El día en que La Modelo se volvió un infierno
Del 21 al 22 de marzo de este año, un motín que se presentó en esta cárcel de Bogotá derivó en la muerte de 24 reclusos, tema que aún es objeto de indagaciones por parte de las autoridades.
Desde los ojos de un preso
Estaba pintando en mi celda esa noche. Todo el mundo en mi patio estaba acostado ya. Mi celda quedaba en el segundo piso. De un momento a otro escuchamos un golpe en la reja del patio, como si le estuvieran pegando puños, y un tipo empezó a gritar: “Libertad, libertad, libertad”. Todos nos levantamos a ver qué era lo que pasaba. Algunos se asomaron y se comenzó a escuchar una bulla desde el patio contiguo. Allá empezaron también a golpear las rejas, como en la versión cárcel de un “cacerolazo”. Entonces eso se replicó en nuestro patio: la gente comenzó a gritar ¡libertad! y a sacudir las rejas, pero era en protesta. No era nada raro.
Los que estaban pegándole a la puerta de nuestro patio de alguna manera se las arreglaron, doblaron la reja, entraron y comenzaron a decir que todo el mundo se estaba volando, que nos escapáramos. “Libertad, vamos a volarnos de La Modelo”, decían. Así la gente del patio empezó a alborotarse, a volverse loca. Golpeaban las rejas de las ventanas para intentar salirse y abrieron las rejas de cada pasillo para bajar al patio. Me quedé en la celda y escuchamos golpes muy duros en la reja que conecta el patio con el pasillo central. Con unas pesas de cemento del gimnasio golpearon los vidrios de las puertas blindadas de las garitas. Hasta que las rompieron y se metieron.
Al tiempo comenzaron a escucharse ruidos similares de que tumbaban otras puertas. Entraron al almacén, al expendio, a la enfermería, y empezaron a saquear. Sacaron de todo: gaseosas, chitos, alcohol antiséptico. Había muchísima gente en los patios para las 10 de la noche y se supone que a esa hora todo el mundo debe estar encerrado. Sacaron el computador y las neveras del almacén para quemarlas, cogieron a golpes el televisor de la biblioteca del primer piso, sacaron las colchonetas, las amontonaron y les prendieron fuego en el pasillo central. Todo estaba tan loco que muchos pensaban que se iban a poder volar.
Empezó también a haber peleas entre internos de pleitos casados. Se cogían a cuchillo. Salieron hartos apuñalados porque estaban saldando deudas viejas o peleándose por las cosas que se robaban del expendio. También hubo peleas porque en todos los patios hay un “pluma”, que es el que manda y pone orden. Había muchos pelados que les guardaban resentimiento a ellos y fueron a darles apenas vieron la oportunidad. (Lea también: Lo que cuentan las necropsias de los 24 muertos del motín en la cárcel La Modelo)
A mí me dijeron: “Camine y nos volamos”. Pero no es mi forma de ser, entonces me quedé arriba. El humo se nos metió de una. Cogimos cobijas mojadas y las colgamos en las rejas para poder respirar. Sonaban las alarmas y la gente comenzó a subirse a los techos. Esas tejas son muy viejas y nadie calculó el peso, entonces a muchos les pasó que, en lo que se subieron, las tejas se partieron y caían al piso, al área de educativas (donde quedan los salones y talleres). Esa parte es una bodega muy alta, de unos seis metros, y los internos que se intentaban subir al techo caían de esas alturas. Por ese momento fue que empezaron a oírse disparos.
Se unieron diferentes grupos: algunos, que éramos pocos, intentábamos proteger los patios para que no creciera el desorden. Y otros, a volarse y a robar lo que pudieran. Escuchábamos ráfagas de fusil y bombas aturdidoras. Desde donde yo estaba veíamos los techos: algunos internos que se subían ahí y del otro lado veíamos solo la mecha que bota un fusil cuando se dispara. Viendo esa situación y pensando que se podría poner más grave, me interné en mi celda con un compañero. Prendimos la radio y a eso de las 11 estaban contando que había un motín bien grande en La Modelo. La noticia, la verdad, fue muy leve, muy suave para lo que estaba pasando.
Lo que cuentan los dragoneantes es que a ellos se les robaron unos fusiles y ya entre fuego y fuego es más parejo. Yo no vi a ningún interno con fusiles. Lo que decían mis compañeros de patio que intentaron volarse es que sí vieron a algunos armados, pero no me consta. Conocía a tres de las 24 personas que murieron esa noche. Uno no sé bien cómo, pero murió. El segundo cayó del techo luego de recibir un disparo en la parte de atrás de la cabeza. Toda la noche vimos su cuerpo ahí tirado, como un muñeco, hasta que hicieron el levantamiento a la mañana siguiente. Y otro, que estaba en mi piso, salió por los talleres hacia la cancha de fútbol y no lo volvimos a ver. Al otro día, cuando nos contaron y ya todo estaba calmado, nos enteramos de que estaba muerto.
Desde los ojos de un guardia
A pesar de que el mundo se detuvo a razón de la pandemia por el COVID-19, la vida continuó sin cambios para muchas personas cuya labor es considerada esencial y no podían quedarse en el resguardo de sus hogares. En ese grupo estamos los funcionarios del cuerpo de custodia y vigilancia de las cárceles, que mirábamos con preocupación las noticias no solo del incremento de contagios, la ocupación de las UCI, los cierres de fronteras y cómo cada día se afirmaba que como especie somos egoístas y desiguales, sino también las esporádicas notas de prensa que para nosotros eran alertas tempranas: fugas masivas en prisiones de Italia, España, Brasil...
En las formaciones y los espacios de descanso el tema era recurrente: ¿qué pasaría si hay una fuga masiva en La Modelo? Además de la zozobra y la incertidumbre al no ver respuestas por parte del alto Gobierno, esta no era una situación que el director o el comandante de vigilancia del establecimiento pudieran resolver. A inicios de marzo, las acciones llegaron y fueron de carácter restrictivo, pero al cerrar los establecimientos de reclusión no se contemplaron las posibles consecuencias y la reacción de la población interna. Al prohibir la entrada de personal visitante se afectó una de las cosas más sagradas para alguien que se encuentra tras las rejas: el contacto con sus seres queridos.
Ese sábado 21 de marzo se recibió el turno de manera habitual. Al no tener visita el flujo de personal en el pasillo central era nulo. El día transcurrió con un silencio enrarecido, era tensionante tanta quietud: no es normal que, cuando conviven alrededor de 5 mil personas y 70 custodios, no se escuche el menor ruido. Aun así, se continuó con la rutina del día. En la noche, después del conteo nocturno y de manera simultánea, los privados de la libertad empezaron a gritar, además de golpear las rejas y puertas. Se pensó que solo sería una manifestación en contra de las medidas tomadas por el Gobierno y que no duraría mucho tiempo. (Le puede interesar: Procuraduría abre investigación a directivas de la cárcel La Modelo por matanza de marzo)
La situación fue escalando de forma vertiginosa, los funcionarios encargados de los pabellones estaban en la entrada de los mismos atentos a las órdenes, cuando empezaron a ver cómo eran derribadas las rejas de los pasillos y la masa de personas avanzaba irrefrenable a tomarse el pasillo central. Uno de los cabos dio la orden para que el personal de custodia y vigilancia se concentrara en la guardia interna y se cerraran las puertas blindadas para contener a los privados de la libertad en las alas norte y sur del establecimiento, a la espera del personal disponible y retomar el control.
Pero los eventos ocurrieron más rápido que la llegada del apoyo. Una vez en el pasillo central, los privados de la libertad forzaron las puertas de las oficinas que funcionan en ese sector para realizar saqueos. Sentía impotencia al ver cómo ese sector estaba en llamas. Al asomarme por la ventanilla solo veía una gruesa capa de humo de las colchonetas que usaron como combustible. Ya habían ingresado a las oficinas de ese sector y avivaron el fuego con la papelería y el mobiliario para impedir el paso de guardias a los patios. Lanzaban contra la puerta de acceso piedras y pedazos de baldosa, haciendo ensordecedor el escenario.
En ese momento las comunicaciones eran confusas. Quien tuviera un radio informaba lo que pasaba en su servicio: “Se treparon al techo de sanidad (la enfermería)”, “rompieron el muro del quinto”, “están por posteriores de talleres”, “tumbaron la guayana del sur”. Eran tantos puntos que no sabíamos a dónde llegar. Para ese instante ya se había usado casi todo el gas lacrimógeno, que además no estaba ayudando a replegar a los manifestantes. Y fue cuando se escuchó por la radio que le estaban prendiendo fuego a las garitas, que estaban tomándose el armamento y se empezaron a escuchar disparos de manera constante.
Una veintena de auxiliares bachilleres, muchachos que no superan los veinte años, intentaron contener los más de doscientos privados de la libertad que llegaron a la entrada del rancho externo (la cocina). Es en ese choque que resulta herido uno de ellos. A muchos se nos hizo un nudo en la garganta al ver cómo lo dejaron: con un trauma craneoencefálico severo, la amputación de uno de sus dedos y múltiples contusiones. Más cuando su pronóstico era reservado por la gravedad de sus heridas.
Para las diez de la noche el motín llevaba dos horas y la situación no parecía aplacarse. Habían conseguido prender fuego al tanque de combustible que tiene la panadería. Los pocos compañeros que llegaron a ese punto estaban temerosos de que llegase a explotar. Esa sensación de estar entre el fuego y un grupo de personas dispuestas a todo con tal de cumplir su objetivo que en ese instante era fugarse, lo llevan a uno a reflexionar si valió la pena escoger esta profesión.
Ya allí sabíamos que el perímetro externo estaba cubierto por los efectivos de la Policía y el Ejército. Nos tocaba a los del pixelado azul retomar el control para permitir que los bomberos sofocaran las llamas y las unidades de criminalística hicieran su trabajo con los cuerpos caídos. (Noticia relacionada: “No se valoran las circunstancias excepcionales” durante motín en La Modelo: Inpec)
No había valorado tanto mi linterna para poder guiarme en esos momentos de oscuridad. Nunca había visto esa cárcel tan oscura como esa noche. Fuimos devolviendo a los privados de la libertad a los pabellones en medio de los escombros para que terminaran de pasar la noche y que con la luz del día se pudiera hacer el conteo general y evaluar los daños ocurridos.
En el sector de plaza de armas la entrada y salida de ambulancias era constante, el personal de sanidad hacia un triage de los pacientes y los entregaba a los paramédicos mientras también se nombraba el personal para su custodia. En un punto no había más unidades de guardia para cumplir con el envío de los internos a los centros asistenciales y se empezó a buscar apoyo de los funcionarios de la sede central, pero seguía siendo insuficiente.
A eso de las tres de la mañana a los que quedamos nos mandaron a descansar para poder recibir más tarde, pero no era posible conciliar el sueño a sabiendas que los ánimos estaban caldeados. Varios compañeros optaron por quedarse en el casino atentos a cualquier novedad mientras salía el sol.
Ya para el 22 pudimos ver el resultado del que se puede considerar el mayor motín en la historia del sistema penitenciario colombiano: 24 personas perdieron la vida, otros tantos resultaron heridos y los que quedaron, con manifestaciones de estrés postraumático. Por más duro que haya sido el entrenamiento, el miedo no se va, persiste. Y también está la más profunda tristeza porque pudimos haber muerto sin despedirnos de nuestros seres amados. En la vida se hacen sacrificios, se entregan cosas para recibir otras a cambio, pero, ¿estar cumpliendo el deber en un motín de tal magnitud valía la pena? ¿Era justo someter a esa angustia a mi familia? Después de estos meses sigo pensando que hay cosas que se pudieron haber evitado para no tener que vivir con esta carga innecesaria.
Desde los ojos de un preso
Estaba pintando en mi celda esa noche. Todo el mundo en mi patio estaba acostado ya. Mi celda quedaba en el segundo piso. De un momento a otro escuchamos un golpe en la reja del patio, como si le estuvieran pegando puños, y un tipo empezó a gritar: “Libertad, libertad, libertad”. Todos nos levantamos a ver qué era lo que pasaba. Algunos se asomaron y se comenzó a escuchar una bulla desde el patio contiguo. Allá empezaron también a golpear las rejas, como en la versión cárcel de un “cacerolazo”. Entonces eso se replicó en nuestro patio: la gente comenzó a gritar ¡libertad! y a sacudir las rejas, pero era en protesta. No era nada raro.
Los que estaban pegándole a la puerta de nuestro patio de alguna manera se las arreglaron, doblaron la reja, entraron y comenzaron a decir que todo el mundo se estaba volando, que nos escapáramos. “Libertad, vamos a volarnos de La Modelo”, decían. Así la gente del patio empezó a alborotarse, a volverse loca. Golpeaban las rejas de las ventanas para intentar salirse y abrieron las rejas de cada pasillo para bajar al patio. Me quedé en la celda y escuchamos golpes muy duros en la reja que conecta el patio con el pasillo central. Con unas pesas de cemento del gimnasio golpearon los vidrios de las puertas blindadas de las garitas. Hasta que las rompieron y se metieron.
Al tiempo comenzaron a escucharse ruidos similares de que tumbaban otras puertas. Entraron al almacén, al expendio, a la enfermería, y empezaron a saquear. Sacaron de todo: gaseosas, chitos, alcohol antiséptico. Había muchísima gente en los patios para las 10 de la noche y se supone que a esa hora todo el mundo debe estar encerrado. Sacaron el computador y las neveras del almacén para quemarlas, cogieron a golpes el televisor de la biblioteca del primer piso, sacaron las colchonetas, las amontonaron y les prendieron fuego en el pasillo central. Todo estaba tan loco que muchos pensaban que se iban a poder volar.
Empezó también a haber peleas entre internos de pleitos casados. Se cogían a cuchillo. Salieron hartos apuñalados porque estaban saldando deudas viejas o peleándose por las cosas que se robaban del expendio. También hubo peleas porque en todos los patios hay un “pluma”, que es el que manda y pone orden. Había muchos pelados que les guardaban resentimiento a ellos y fueron a darles apenas vieron la oportunidad. (Lea también: Lo que cuentan las necropsias de los 24 muertos del motín en la cárcel La Modelo)
A mí me dijeron: “Camine y nos volamos”. Pero no es mi forma de ser, entonces me quedé arriba. El humo se nos metió de una. Cogimos cobijas mojadas y las colgamos en las rejas para poder respirar. Sonaban las alarmas y la gente comenzó a subirse a los techos. Esas tejas son muy viejas y nadie calculó el peso, entonces a muchos les pasó que, en lo que se subieron, las tejas se partieron y caían al piso, al área de educativas (donde quedan los salones y talleres). Esa parte es una bodega muy alta, de unos seis metros, y los internos que se intentaban subir al techo caían de esas alturas. Por ese momento fue que empezaron a oírse disparos.
Se unieron diferentes grupos: algunos, que éramos pocos, intentábamos proteger los patios para que no creciera el desorden. Y otros, a volarse y a robar lo que pudieran. Escuchábamos ráfagas de fusil y bombas aturdidoras. Desde donde yo estaba veíamos los techos: algunos internos que se subían ahí y del otro lado veíamos solo la mecha que bota un fusil cuando se dispara. Viendo esa situación y pensando que se podría poner más grave, me interné en mi celda con un compañero. Prendimos la radio y a eso de las 11 estaban contando que había un motín bien grande en La Modelo. La noticia, la verdad, fue muy leve, muy suave para lo que estaba pasando.
Lo que cuentan los dragoneantes es que a ellos se les robaron unos fusiles y ya entre fuego y fuego es más parejo. Yo no vi a ningún interno con fusiles. Lo que decían mis compañeros de patio que intentaron volarse es que sí vieron a algunos armados, pero no me consta. Conocía a tres de las 24 personas que murieron esa noche. Uno no sé bien cómo, pero murió. El segundo cayó del techo luego de recibir un disparo en la parte de atrás de la cabeza. Toda la noche vimos su cuerpo ahí tirado, como un muñeco, hasta que hicieron el levantamiento a la mañana siguiente. Y otro, que estaba en mi piso, salió por los talleres hacia la cancha de fútbol y no lo volvimos a ver. Al otro día, cuando nos contaron y ya todo estaba calmado, nos enteramos de que estaba muerto.
Desde los ojos de un guardia
A pesar de que el mundo se detuvo a razón de la pandemia por el COVID-19, la vida continuó sin cambios para muchas personas cuya labor es considerada esencial y no podían quedarse en el resguardo de sus hogares. En ese grupo estamos los funcionarios del cuerpo de custodia y vigilancia de las cárceles, que mirábamos con preocupación las noticias no solo del incremento de contagios, la ocupación de las UCI, los cierres de fronteras y cómo cada día se afirmaba que como especie somos egoístas y desiguales, sino también las esporádicas notas de prensa que para nosotros eran alertas tempranas: fugas masivas en prisiones de Italia, España, Brasil...
En las formaciones y los espacios de descanso el tema era recurrente: ¿qué pasaría si hay una fuga masiva en La Modelo? Además de la zozobra y la incertidumbre al no ver respuestas por parte del alto Gobierno, esta no era una situación que el director o el comandante de vigilancia del establecimiento pudieran resolver. A inicios de marzo, las acciones llegaron y fueron de carácter restrictivo, pero al cerrar los establecimientos de reclusión no se contemplaron las posibles consecuencias y la reacción de la población interna. Al prohibir la entrada de personal visitante se afectó una de las cosas más sagradas para alguien que se encuentra tras las rejas: el contacto con sus seres queridos.
Ese sábado 21 de marzo se recibió el turno de manera habitual. Al no tener visita el flujo de personal en el pasillo central era nulo. El día transcurrió con un silencio enrarecido, era tensionante tanta quietud: no es normal que, cuando conviven alrededor de 5 mil personas y 70 custodios, no se escuche el menor ruido. Aun así, se continuó con la rutina del día. En la noche, después del conteo nocturno y de manera simultánea, los privados de la libertad empezaron a gritar, además de golpear las rejas y puertas. Se pensó que solo sería una manifestación en contra de las medidas tomadas por el Gobierno y que no duraría mucho tiempo. (Le puede interesar: Procuraduría abre investigación a directivas de la cárcel La Modelo por matanza de marzo)
La situación fue escalando de forma vertiginosa, los funcionarios encargados de los pabellones estaban en la entrada de los mismos atentos a las órdenes, cuando empezaron a ver cómo eran derribadas las rejas de los pasillos y la masa de personas avanzaba irrefrenable a tomarse el pasillo central. Uno de los cabos dio la orden para que el personal de custodia y vigilancia se concentrara en la guardia interna y se cerraran las puertas blindadas para contener a los privados de la libertad en las alas norte y sur del establecimiento, a la espera del personal disponible y retomar el control.
Pero los eventos ocurrieron más rápido que la llegada del apoyo. Una vez en el pasillo central, los privados de la libertad forzaron las puertas de las oficinas que funcionan en ese sector para realizar saqueos. Sentía impotencia al ver cómo ese sector estaba en llamas. Al asomarme por la ventanilla solo veía una gruesa capa de humo de las colchonetas que usaron como combustible. Ya habían ingresado a las oficinas de ese sector y avivaron el fuego con la papelería y el mobiliario para impedir el paso de guardias a los patios. Lanzaban contra la puerta de acceso piedras y pedazos de baldosa, haciendo ensordecedor el escenario.
En ese momento las comunicaciones eran confusas. Quien tuviera un radio informaba lo que pasaba en su servicio: “Se treparon al techo de sanidad (la enfermería)”, “rompieron el muro del quinto”, “están por posteriores de talleres”, “tumbaron la guayana del sur”. Eran tantos puntos que no sabíamos a dónde llegar. Para ese instante ya se había usado casi todo el gas lacrimógeno, que además no estaba ayudando a replegar a los manifestantes. Y fue cuando se escuchó por la radio que le estaban prendiendo fuego a las garitas, que estaban tomándose el armamento y se empezaron a escuchar disparos de manera constante.
Una veintena de auxiliares bachilleres, muchachos que no superan los veinte años, intentaron contener los más de doscientos privados de la libertad que llegaron a la entrada del rancho externo (la cocina). Es en ese choque que resulta herido uno de ellos. A muchos se nos hizo un nudo en la garganta al ver cómo lo dejaron: con un trauma craneoencefálico severo, la amputación de uno de sus dedos y múltiples contusiones. Más cuando su pronóstico era reservado por la gravedad de sus heridas.
Para las diez de la noche el motín llevaba dos horas y la situación no parecía aplacarse. Habían conseguido prender fuego al tanque de combustible que tiene la panadería. Los pocos compañeros que llegaron a ese punto estaban temerosos de que llegase a explotar. Esa sensación de estar entre el fuego y un grupo de personas dispuestas a todo con tal de cumplir su objetivo que en ese instante era fugarse, lo llevan a uno a reflexionar si valió la pena escoger esta profesión.
Ya allí sabíamos que el perímetro externo estaba cubierto por los efectivos de la Policía y el Ejército. Nos tocaba a los del pixelado azul retomar el control para permitir que los bomberos sofocaran las llamas y las unidades de criminalística hicieran su trabajo con los cuerpos caídos. (Noticia relacionada: “No se valoran las circunstancias excepcionales” durante motín en La Modelo: Inpec)
No había valorado tanto mi linterna para poder guiarme en esos momentos de oscuridad. Nunca había visto esa cárcel tan oscura como esa noche. Fuimos devolviendo a los privados de la libertad a los pabellones en medio de los escombros para que terminaran de pasar la noche y que con la luz del día se pudiera hacer el conteo general y evaluar los daños ocurridos.
En el sector de plaza de armas la entrada y salida de ambulancias era constante, el personal de sanidad hacia un triage de los pacientes y los entregaba a los paramédicos mientras también se nombraba el personal para su custodia. En un punto no había más unidades de guardia para cumplir con el envío de los internos a los centros asistenciales y se empezó a buscar apoyo de los funcionarios de la sede central, pero seguía siendo insuficiente.
A eso de las tres de la mañana a los que quedamos nos mandaron a descansar para poder recibir más tarde, pero no era posible conciliar el sueño a sabiendas que los ánimos estaban caldeados. Varios compañeros optaron por quedarse en el casino atentos a cualquier novedad mientras salía el sol.
Ya para el 22 pudimos ver el resultado del que se puede considerar el mayor motín en la historia del sistema penitenciario colombiano: 24 personas perdieron la vida, otros tantos resultaron heridos y los que quedaron, con manifestaciones de estrés postraumático. Por más duro que haya sido el entrenamiento, el miedo no se va, persiste. Y también está la más profunda tristeza porque pudimos haber muerto sin despedirnos de nuestros seres amados. En la vida se hacen sacrificios, se entregan cosas para recibir otras a cambio, pero, ¿estar cumpliendo el deber en un motín de tal magnitud valía la pena? ¿Era justo someter a esa angustia a mi familia? Después de estos meses sigo pensando que hay cosas que se pudieron haber evitado para no tener que vivir con esta carga innecesaria.