Después de la cárcel: una segunda condena para los migrantes venezolanos
Tras salir de prisión, los migrantes venezolanos se enfrentan a la xenofobia, la dificultad de trabajar formalmente y al estigma de haber estado en la cárcel. La situación es tan difícil que algunos prefieren regresar a su país.
Charloth estuvo recluida en una cárcel de Valledupar entre octubre de 2019 y junio de 2020. Cuando quedó en libertad, Colombia estaba en cuarentena estricta por la covid-19 y ella estaba en un país ajeno, a kilómetros de su natal Maracaibo, Venezuela, así que trabajó en las calles de Medellín. “En tiempos de pandemia me tocó… hacer muchas cosas”, dijo. Pasó saliva y mientras contenía las lágrimas agregó: “Son cosas que… es difícil recordar”.
(Lea aquí la primera entrega: Vivir entre ausencias y barrotes: los migrantes en las cárceles colombianas)
Se hospedó en un hotel, buscó un celular para comunicarse y, cuando vio que sería difícil encontrar un empleo, tomó una decisión: “Seguir el trabajo sexual, de nuevo, ejerciéndolo en la calle, telefónicamente, de cualquier manera, para poder sobrevivir. Lo primero que hice fue buscar estabilidad. Al no ser del país y no tener un apoyo de compañeras o familiares, me tocó salir a la nada a pedir auxilio”, recuerda.
Su historia es la de cientos de migrantes venezolanos que pasan por el sistema penal colombiano y, al salir de prisión, quedan a la deriva porque no consiguen trabajo, no tienen cerca a sus familias y se ven arrinconados, nuevamente, a la informalidad que los llevó al crimen.
(Lea aquí la segunda entrega: Venezolanos en cárceles colombianas, más allá de las cifras)
No tener raíces en Colombia, lo que los jueces llaman “arraigo”, en muchos casos ha sido un obstáculo para que venezolanos que han pasado por el sistema penal accedan a libertad condicional. O ha sido un impulso para que sean enviados a la cárcel mientras son investigados. Charloth quedó en libertad por vencimiento de términos, por eso aún sigue en Colombia, pues debe ir a audiencias y enfrentar un juicio.
Pero no todos tienen el mismo destino. Muchos migrantes no alcanzan ni a celebrar haber recuperado su libertad antes de que los monten a un camión de regreso a su país natal, en una medida de expulsión. Otros regresan por su voluntad, pues al salir de la cárcel, dicen que en nuestro país la tienen más dura que en Venezuela, a pesar de que enfrenta una crisis humanitaria sin precedentes en Suramérica que ha forzado a 1,8 millones de personas, según ACNUR, a refugiarse en Colombia.
Falta de oportunidades
Néstor Eduardo Soler asegura haber sido engañado para viajar como “mula” hasta España. “Vivía un momento de crisis y de desesperación porque en 2018 las dificultades empezaron en Venezuela. Tenía 27 años y me sentía estancado porque trabajaba día, tarde y noche, pero sentía que no surgía”, explicó.
Soler asegura que buscó refugio en una amiga connacional que lo llevó a un colombiano que se aprovechó de su necesidad. Le dijeron que le conseguirían una oportunidad en Europa, pero a cambio recibió una condena de 48 meses que cumplió en la Cárcel La Modelo. A principios de 2021 accedió al beneficio de la libertad condicional e intentó hacer de Colombia su nuevo hogar, pero no tuvo con qué pasar de la supervivencia a la comodidad.
“Intenté buscar trabajo en Bogotá. Normalmente me lo negaban. Me decían que no cuando les enseñaba mi documentación. O en todo caso querían abusar de mí. Me decían: ‘bueno, trabaja aquí, pero yo te pago tanto. De la mañana hasta la noche y no te puedes quejar. Es lo que hay’. Yo soy bartender, trabajo en eventos, pero a raíz de la pandemia había muchos lugares cerrados. Me tocaba entonces en autolavado, lo que saliera para poder subsistir”, agregó.
Y es que sumada a la cruz de la xenofobia, cualquier empleador podía conocer de su condena por tráfico de estupefacientes. Bastaba una consulta con su documento de identidad en la página web de antecedentes. Néstor Soler regresó a Caracas en septiembre de 2021. Dice que no tuvo otra opción.
Algo similar le está ocurriendo a Charloth. “Esta situación no me deja surgir, no me deja salir adelante. Lo he visto como barrera para un empleo. De por sí es muy difícil por ser mujer trans, ahora súmele ser migrante. Desde que salí (de la cárcel), vivo con el miedo de que me vayan a rechazar porque se metan a un sistema y me aparezca este proceso”.
Un arduo camino legal
Una solución a estos desafíos la introdujo el gobierno del presidente Iván Duque a través del Estatuto Temporal de Protección para Migrantes Venezolanos de 2021.
La medida les da a los migrantes que han entrado a Colombia de manera irregular un documento que les permite graduarse de una institución educativa, abrir una cuenta bancaria, afiliarse a seguridad social y ser contratados formalmente. En pocas palabras, les abre la puerta a cualquier trámite para el que necesiten demostrar su identidad. Según el gobierno, más de 700.000 venezolanos han sido regularizados por esta vía.
Ahora bien, una de las condiciones para obtener el estatuto es no tener antecedentes, anotaciones ni procesos administrativos o judiciales en curso. “En teoría, una persona con antecedentes, como sería un migrante pospenado, no podría acceder a los beneficios del estatuto. Esto quiere decir que, muy seguramente, toda persona que cumplió su pena va a ser puesta a disposición de Migración Colombia y será expulsada del territorio nacional”, explicó Carlos Julián Mantilla, abogado asesor en derecho penal del Consultorio Jurídico de la Universidad de Los Andes.
Mantilla ha defendido a venezolanos en procesos penales en Colombia y es crítico sobre la actitud hacia la migración: “Esa expulsión no garantiza bajo ninguna circunstancia que esa persona no vaya a retornar. Nosotros tenemos una frontera porosa por la que todos los días entran migrantes venezolanos”, por el contrario, “como ese migrante con antecedentes no se va a poder regularizar, nunca va a poder conseguir un empleo formal y eso lo lleva a quedar atrapado en los círculos viciosos de la criminalidad. Llámese hurto o microtráfico”.
El Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) reporta que el 83 % de los extranjeros que hay bajo su custodia son de nacionalidad venezolana. Un total de 2.382 personas, en su gran mayoría hombres, que están en prisión (1.475), detención domiciliaria (848) o vigilancia electrónica (59).
Si bien el sistema penal colombiano pretende que los reclusos se formen, se vuelvan productivos y aporten a la sociedad, en el caso de los migrantes esa premisa podría estar quedándose solo en ideales, pues con la imposibilidad de regularizarse quedan condenados a la informalidad.
“Esa pretensión del sistema penal de resocializar, que sabemos que es para los colombianos, se queda en una pretensión aún menos cumplida en los migrantes, derivado de la imposibilidad que tiene el sistema de integrarlos a la vida como pospenados”, comentó Mantilla.
Los migrantes venezolanos huyen, entonces, de una inflación que a finales del 2021 era del 340 % que hace prácticamente imposible conseguir empleo o comprar comida; de un gobierno que ha cooptado todas las ramas del poder y persigue a la oposición. En general, de una crisis humanitaria por donde se le mire. Y por otro lado la desatención en Colombia hacia los que han cometido algún delito o han sido señalados de hacerlo, puede llevarlos a una disyuntiva: volver o reincidir.
El abogado Mantilla lo explica así: “Aunque no se corresponda con las cifras y la evidencia, la gente en Colombia se queja de que los que roban en las calles son los migrantes. Cuando ha sido así, la justicia actúa, pero actúa mal y su intervención inadecuada perpetúa los ciclos de violencia en los que viven estas personas”. Además, “esto termina generando que el Estado no sepa quién está en su territorio”, porque las autoridades, de nuevo, no tienen control sobre los cientos de trochas que se esparcen por los más de dos mil kilómetros de frontera entre ambos países.
Pocas oportunidades y reincidencia
Para el abogado Zair Mundaray, consultor jurídico de la embajada del gobierno interino de Juan Guaidó en Colombia ―el reconocido por Duque―, es apenas normal que de una oleada migratoria de tan alta proporción algunas personas resulten vinculadas al crimen.
“La situación de emergencia humanitaria compleja que vive Venezuela hace más vulnerables a los venezolanos y los hace proclives a la instrumentalización del migrante en la comisión del delito. Yo creo que esto será objeto de estudio en los próximos años desde el punto de vista criminológico. Hay personas que pudieran estar exentas de responsabilidad en situaciones normales, pero se han visto consumidos por la situación que viven y por la fuerza de enfrentarse a unas dinámicas criminales que no conocían”, afirma Mundaray.
A esa misma conclusión llega, por ejemplo, el psicólogo Edwin Conde, quien durante 20 años ha asistido a reclusos en Colombia. Su último lugar de trabajo fue la cárcel La Picota, en Bogotá donde, entre otras labores, buscaba atenuar la ansiedad de quienes entraban presos por primera vez.
Para Conde, tras la migración venezolana, el procesado colombiano cambió su rol delincuencial en los delitos comunes: se responsabilizó por la autoría material del crimen e instrumentalizó al ciudadano venezolano para que sea quien “se ensucie las manos”.
“Inicialmente, los venezolanos, por lo general, desean retornar a su país de origen. Aducen que tenían estudios técnicos y profesionales, que tenían una vida normal, pero llegaron a Colombia y terminaron siendo delincuentes por necesidad y no por gusto. Pasados un año o unos meses, hablaba uno con ellos y el discurso lo cambiaban. Decían que se iban para Chile, Argentina o países del cono sur. Habían adquirido unos conocimientos dentro del establecimiento penitenciario y se sentían un poco más empoderados delictivamente”, agrega el psicólogo Conde.
Según el Inpec, los delitos por los que más hay migrantes en la cárcel son el tráfico de estupefacientes, hurto y porte de armas, en ese orden. A corte de marzo de 2022, esas también son las conductas en las que más se reporta reincidencia carcelaria.
Charloth, por su parte, ha tenido que volver a la prostitución. Dice que a su pareja, un colombiano al que conoció en la cárcel y con quien sostiene una relación hace dos años, “se le hace duro entender” que ella ejerza el trabajo sexual. Pero cuando él se ha quedado sin trabajo, ella ha sentido que tiene que volver a hacerlo. “A él no le gusta y obviamente a mí tampoco, pero uno no lo hace por gusto, sino por la necesidad”, cuenta.
Ella quisiera terminar sus estudios y dedicarse a lo que sabe hacer: ser defensora de derechos humanos. “Siempre lo he querido para ver cuál es en realidad la situación que vivimos la población LGBT en las cárceles. Y más siendo migrante”, dice con la mirada hacia arriba, como quien está por hacer una plegaria. Ha recibido acompañamiento de la ONG Caribe Afirmativo para formarse como líder, pero vive con la zozobra de que su proceso judicial aún no se define y, en cualquier momento, podría volver a la cárcel.
La nostalgia de la distancia
En cuatro años, Charloth apenas ha visto a su familia una vez. Recuerda, con precisión, que el 18 de noviembre de 2019, cuando fue trasladada de un centro de detención a la cárcel judicial de Valledupar, estuvo a escasos metros de su madre. “Era un día de visita y, cuando me llegó la hora del traslado, vi en la fila del penal a mi mamá. Pero lo único que pude decirle fue: ‘adiós’. No me dejaron conversar con ella ni unos minutos. Me montaron al camión y ya”.
El abogado Mantilla explicó que la situación irregular de los migrantes también puede impedir que visiten a sus familiares en la cárcel. “Hay unas decisiones de la Corte Constitucional sobre este tema, pero aún así siguen existiendo muchas barreras”, además explicó que “esto, anímicamente, es grave para los migrantes venezolanos porque se desconectan de muchos lazos, derivado de que no los pueden ver en mucho tiempo. Y fomenta, también, algo que todos sabemos que pasa en las cárceles: el tráfico de celulares, porque terminan siendo la única forma de los migrantes de conectarse”.
Sumado a ello, según el psicólogo Conde, la cárcel marca una involución en la personalidad del pospenado. “Tiene la capacidad de destruir el concepto del ser humano, de disminuir las habilidades sociales y luego llega la segunda condena: la sanción social y el veto económico, familiar y laboral”, dice.
Además, esa “segunda condena” es más pesada para el venezolano, porque aparte de las dificultades propias de la migración, tras las rejas no hay otra cosa que necesidades. No tienen arraigo. Y eso, concluye Conde, los hace vulnerables a reincidir y cometer crímenes más violentos: “Dentro de sus necesidades, sobrevivir es lo más importante”.
Cuando Néstor Soler regresó a Caracas hizo el viaje por Cúcuta, por una trocha donde el control migratorio oficial no existe. No les avisó a sus papás, pues quería darles la mejor de las sorpresas para una familia que lo extrañó.
En el camino se encontró con un país sediento de dólares y con los precios de la canasta básica por los cielos. Sin embargo, prefirió protagonizar el nuevo capítulo de su vida al lado de los suyos.
“Fue bastante fuerte regresar, pero lo máximo fue ver esa alegría en mis papás. Ahí es donde te das cuenta de que para valorar la vida hay que pasar por un hospital, una prisión y un cementerio. En el hospital te das cuenta de que no hay nada más valioso que la salud y en la prisión lo grande que es la libertad. Cada pequeña cosa. En la cárcel me trataron como perro. Había ratas por no decir conejos. Ahora trabajo con mi papá, que es mecánico de carros. También laboró en eventos nocturnos de cumpleaños, matrimonios y quince años. Yo le hago cocteles y estoy terminando de armar un carro, a ver si también me meto de Uber”, añadió Soler.
Él tomó la decisión de volver a Venezuela, a pesar de la situación precaria que aún atraviesa su país. Esa opción Charloth todavía no la puede contemplar y para muchos migrantes no está sobre la mesa. Mientras tanto, en Latinoamérica cada día son más los países que imponen visas para frenar la entrada de venezolanos y Colombia, que es el único país que ha tomado una actitud distinta, ha dejado a un lado a los migrantes que cometieron delitos y les impone, de facto, una segunda condena: el destierro o vivir en el filo de la ley.
*Te invitamos a ver el trabajo completo en este enlace: Migrantes y prisioneros del abandono
**Pesquisa Javeriana, El Espectador, Tuu Putchika, la Fundación Acción Interna, el Semillero de Derecho Penitenciario y la Maestría en Periodismo Científico de la Pontificia Universidad Javeriana nos unimos para presentar una radiografía sobre los migrantes, especialmente venezolanos, en las cárceles colombianas. Las paradojas de estos espacios no se limitan al hacinamiento; ser foráneos les plantea dificultades para acceder a la justicia o la salud y a comunicarse con sus familias.
Para conocer más sobre justicia, seguridad y derechos humanos, visite la sección Judicial de El Espectador.
Charloth estuvo recluida en una cárcel de Valledupar entre octubre de 2019 y junio de 2020. Cuando quedó en libertad, Colombia estaba en cuarentena estricta por la covid-19 y ella estaba en un país ajeno, a kilómetros de su natal Maracaibo, Venezuela, así que trabajó en las calles de Medellín. “En tiempos de pandemia me tocó… hacer muchas cosas”, dijo. Pasó saliva y mientras contenía las lágrimas agregó: “Son cosas que… es difícil recordar”.
(Lea aquí la primera entrega: Vivir entre ausencias y barrotes: los migrantes en las cárceles colombianas)
Se hospedó en un hotel, buscó un celular para comunicarse y, cuando vio que sería difícil encontrar un empleo, tomó una decisión: “Seguir el trabajo sexual, de nuevo, ejerciéndolo en la calle, telefónicamente, de cualquier manera, para poder sobrevivir. Lo primero que hice fue buscar estabilidad. Al no ser del país y no tener un apoyo de compañeras o familiares, me tocó salir a la nada a pedir auxilio”, recuerda.
Su historia es la de cientos de migrantes venezolanos que pasan por el sistema penal colombiano y, al salir de prisión, quedan a la deriva porque no consiguen trabajo, no tienen cerca a sus familias y se ven arrinconados, nuevamente, a la informalidad que los llevó al crimen.
(Lea aquí la segunda entrega: Venezolanos en cárceles colombianas, más allá de las cifras)
No tener raíces en Colombia, lo que los jueces llaman “arraigo”, en muchos casos ha sido un obstáculo para que venezolanos que han pasado por el sistema penal accedan a libertad condicional. O ha sido un impulso para que sean enviados a la cárcel mientras son investigados. Charloth quedó en libertad por vencimiento de términos, por eso aún sigue en Colombia, pues debe ir a audiencias y enfrentar un juicio.
Pero no todos tienen el mismo destino. Muchos migrantes no alcanzan ni a celebrar haber recuperado su libertad antes de que los monten a un camión de regreso a su país natal, en una medida de expulsión. Otros regresan por su voluntad, pues al salir de la cárcel, dicen que en nuestro país la tienen más dura que en Venezuela, a pesar de que enfrenta una crisis humanitaria sin precedentes en Suramérica que ha forzado a 1,8 millones de personas, según ACNUR, a refugiarse en Colombia.
Falta de oportunidades
Néstor Eduardo Soler asegura haber sido engañado para viajar como “mula” hasta España. “Vivía un momento de crisis y de desesperación porque en 2018 las dificultades empezaron en Venezuela. Tenía 27 años y me sentía estancado porque trabajaba día, tarde y noche, pero sentía que no surgía”, explicó.
Soler asegura que buscó refugio en una amiga connacional que lo llevó a un colombiano que se aprovechó de su necesidad. Le dijeron que le conseguirían una oportunidad en Europa, pero a cambio recibió una condena de 48 meses que cumplió en la Cárcel La Modelo. A principios de 2021 accedió al beneficio de la libertad condicional e intentó hacer de Colombia su nuevo hogar, pero no tuvo con qué pasar de la supervivencia a la comodidad.
“Intenté buscar trabajo en Bogotá. Normalmente me lo negaban. Me decían que no cuando les enseñaba mi documentación. O en todo caso querían abusar de mí. Me decían: ‘bueno, trabaja aquí, pero yo te pago tanto. De la mañana hasta la noche y no te puedes quejar. Es lo que hay’. Yo soy bartender, trabajo en eventos, pero a raíz de la pandemia había muchos lugares cerrados. Me tocaba entonces en autolavado, lo que saliera para poder subsistir”, agregó.
Y es que sumada a la cruz de la xenofobia, cualquier empleador podía conocer de su condena por tráfico de estupefacientes. Bastaba una consulta con su documento de identidad en la página web de antecedentes. Néstor Soler regresó a Caracas en septiembre de 2021. Dice que no tuvo otra opción.
Algo similar le está ocurriendo a Charloth. “Esta situación no me deja surgir, no me deja salir adelante. Lo he visto como barrera para un empleo. De por sí es muy difícil por ser mujer trans, ahora súmele ser migrante. Desde que salí (de la cárcel), vivo con el miedo de que me vayan a rechazar porque se metan a un sistema y me aparezca este proceso”.
Un arduo camino legal
Una solución a estos desafíos la introdujo el gobierno del presidente Iván Duque a través del Estatuto Temporal de Protección para Migrantes Venezolanos de 2021.
La medida les da a los migrantes que han entrado a Colombia de manera irregular un documento que les permite graduarse de una institución educativa, abrir una cuenta bancaria, afiliarse a seguridad social y ser contratados formalmente. En pocas palabras, les abre la puerta a cualquier trámite para el que necesiten demostrar su identidad. Según el gobierno, más de 700.000 venezolanos han sido regularizados por esta vía.
Ahora bien, una de las condiciones para obtener el estatuto es no tener antecedentes, anotaciones ni procesos administrativos o judiciales en curso. “En teoría, una persona con antecedentes, como sería un migrante pospenado, no podría acceder a los beneficios del estatuto. Esto quiere decir que, muy seguramente, toda persona que cumplió su pena va a ser puesta a disposición de Migración Colombia y será expulsada del territorio nacional”, explicó Carlos Julián Mantilla, abogado asesor en derecho penal del Consultorio Jurídico de la Universidad de Los Andes.
Mantilla ha defendido a venezolanos en procesos penales en Colombia y es crítico sobre la actitud hacia la migración: “Esa expulsión no garantiza bajo ninguna circunstancia que esa persona no vaya a retornar. Nosotros tenemos una frontera porosa por la que todos los días entran migrantes venezolanos”, por el contrario, “como ese migrante con antecedentes no se va a poder regularizar, nunca va a poder conseguir un empleo formal y eso lo lleva a quedar atrapado en los círculos viciosos de la criminalidad. Llámese hurto o microtráfico”.
El Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) reporta que el 83 % de los extranjeros que hay bajo su custodia son de nacionalidad venezolana. Un total de 2.382 personas, en su gran mayoría hombres, que están en prisión (1.475), detención domiciliaria (848) o vigilancia electrónica (59).
Si bien el sistema penal colombiano pretende que los reclusos se formen, se vuelvan productivos y aporten a la sociedad, en el caso de los migrantes esa premisa podría estar quedándose solo en ideales, pues con la imposibilidad de regularizarse quedan condenados a la informalidad.
“Esa pretensión del sistema penal de resocializar, que sabemos que es para los colombianos, se queda en una pretensión aún menos cumplida en los migrantes, derivado de la imposibilidad que tiene el sistema de integrarlos a la vida como pospenados”, comentó Mantilla.
Los migrantes venezolanos huyen, entonces, de una inflación que a finales del 2021 era del 340 % que hace prácticamente imposible conseguir empleo o comprar comida; de un gobierno que ha cooptado todas las ramas del poder y persigue a la oposición. En general, de una crisis humanitaria por donde se le mire. Y por otro lado la desatención en Colombia hacia los que han cometido algún delito o han sido señalados de hacerlo, puede llevarlos a una disyuntiva: volver o reincidir.
El abogado Mantilla lo explica así: “Aunque no se corresponda con las cifras y la evidencia, la gente en Colombia se queja de que los que roban en las calles son los migrantes. Cuando ha sido así, la justicia actúa, pero actúa mal y su intervención inadecuada perpetúa los ciclos de violencia en los que viven estas personas”. Además, “esto termina generando que el Estado no sepa quién está en su territorio”, porque las autoridades, de nuevo, no tienen control sobre los cientos de trochas que se esparcen por los más de dos mil kilómetros de frontera entre ambos países.
Pocas oportunidades y reincidencia
Para el abogado Zair Mundaray, consultor jurídico de la embajada del gobierno interino de Juan Guaidó en Colombia ―el reconocido por Duque―, es apenas normal que de una oleada migratoria de tan alta proporción algunas personas resulten vinculadas al crimen.
“La situación de emergencia humanitaria compleja que vive Venezuela hace más vulnerables a los venezolanos y los hace proclives a la instrumentalización del migrante en la comisión del delito. Yo creo que esto será objeto de estudio en los próximos años desde el punto de vista criminológico. Hay personas que pudieran estar exentas de responsabilidad en situaciones normales, pero se han visto consumidos por la situación que viven y por la fuerza de enfrentarse a unas dinámicas criminales que no conocían”, afirma Mundaray.
A esa misma conclusión llega, por ejemplo, el psicólogo Edwin Conde, quien durante 20 años ha asistido a reclusos en Colombia. Su último lugar de trabajo fue la cárcel La Picota, en Bogotá donde, entre otras labores, buscaba atenuar la ansiedad de quienes entraban presos por primera vez.
Para Conde, tras la migración venezolana, el procesado colombiano cambió su rol delincuencial en los delitos comunes: se responsabilizó por la autoría material del crimen e instrumentalizó al ciudadano venezolano para que sea quien “se ensucie las manos”.
“Inicialmente, los venezolanos, por lo general, desean retornar a su país de origen. Aducen que tenían estudios técnicos y profesionales, que tenían una vida normal, pero llegaron a Colombia y terminaron siendo delincuentes por necesidad y no por gusto. Pasados un año o unos meses, hablaba uno con ellos y el discurso lo cambiaban. Decían que se iban para Chile, Argentina o países del cono sur. Habían adquirido unos conocimientos dentro del establecimiento penitenciario y se sentían un poco más empoderados delictivamente”, agrega el psicólogo Conde.
Según el Inpec, los delitos por los que más hay migrantes en la cárcel son el tráfico de estupefacientes, hurto y porte de armas, en ese orden. A corte de marzo de 2022, esas también son las conductas en las que más se reporta reincidencia carcelaria.
Charloth, por su parte, ha tenido que volver a la prostitución. Dice que a su pareja, un colombiano al que conoció en la cárcel y con quien sostiene una relación hace dos años, “se le hace duro entender” que ella ejerza el trabajo sexual. Pero cuando él se ha quedado sin trabajo, ella ha sentido que tiene que volver a hacerlo. “A él no le gusta y obviamente a mí tampoco, pero uno no lo hace por gusto, sino por la necesidad”, cuenta.
Ella quisiera terminar sus estudios y dedicarse a lo que sabe hacer: ser defensora de derechos humanos. “Siempre lo he querido para ver cuál es en realidad la situación que vivimos la población LGBT en las cárceles. Y más siendo migrante”, dice con la mirada hacia arriba, como quien está por hacer una plegaria. Ha recibido acompañamiento de la ONG Caribe Afirmativo para formarse como líder, pero vive con la zozobra de que su proceso judicial aún no se define y, en cualquier momento, podría volver a la cárcel.
La nostalgia de la distancia
En cuatro años, Charloth apenas ha visto a su familia una vez. Recuerda, con precisión, que el 18 de noviembre de 2019, cuando fue trasladada de un centro de detención a la cárcel judicial de Valledupar, estuvo a escasos metros de su madre. “Era un día de visita y, cuando me llegó la hora del traslado, vi en la fila del penal a mi mamá. Pero lo único que pude decirle fue: ‘adiós’. No me dejaron conversar con ella ni unos minutos. Me montaron al camión y ya”.
El abogado Mantilla explicó que la situación irregular de los migrantes también puede impedir que visiten a sus familiares en la cárcel. “Hay unas decisiones de la Corte Constitucional sobre este tema, pero aún así siguen existiendo muchas barreras”, además explicó que “esto, anímicamente, es grave para los migrantes venezolanos porque se desconectan de muchos lazos, derivado de que no los pueden ver en mucho tiempo. Y fomenta, también, algo que todos sabemos que pasa en las cárceles: el tráfico de celulares, porque terminan siendo la única forma de los migrantes de conectarse”.
Sumado a ello, según el psicólogo Conde, la cárcel marca una involución en la personalidad del pospenado. “Tiene la capacidad de destruir el concepto del ser humano, de disminuir las habilidades sociales y luego llega la segunda condena: la sanción social y el veto económico, familiar y laboral”, dice.
Además, esa “segunda condena” es más pesada para el venezolano, porque aparte de las dificultades propias de la migración, tras las rejas no hay otra cosa que necesidades. No tienen arraigo. Y eso, concluye Conde, los hace vulnerables a reincidir y cometer crímenes más violentos: “Dentro de sus necesidades, sobrevivir es lo más importante”.
Cuando Néstor Soler regresó a Caracas hizo el viaje por Cúcuta, por una trocha donde el control migratorio oficial no existe. No les avisó a sus papás, pues quería darles la mejor de las sorpresas para una familia que lo extrañó.
En el camino se encontró con un país sediento de dólares y con los precios de la canasta básica por los cielos. Sin embargo, prefirió protagonizar el nuevo capítulo de su vida al lado de los suyos.
“Fue bastante fuerte regresar, pero lo máximo fue ver esa alegría en mis papás. Ahí es donde te das cuenta de que para valorar la vida hay que pasar por un hospital, una prisión y un cementerio. En el hospital te das cuenta de que no hay nada más valioso que la salud y en la prisión lo grande que es la libertad. Cada pequeña cosa. En la cárcel me trataron como perro. Había ratas por no decir conejos. Ahora trabajo con mi papá, que es mecánico de carros. También laboró en eventos nocturnos de cumpleaños, matrimonios y quince años. Yo le hago cocteles y estoy terminando de armar un carro, a ver si también me meto de Uber”, añadió Soler.
Él tomó la decisión de volver a Venezuela, a pesar de la situación precaria que aún atraviesa su país. Esa opción Charloth todavía no la puede contemplar y para muchos migrantes no está sobre la mesa. Mientras tanto, en Latinoamérica cada día son más los países que imponen visas para frenar la entrada de venezolanos y Colombia, que es el único país que ha tomado una actitud distinta, ha dejado a un lado a los migrantes que cometieron delitos y les impone, de facto, una segunda condena: el destierro o vivir en el filo de la ley.
*Te invitamos a ver el trabajo completo en este enlace: Migrantes y prisioneros del abandono
**Pesquisa Javeriana, El Espectador, Tuu Putchika, la Fundación Acción Interna, el Semillero de Derecho Penitenciario y la Maestría en Periodismo Científico de la Pontificia Universidad Javeriana nos unimos para presentar una radiografía sobre los migrantes, especialmente venezolanos, en las cárceles colombianas. Las paradojas de estos espacios no se limitan al hacinamiento; ser foráneos les plantea dificultades para acceder a la justicia o la salud y a comunicarse con sus familias.
Para conocer más sobre justicia, seguridad y derechos humanos, visite la sección Judicial de El Espectador.