El biopolímero que consume sus vidas, pero les permitió ser mujeres
Nunca ha cesado la persecución en su contra ni el rechazo colectivo. Sin opciones de tratamiento hormonal, las mujeres trans en Colombia han apelado a aplicar desde inyecciones de silicona y aceite Johnson hasta aceite de avión o cemento óseo para modificar su cuerpo. Esa práctica clandestina subsiste, representa un dilema irresoluto de salud pública y cobra la vida de muchas personas a quienes el Estado no les permite una transición con dignidad.
Dayana Herrera Valbuena
Guillermo tiene 85 años y hace cuatro décadas fue una de las primeras mujeres trans que ejerció actividades sexuales pagas en Bogotá. En esa época usaba rellenos de trapos en los glúteos y senos para parecer mujer; otras decidieron transformar su cuerpo con cirugías artesanales. Guillermina, como le llamaban, conserva en su memoria los recuerdos del primer bar que permitió que mujeres trans, con el cuerpo modificado a base de silicona líquida e incluso aceite de cocina, ofrecieran servicios sexuales sin miedo a ser rechazadas o maltratadas. Sin embargo, también en Tabaco y Ron, en la carrera 4 con 22, constató como esa práctica artesanal cobró la vida de muchas. Poco a poco se volvió un problema de salud pública en un Estado que aún se niega a su transición con dignidad. Guillermina evoca a las que esos procedimientos ilegales les siguen provocando la muerte.
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Guillermo tiene 85 años y hace cuatro décadas fue una de las primeras mujeres trans que ejerció actividades sexuales pagas en Bogotá. En esa época usaba rellenos de trapos en los glúteos y senos para parecer mujer; otras decidieron transformar su cuerpo con cirugías artesanales. Guillermina, como le llamaban, conserva en su memoria los recuerdos del primer bar que permitió que mujeres trans, con el cuerpo modificado a base de silicona líquida e incluso aceite de cocina, ofrecieran servicios sexuales sin miedo a ser rechazadas o maltratadas. Sin embargo, también en Tabaco y Ron, en la carrera 4 con 22, constató como esa práctica artesanal cobró la vida de muchas. Poco a poco se volvió un problema de salud pública en un Estado que aún se niega a su transición con dignidad. Guillermina evoca a las que esos procedimientos ilegales les siguen provocando la muerte.
No tiene claro quién fue la primera trans colombiana que se inyectó artesanalmente, pero sí recuerda que esas prácticas llegaron de Europa. La violencia sistemática de la fuerza pública hasta 1980, cuando se descriminalizó el homosexualismo, las obligó a huir de Colombia. Desde los años 70 empacaron sus sueños y llegaron a Italia, España y Francia. Una de las primeras en partir fue la madre Lucy, como le decían sus hermanas. Cuando llegó a Roma (Italia), el panorama no era distinto. Prevalecía la prohibición de las actividades sexuales pagas, pero en las afueras de la ciudad, junto a otras trans, Lucy consolidó su espacio con carpas donde brindaba placer sexual a los transeúntes. En Europa, advirtió que las mujeres trans tenían grandes senos y glúteos. Con ese objetivo, ella aceptó su transformación artesanal.
Con una jeringa de 60 milímetros, ocho litros de silicona líquida, unas medias veladas para amarrarse la zona a inyectar y un anestésico local, una europea, en una habitación clandestina de un hotel de “mala muerte”, le puso todo lo que ella quiso. Guillermina y Lucy concuerdan en que la falta de recursos económicos las obligó a modificar sus cuerpos para ganar más dinero ofreciendo actividades sexuales pagas. “Ayer, como ahora, las travestis tenemos la oportunidad de cobrar más dinero si hay voluptuosidad”, explica Lucy. Cambiar su cuerpo le costó 30 euros. En la actualidad hacerlo cuesta entre $600.000 y $1’000.000. El deseo de reafirmar una identidad de género las llevó a una práctica que, entre murmullos e hipocresías, se mantiene desde hace décadas, con el desinterés de las entidades de salud blindadas en la falta de regulación.
“Ya perdí la cuenta de las que han muerto por inyectarse; podrían ser más de 2.000. Son muchas las que han estado en este bar y en estas calles y un día se mueren porque nadie les brindó ayuda o simplemente se quedaron en el procedimiento”, comenta Guillermina. Lleva mucho tiempo escuchándolas y ha visto cómo muchas trans de varias zonas del país ahora llegan a Bogotá, pero en busca de salud para recobrarse de los efectos de los biopolímeros. Una búsqueda en vano. Hasta la morfina que se inyectan para controlar los severos dolores deben conseguirla sin prescripción médica. Los efectos más lesivos se presentan con la desfiguración de su cuerpo como consecuencia de haberse inyectado desde silicona líquida hasta aceite Johnson o de cocina.
Las prácticas empezaron en Europa y les dieron una aceptación transitoria, pero hoy significa cavar a diario su tumba. Son conscientes de que lo que ostentan en sus cuerpos terminará matándolas. Es cruel admitirlo, pero Andrea Correa o Coqueta lo defiende. Según ella, su vida, marcada por la explotación sexual infantil, vio una luz de amor en 1997, en Italia, cuando se inyectó silicona en las piernas. El procedimiento fue tan exitoso que sirvió en Colombia para que otras pudieran reafirmar su identidad femenina. Diez años más tarde, Coqueta siente los efectos del biopolímero en los testículos, con dolores extremos que la obligaron a viajar a Brasil a una intervención de urgencia para salvar su vida. Después de muchos años de trabajo, costear ese procedimiento le quitó la posibilidad de comprar su casa en Colombia.
En efecto, al constatar que la muerte le caminaba a su paso, debió invertir los ahorros de largos años de actividades sexuales pagas en una solución de $35’000.000 que a medias controló los graves efectos de los biopolímeros. Coqueta refuerza la definición de “a medias”, porque tiene que volver al quirófano, solo que ahora ya no tiene el dinero suficiente y su EPS no le autoriza el procedimiento. Lo que le sucede a Coqueta no dista mucho de lo que otras mujeres trans padecen en Colombia. Las calles de los barrios Santa Fe y Mártires, en Bogotá, testifican esa práctica sistemática, prohibida, pero que, según Guillermina, se realiza sin restricciones porque no existen políticas públicas que garanticen los debidos o mínimos tratamientos hormonales para la población trans.
Amparadas por algunos fallos de la Corte Constitucional, son contadas las mujeres trans que han podido acceder a terapias hormonales. Quienes no lo han logrado continúan forzadas al único método para su trabajo: inyectarse sustancias modelantes en el cuerpo. Sin embargo, Lucy, Coqueta y Guillermina saben perfectamente que estos químicos están acabando con sus vidas y las de muchas personas trans. Han visto en lugares clandestinos a mujeres trans sin senos ni glúteos, pero que salen a las calles con el cuerpo que siempre han soñado. Ellas mismas, como lideresas de la actividad en Bogotá, han prohibido la práctica de las operaciones artesanales en el barrio Santa Fe, pero saben que en otros barrios de la capital se sigue promoviendo.
Aunque los efectos en el cuerpo suelen ser tardíos, hay unas, como Lucy y Coqueta, a quienes los malestares les comenzaron después de los diez años. A otras solo fue cuestión de meses e incluso de semanas. En las calles del centro de Bogotá son evidentes los cuerpos deformados por el uso de los biopolímeros. Las mujeres trans que ofrecen actividades sexuales pagas muestran libremente una piel defectuosa. Senos, glúteos y piernas llenas de vasos sanguíneos rotos que provocan los moretones. Espaldas con masas o hundimientos, producto de la migración de las sustancias a otras zonas del cuerpo. Piernas o senos que, en muchas ocasiones, han explotado, y al no contar con una EPS, terminan en heridas infectadas tratadas con remedios caseros.
Aunque se ven a diario, muchas insisten en seguir alterando sus cuerpos con la excusa de que las que tienen afectaciones fue porque no pagaron lo suficiente para que las inyectaran bien. Además, quienes sufren las consecuencias, cuando buscan ayuda, son victimizadas con una premisa: “Ustedes se lo buscaron”. Lucy añade: “Sí, lo buscamos, pero lo tuvimos que hacer porque no teníamos ni tenemos derecho a una salud integral”. A eso se suman el desconocimiento y la ignorancia de lo que podía conllevar ese procedimiento. En su caso particular, en 2021, la piel de sus glúteos se oscureció, producto de la necrosis, y una noche de noviembre esa zona explotó. Cuando la trasladaron al hospital, tuvieron que amputarle los glúteos. Desde 2016 acudió a varios médicos, pero no le brindaron una solución a los problemas que se veían venir.
Mariángel también trabaja en el barrio Santa Fe y, pese a que conoció la historia de Lucy, está dispuesta a operarse artesanalmente. Le faltan $2’000.000 para viajar a Pereira (Risaralda) a ser inyectada por una amiga. La razón es simple: su EPS no le acepta un tratamiento de hormonización. “Sé que han muerto muchas, pero quiero ser una mujer y la EPS no me ayuda”, cuenta. Su dolor radica en que no ha logrado ser una mujer trans porque el sistema de salud le niega esa posibilidad. Ante eso, la silicona es su solución. Conseguir ese tipo de sustancia no es tan complejo: en los almacenes de químicos de la calle 13 la venden al por mayor y al detal sin regulación de la Superintendencia de Industria y Comercio. Cualquier persona puede comprar aceite de avión o silicona líquida.
De alguna manera, las mujeres trans destinan su vida al dolor y a la deformación que genera una sustancia ajena en el cuerpo. Las EPS no tienen siquiera un registro de cuántas trans han muerto por ser víctimas de los biopolímeros. “Las vidas de las mujeres trans no valen nada”, recalcan al unísono Lucy, Coqueta y Guillermina. Las mujeres en la zona dicen que van más de 130 en lo corrido de 2024, pero es difícil asegurarlo. En otras zonas del país el panorama es el mismo, porque cada testimonio concuerda en una práctica que se expande por el territorio nacional sin que las entidades de salud atiendan a una población que durante décadas carga la discriminación y el rechazo social y estatal.
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