Las víctimas de reclutamiento de las Farc que hicieron oír su verdad
Cuatro testimonios son una pequeña muestra de las atrocidades a las que fueron sometidos al menos 18.677 menores de edad entre 1971 y 2016 en las filas de las Farc. Esta cifra fue revelada en noviembre por la JEP, en un paso determinante para buscar verdad y justicia en casos que llevan décadas impunes.
Valentina Gutiérrez Restrepo
Cuando una víctima de reclutamiento forzado cuenta su historia, no importa la edad que tenga, la voz que se escucha es la del niño o niña a la que su niñez le fue arrebatada en la selva. Lograr que una víctima hable no es fácil, más cuando vivió, por diversas razones y orígenes, la experiencia intrafilas. Sin embargo, y paradójicamente, la fuerza de ellas para exponer sus casos es lo que ha permitido que este episodio de reclutamiento y violencias sexuales perpetradas por las Farc se visibilice. El pasado noviembre, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) logró un importante avance para el macrocaso 07, en el cual se investiga el reclutamiento y la utilización de niñas y niños en el conflicto armado. Por este y otros crímenes, la Sala de Reconocimiento de Verdad imputó a seis miembros del antiguo Secretariado de la extinta guerrilla.
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Cuando una víctima de reclutamiento forzado cuenta su historia, no importa la edad que tenga, la voz que se escucha es la del niño o niña a la que su niñez le fue arrebatada en la selva. Lograr que una víctima hable no es fácil, más cuando vivió, por diversas razones y orígenes, la experiencia intrafilas. Sin embargo, y paradójicamente, la fuerza de ellas para exponer sus casos es lo que ha permitido que este episodio de reclutamiento y violencias sexuales perpetradas por las Farc se visibilice. El pasado noviembre, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) logró un importante avance para el macrocaso 07, en el cual se investiga el reclutamiento y la utilización de niñas y niños en el conflicto armado. Por este y otros crímenes, la Sala de Reconocimiento de Verdad imputó a seis miembros del antiguo Secretariado de la extinta guerrilla.
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El auto se basó en los testimonios que las víctimas brindaron y da cuenta de las miles de vulneraciones que vivieron al menos 18.677 niños y niñas, entre 1971 y 2016, al interior del grupo armado. De estas cifras, el 28% de estas infancias se encuentran desaparecidas. La historia del reclutamiento de un menor de edad se desarrolla de muchas maneras, pero los impactos en el cuerpo y en la mente es algo que se carga toda la vida. En palabras de Adel González, abogado y representante legal de la Corporación Rosa Blanca, es un crimen que trasciende en el tiempo. Rosa Blanca es la primera organización en Colombia creada por víctimas de reclutamiento forzado de las Farc. Nació en 2018, tras la firma de los Acuerdos de Paz en La Habana y se ha dedicado a visibilizar las violencias basadas en género ocurridas durante el reclutamiento.
Sara, Adrián, María y Nixon cuentan su historia de reclutamiento y reflexionan sobre las distintas causas que los obligaron a ingresar a las Farc. Unos prefirieron cambiar sus nombres, por temor a las represalias, y otros decidieron conservarlo. El valor de estos y otros testimonios para la investigación judicial no solo son históricos, sino que son el comienzo de un proceso para acabar con la impunidad que ha permanecido durante décadas en este capítulo de la guerra en Colombia. Por primera vez, una instancia judicial recogió esas verdades contenidas en relatos desgarradores de reclutamiento y la barbarie de la violencia sexual que la mayoría de las víctimas vivió por años. En homenaje a todas ellas, El Espectador recoge estas cuatro historias.
“Por más que grité, nadie me escuchó, hasta Dios se hizo el sordo”
Una mañana de 1996, Sara salió a la tienda de su barrio por el desayuno. Cuando iba caminando, dos hombres la tomaron de los brazos y la subieron a una camioneta; al interior se encontraban otros niños que, como ella, no entendían lo que estaba por suceder. Ese día fueron llevados a un sótano, y la orden era clara: si lloraban o pedían ayuda, los mataban a ellos, o a sus madres. “Aunque uno sea un niño, al crecer en medio del conflicto, tú sabes desde chiquito que es morir”, recuerda. En la madrugada del día siguiente fueron llevados a un puerto donde río arriba llegaron a un campamento del Bloque Magdalena Medio. “Un niño, con un fusil más grande que él, nos recibe y nos dice: bienvenidos a las Farc”. Sara solo tenía once años, y solo deseaba hacer música y cantar, “pero algo dentro de mí sabía que mis sueños se frustran para siempre”.
Luego de llevar 15 días en las filas, Sara sufrió su primera violación en medio de un campamento improvisado. “Por más que grité nadie me escuchó, hasta Dios se hizo el sordo. O en ese momento tenía la mirada fija en otro lado”, recuerda. Aunque el reglamento de las Farc prohibía cualquier tipo de abuso sexual, estos fueron constantes contra ella y otras compañeras, ejecutados por comandantes y otros compañeros. En sus palabras, “ellos tenían el control y uno como mujer, al final solo era visto como un objeto”. La violencia sexual contra Sara se recrudeció cuando sus compañeros descubrieron que era lesbiana, y los abusos llegaron a ser tomados como correcciones. A los 18 años dio a luz, por vez primera, a una pequeña niña, tras resistirse ferozmente a que le practicaran un aborto dentro de las filas de as Farc en contra de su voluntad.
Dos años después, nació su segundo bebé. Había logrado enviar a ambos al cuidado de su madre. “En ese momento, yo sentí un alivio. Como si algo me llegara a pasar, al menos mi familia tendría una parte de mí para recordarme”, dice. El final de su historia en las Farc llegó un 20 de julio de 2007. Esa noche se encontraba al borde del río lavando uniformes, cuando el entonces comandante de su bloque intentó violarla. No estaba dispuesta a vivir un abuso más, y dando un salto al vacío le disparó. Sabía que sería fusilada por tal acto, y esa noche huyó con el niño que montaba guardia. Después de tres días por el río y disparando a cualquier cosa que se escuchara en la selva, Sara logró llegar al puerto del pueblo del que había sido raptada. “El 20 de julio la gente lo celebra por el país, pero ese día fue mi propia independencia”, declara.
“Me cambiaron un balón por un fusil”
El rumbo de la vida de Adrián cambió cuando su madre decidió llevarlo a estudiar a un pueblo del Sur. Siendo una zona roja dominada por el Frente Primero de las Farc, fue reclutado a los 10 años como miliciano clandestino. Adrián recordaba a los guerrilleros paseándose por el colegio, “ellos eran la ley y todo el mundo obedecía”. Mientras aprendían la ideología, él y otros amigos eran entrenados para disparar un fusil o lanzar una granada. “Todo pasó muy rápido, y ya en el pueblo estaba boleteado porque sabían que era guerrillero”, recuerda Adrián, quien tuvo que huir en el momento en que el Ejército y paramilitares llegaron buscándolo. Las Farc llamaron a todos los bloques al monte, y con 12 años ya era un miliciano activo en los enfrentamientos. Hasta ese momento, en el que el peso de un arma lo acompañaba en el día a día, Adrián no había dimensionado lo que significaba estar en la guerra. “Me cambiaron un balón por un fusil”.
Durango dos años, estuvo sometido a entrenamientos exhaustivos, abrir trochas para que pasaron carros, guardias nocturnas y diurnas. Siempre existía el miedo de no llegar al final del día, de ser capturados por los enemigos, de morir en un combate. “A mí me tocó dormir en trochas, en el piso, en los árboles, con hambre. Vivíamos una muy mala vida”, detalla Adrián. En esos momentos él solo pensaba en su familia y en su hogar, y el temor de que sus familiares creyeran que estaba muerto. Con el tiempo comenzó a sentirse cada vez más triste y aunque la idea de huir era constante, era silenciada por el temor de caer en el intento. “Muchos de mis compañeros murieron por huir, y a otros los desaparecieron”, rememora.
En 2004 los enfrentamientos entre Farc y el Ejército llegó a su punto más álgido, y Adrián entendió que quedarse o huir podía resultar en el mismo destino fatal, y aprovechando una misión que le encomendaron en el pueblo, le pidió a su madre que le comprara un tiquete para escapar a casa de su abuela que estaba en la ciudad. Sin embargo, ya el Ejército lo había identificado como guerrillero, y en septiembre llegaron buscándolo en una camioneta. Adrián relata que cuando los vio creyó que eran paramilitares que venían a matarlo, pero resultaron ser miembros de la Goes de la Policía. Esa noche fue llevado a un batallón y presionado a admitir que perteneció a las Farc. Recuerda que le mentían con que se iba a pudrir en la cárcel, aunque los hogares de paso, por los que transitó durante cuatro años hasta lograr ser mayor de edad, “no fueron tan diferentes a una prisión”. “Conocí a muchos chicos que fueron reclutados por distintos grupos”, los cuales, según Adrián regresaban al monte porque “cuando a uno lo reclutan tan niño, a veces cree que solo sirve para disparar un fusil”.
“La guerrilla se vendió como mi familia. Como si ellos quisieran darme todo lo que no tenía”
Cuando María recuerda su historia de reclutamiento, a veces le parece inevitable pensar en la situación de vulnerabilidad que la desato. Si no se hubiera sentido tan sola, “si mi mamá hubiera estado ahí para mí, o por lo menos alguien a quien le importara”, piensa. Luego de que su madre enviudó, a los 13 años fue enviada a vivir con su madrina a la ciudad. Pronto, María comenzó a trabajar en la empresa de correos de su madrina, y su labor era llevar cheques a los hospitales y estaciones de policía de varios pueblos. Eran viajes de varios días, y pasaba las noches hospedada en diferentes casas. En el tercer viaje, una tarde, un guerrillero llegó a la vivienda donde se encontraba y le entregó una lista y mucho dinero. Le exigía a su regreso que trajera unas radios y linternas, y lo que creyó que sería un favor rápido, se convirtió en el inició de su historia en las Farc.
Cuando regresó de la ciudad, María llevaba en la mochila el correo de cheques y el encargo del miliciano. Llegando al primer pueblo, un retén los detuvo y la obligaron a bajar y quedarse con ellos hasta la mañana siguiente. En esas horas conoció a un comandante del Frente 21, el cual al inicio le pidió como un favor que se volviera su informante, y ante la negativa de María: “Es que ya no le estoy pidiendo el favor, lo hace o lo hace” la amenazó. Durante un año María fue miliciana urbana, y cuando llegaba el momento de hacer sus viajes con el correo, se quedaba en el campamento de las Farc entrenándose militar e ideológicamente. “La guerrilla se vendió como mi familia. Como si ellos quisieran darme todo lo que no tenía”. María pasó de ser una niña, a una adolescente, y luego una adulta en las filas.
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Aunque estuvo en el monte por temporadas, su labor se enfocó desde la ciudad trabajando en la columna del Frente 21. También estuvo en varias relaciones con comandantes, las cuales, recuerda, nunca fueron una opción; e incluso fue obligada a un aborto. “Usted esta noche duerme conmigo”, fueron órdenes que se repitieron por años. En 2005 fue capturada, y tras salir en dos años la guerrilla la volvió a llamar. Luego volvió a ser capturada en 2010. María fue imputada por terrorismo, extorsión y secuestro, “delitos que no cometí. Fui un falso positivo del Estado”. Apeló su posterior condena, y la presidencia solicitó que el Tribunal Superior que llevaba su caso le diera la amnistía por todos los delitos, excepto el de rebelión. Logró recuperar su libertad en 2015, pero estando en prisión desarrolló cáncer. Ante la JEP, María es reconocida como un exintegrante de la Farc, pero su reclutamiento como menor de edad hasta hoy no ha sido acreditado. “Yo he expuesto mi caso, pero hasta que la justicia no reconozca que fui víctima, no tendré ninguna ayuda o reparación por lo que me hicieron”.
“Mijo, la libertad es tan linda. Nunca la vaya a perder”
Nixon soñaba con ser futbolista. Pasaba las tardes jugando en la cancha vestido con pantaloneta como cualquier niño de 13 años que quería divertirse y nadar en el río. Esto cambió cuando fue reclutado en el 2000 como miliciano clandestino por el Frente Primero de las Farc. “Uno veía a chicos con buena ropa y manejando motocicletas y quería lo mismo”, así que durante los primeros tres años se dedicó a informar al grupo de cualquier movimiento al interior del pueblo. En las noches el grupo lo llevaba a él y a otros niños al monte para darles entrenamiento militar, y asimismo los adoctrinaban en la ideología de la organización. En las calles se comenzó a rumorar que Nixon hacía parte de las Farc, y de esa manera sus padres también se enteraron. Le suplicaron que se saliera, pero él sabía que eso no era una opción en las Farc.
Su situación como miliciano clandestino cambió cuando el Ejército entró a su pueblo en 2003. “La noche que se metieron, alrededor se escuchaban como hacían detonar con fusiles las minas que nosotros habíamos colocado para alejarlos”. El Ejército había armado su campamento al lado de la finca de su padre, y todos los días cuando bajaba al colegio se aseguraba de pasar lo más lejos posible de los militares. El riesgo de ser capturado era latente, y cuando llegaron los paramilitares supo que no podía quedarse más tiempo. “Todos sabían que donde llegaba el Ejército, llegaban los paracos. Yo estaba en el aula cuando los vi pasar, y antes de que entraran escapé por una ventana”. Tenía que dejar su pueblo, ¿pero a dónde? Ya estaba cansado de las Farc y no quería volver a las filas.
Se refugió en la casa de una tía materna. Volvió a sentirse como un joven sin preocupaciones pasando los días a la orilla del río. Sin embargo, un comandante de su bloque lo reconoció: “Lo hemos estado buscando por todo lado”, recuerda que le dice, “yo también”, mintió Nixon. Ese día fue regresado al monte, y haciendo guardia una noche a la orilla del río, “lloré como un niño pequeño, recordando las palabras de mi padre: ‘Mijo, la libertad es tan linda. Nunca la vaya a perder’”. Libertad. Eso era algo que Nixon sabía que no tenía en las Farc, y a riesgo de ser fusilado en el intento, huyó. El reencuentro con su familia fue corto, pues ese día tomó un vuelo huyendo de su pueblo natal. Lugar que hasta el día de hoy sabe que no puede regresar por temor a que lo reconozcan y asesinen.
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