco a cada lado– y cuatro velones encendidos, según consta en fotografías conocidas por El Espectador. Atrás del ataúd, sobre una sábana blanca, se leía su nombre en letras rojas y debajo había una foto suya ampliada.
Al día siguiente, 18 de septiembre de 2020, no llegó ninguna autoridad para atender lo que ocurría, ni equipo forense o de criminalística. Algunos habitantes de El Palmar trataron de traer al sacerdote que oficiaba ceremonias en la zona, pero no hubo forma de que llegara para celebrar una misa. Resignados, sobre las 5 de la tarde Patricia y la comunidad sepultaron el cuerpo de Jacob Miguel en el camposanto público. Los encargados del lugar les dieron un lote para enterrarlo. Entre los asistentes, unos 200 calcula Patricia, recogieron dinero para mandar a hacer una lápida con esta inscripción: “Te llevo en mi corazón”. Esa misma semana Patricia y su familia salieron de Nariño. En otra región, ya a salvo de los asesinos, ella puso la denuncia, contó este mismo relato, dio nombres de testigos dispuestos a corroborar su historia y exigió que se recuperaran los restos de su pareja y se decretara su defunción. Más de cuatro años después esto no ha sido posible.
El proceso (de Kafka)
Sí, sí, así como lo leen: 1.487 días pasaron ya desde su crimen a mansalva, el primer entierro en la vereda Campo Alegre, su exhumación artesanal y velación, y nueva sepultura en el cementerio de El Palmar y, sin embargo, para el Estado Jacob Miguel Calvache sigue con vida y con cédula vigente, pues no hay documentos oficiales que certifiquen su deceso. Colombia habría sido un paraíso para Franz Kafka. Eso sí, desde el 24 de septiembre de 2020 la Fiscalía supo de este asesinato por la denuncia de Patricia. En febrero de 2021 el fiscal quinto de la Unidad de Vida de Pasto, Álvaro López, dispuso la exhumación del cuerpo, pero las condiciones de seguridad hicieron imposible la diligencia. Dos meses después los investigadores entrevistaron a Patricia y a su madre Teresa, también testigo de los hechos, quienes volvieron a narrar esta historia y entregaron fotos y videos que tomó la comunidad sobre el homicidio de Jacob Miguel y su doble sepultura.
En un reporte de policía judicial fueron consignadas estas evidencias. Los investigadores indicaron que a pesar de que le solicitaron a la Vigésimo Tercera Brigada del Ejército, con jurisdicción en el municipio de Leiva, que certificara qué grupos armados hacían presencia en la zona, su composición jerárquica y las fuentes de financiamiento, no hubo respuesta. “No es la primera vez que el Ejército Nacional omite respuestas a los requerimientos que se elevan por parte de funcionarios de esta Unidad”, se lee en el documento. Aún más, señalaron que no había sido posible desplazarse hasta El Palmar debido a las condiciones de seguridad y a la falta de garantías para el ingreso. En todo caso, dejaron constancia de que se comunicaron vía telefónica con Arlex Alvarado, presidente de la Junta de Acción Comunal de El Palmar, “con quien se corrobora que los restos mortales del señor Jacob Miguel Calvache se encuentran en el cementerio del corregimiento”.
En esos primeros meses de 2021 la Unidad de Víctimas reconoció a Patricia y a su hija como víctimas de desplazamiento forzado, pero se negó a concederles su calidad de víctimas por el crimen de Jacob Miguel, porque no había partida de defunción oficial. Desesperada Patricia le pidió a la Fiscalía celeridad en sus pesquisas y que se exhumara el cuerpo de su pareja para que pudiera cerrar de una buena vez este capítulo tan doloroso. Es muy difícil seguir en la brega de la vida cuando hay certeza de una muerte y de un crimen mientras en los registros oficiales aparece como vivo el hombre que desde hace 49 meses yace bajo tierra en una necrópolis municipal. Tan difícil, que Patricia se intentó quitar la vida en tres ocasiones y su hija que apenas empezaba a soltar la lengua tuvo que asistir a terapia psicológica para tratar de superar el espanto de lo que vivió en El Palmar. Hoy, aún, a sus siete años, llena alcancías con moneditas para pedirle a Dios que le devuelva a su papá.
Durante tres años nada pasó con el expediente mientras Patricia y su hija lidiaban con las secuelas del tractor que les pasó por encima y de la impunidad y burocracia procesal que campean en esta Colombia santanderista. En abril pasado, sin embargo, la Fiscalía se acordó de ellas y ordenó nuevamente la exhumación del cadáver en diligencia que debía realizarse el día 23 de ese mes. Pero otra vez todo se fue al traste porque el coronel Wílmar Suárez Reyes, comandante del Batallón de Infantería 9 con jurisdicción en Leiva, respondió que no era posible garantizar la seguridad de la comisión judicial; agregó que la ruptura de los diálogos con el Estado Mayor Central de las disidencias de las FARC “había complicado la situación en el municipio” y que para ingresar a la zona se requería un equipo de desminado, “por la alta probabilidad de artefactos explosivos”. A Patricia nadie tuvo la cortesía de informarle que la diligencia se había cancelado.
Más grave aún, ella renunció a su trabajo porque no le dieron permiso para ausentarse y se gastó no menos de $500.000 en el desplazamiento, plata que no le sobra. Agobiada por este bucle de abusos e injusticias, Patricia y su abogado Esteban Jaramillo Solarte interpusieron una tutela para obligar al Estado a realizar esta exhumación, acreditar la muerte de Jacob Miguel y restituirle a ella algo de su dignidad. Increíblemente, en agosto pasado, el Tribunal de Pasto negó el amparo. La Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, sin embargo, acaba de corregir este absurdo y les ordenó a la Fiscalía y a las autoridades que en menos de 60 días realicen la exhumación, pues resulta intolerable para un Estado de derecho que se use como excusa el orden público para que las instituciones no cumplan su deber. Aceptar eso sería reconocer que los violentos sometieron a la Fuerza Pública, que el Estado no tiene control sobre el territorio y que no queda más que la resignación pura y llana de la sociedad.
“Se encuentra acreditado que la accionante y su hija no han podido decidir el destino de los restos de Jacob Miguel Calvache Pabón, ni han sido reconocidas como víctimas de su muerte violenta, ya que no se ha reconocido jurídicamente el deceso debido a que las autoridades judiciales no han accedido al lugar de enterramiento para llevar a cabo las labores investigativas. Por tanto, existe una desprotección a la dignidad de las accionantes y del fallecido que se traduce en una vulneración a sus derechos”, concluyó la Corte, con ponencia del magistrado Gerardo Barbosa. Para el alto tribunal, a pesar de las amenazas de los grupos armados, el Estado tiene la obligación de garantizar la vigencia y supremacía de la Constitución. “Las autoridades no pueden renunciar al ejercicio de sus facultades constitucionales ni al control sobre todo el territorio, pues ello equivaldría a una abdicación de la vigencia de los derechos fundamentales”, insistió.
Para Patricia este fallo es una gota de esperanza, pero sabe que sigue pedaleando cuesta arriba, sin sillín ni manubrio y con las llantas pinchadas. Es la rutina de la ignominia que se hizo costumbre en Colombia y que deben padecer las víctimas. Patricia solo quiere recuperar los restos de Jacob Miguel, llevarlos a la tierra donde él nació, darles cristiana sepultura y que un cura diga un par de responsos, como corresponde. Llevarle flores a esa tumba de tanto en tanto y que su hija tenga un lugar para recordar a su padre. Un sepulcro que quizá logre disuadirla de continuar recogiendo monedas para su alcancía. “Como ella estuvo sola reclamando sus derechos durante mucho tiempo, la Fiscalía y la Fuerza Pública le dieron respuestas escuetas y sin fundamento. Solo ahora que tiene una defensa ha podido hacer valer sus derechos”, cuenta el abogado Esteban Jaramillo. “¿Que qué espero?, -dice Patricia antes de despedirse- pues lo que siempre se oye decir en Colombia: que se haga justicia”.
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