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Hace 15 años, el entonces procurador delegado para los derechos humanos, Hernando Valencia Villa, ordenó la destitución del general del Ejército Álvaro Hernán Velandia Hurtado por su implicación en la desaparición forzada de Nidia Érika Bautista. Esta decisión suscitó una enorme controversia pública y, para Valencia Villa, según él mismo, significó una “operación de acoso en su contra”, que derivó inicialmente en amenazas y terminó en el exilio. Desde entonces no ha regresado al país.
Hoy vive en España, donde ejerce como catedrático de Derechos Humanos y Política Internacional en la Universidad de Syracuse y hace parte de la junta directiva de la Asociación Española de Derecho Internacional de Derechos Humanos. Esta semana lanza en Bogotá su libro Cartas de batalla, una dura crítica al constitucionalismo colombiano. Pero Valencia estará ausente y en diálogo con El Espectador dice que no vuelve al país hasta que no cambie su clima político y moral. Estas son sus apreciaciones.
¿Cuáles son en esencia los principales planteamientos de su libro?
El principal planteamiento de mi libro es que el constitucionalismo es una compleja estrategia ideológica de los partidos gobernantes y las clases dirigentes, que a lo largo de los 200 años de historia nacional se ha utilizado con dos propósitos fundamentales: evitar el cambio social y generar el consenso político. En general, tras las 16 constituciones nacionales del siglo XIX, las 67 enmiendas de la Constitución de 1886 y las 28 enmiendas de la Constitución de 1991, puede decirse que con el reformismo constitucional se ha logrado evitar el cambio social, porque no ha habido revolución en Colombia, pero no se ha logrado generar el consenso político, porque la manipulación constitucional continúa y siempre hay una reforma constitucional en la agenda política nacional.
¿La Constitución en Colombia se ha convertido en un instrumento manipulable por parte de los distintos gobiernos?
Lo más cerca que hemos estado de convertir la Constitución Política en un patrimonio público es la experiencia constituyente de 1991, pero a pesar de sus aportes fue un fenómeno meteorológico y no geológico: un cambio de atmósfera y no de cimientos; un cambio de aires, pero no de bases y estructuras. Por eso, la Carta del 91 está en serio peligro de convertirse, al igual que sus antecesoras, en un campo de batalla, en una carta de batalla. Las constituciones en Colombia son manipulables, porque las fuerzas políticas nunca han hecho de la ley fundamental la verdadera regla del juego y nunca han sido leales ni a las obligaciones del Estado ni a los derechos de la ciudadanía.
¿Por qué cree usted que han existido tantas constituciones en la historia de Colombia?
En Colombia, la profusión de constituciones y de reformas constitucionales tiene que ver con la constante necesidad de legitimación de los partidos gobernantes, que apelan al reformismo normativo para crear la sensación de cambio y trasladar al discurso jurídico lo que debería hacerse primero y sobre todo en el campo económico, social y cultural para mejorar la distribución de la riqueza y la calidad de la vida entre los colombianos.
¿Cuál es el país que más se parece a Colombia con tanto constitucionalismo a bordo?
El caso colombiano es único en América Latina, al menos en cuanto concierne a lo que podría denominarse la centralidad del constitucionalismo como estrategia ideológica. Si añadimos a esto la también muy peculiar propensión de los colombianos a la guerra civil como mecanismo de reivindicación de intereses y de solución de conflictos, la realidad nacional parece incomparable. Pero ningún país es una isla y Colombia comparte cosas fundamentales con otros países de la región, al menos en algunas etapas de nuestra historia común, como el formalismo jurídico con Venezuela, el autoritarismo político con México y la barbarie ordinaria con Guatemala.
El año entrante se cumplen 20 años de vigencia de la actual Constitución Política, ¿qué queda de ella que deba resaltarse?
En vísperas del vigésimo aniversario de la Constitución de 1991, la mejor que ha tenido el país tanto por su proceso de creación como por su contenido normativo, va quedando muy poco: la carta de derechos, la tutela, la Corte Constitucional... y estas instituciones también están en riesgo de ser restringidas, manipuladas o desmanteladas. En este sentido, como sostengo en el prólogo que he escrito para la tercera edición de Cartas de batalla, el legado del uribato resulta catastrófico y en el futuro inmediato corresponde al Estado y a la sociedad civil evitar que la Carta del 91 se desnaturalice o se torne irrelevante.
¿Ha pensado volver a radicarse en Colombia después de un largo exilio de 15 años?
El destierro es también el destiempo. Se abandona una patria y también una historia. Tras 15 años de exilio, no me planteo volver a Colombia, a menos que cambien de manera sustancial el clima político y moral del país y las condiciones objetivas que me obligaron a expatriarme. Y hoy por hoy ninguna de las dos cosas parece factible.
¿Hemos avanzado los colombianos en materia de derechos humanos o seguimos enfrascados en las discusiones de siempre?
Soy pesimista sobre la crisis de derechos humanos en Colombia. Y soy pesimista porque soy realista. En estos últimos quince años ha habido una sustitución de victimarios porque la autoría de la mayoría de las violaciones documentadas se ha trasladado de las Fuerzas Militares a los grupos paramilitares. Pero la impunidad de las atrocidades sigue siendo escandalosa y la indefensión de las víctimas sigue siendo vergonzosa. Mientras el país no resuelva su conflicto armado interno con la participación de la sociedad civil y de la comunidad internacional, mientras la justicia judicial no sea reestructurada a fondo y mientras el Estado no admita que es el responsable de toda la población sobre todo el territorio y que su legitimidad depende por completo del cumplimiento de sus obligaciones constitucionales e internacionales, la crisis humanitaria colombiana seguirá clamando reparación al cielo.
¿Cómo ha visto la evolución de Colombia desde su distancia?
Desde la distancia veo a Colombia como un cuadro de luces y de sombras, con muchas más sombras que luces. El conflicto armado interno y la crisis humanitaria impiden el salto a la modernidad y a la democracia. Pero el problema de fondo es la injusticia, la pobreza injusta en que viven casi la mitad de los colombianos y que ha producido la gran estampida de emigrantes, refugiados y exiliados de los últimos años. Nadie, que yo sepa, ha dicho que a través del éxodo a España, Ecuador, Panamá, Costa Rica y otros países, a lo largo de la última década del siglo XX y la primera del siglo XX, los colombianos han “votado con los pies”, es decir, han expresado su opinión adversa a su propio Estado con el gesto mismo de marcharse en busca de mejores horizontes a otras tierras, a otras patrias. Y esto no parece importar a los gobernantes y dirigentes del país.