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Bucaramanga era entonces una ciudad que arañaba su crecimiento futuro. No era municipio pequeño ni tampoco una urbe, su población apenas superaba los 400 mil habitantes y por eso era improbable, a la vista de muchos, que la sangría del narcoterrorismo llegara hasta allí. Era improbable, a pesar del año que corría, 1989, acaso el más brutal y doloroso de la historia reciente de Colombia —el año de la masacre de La Rochela, de los magnicidios de José Antequera y Luis Carlos Galán, de las bombas del avión de Avianca, El Espectador y el DAS—.
Las noticias de Vanguardia Liberal, el principal periódico de la ciudad, variaban en víctimas y regiones en julio, en agosto, en septiembre, pero el trasfondo de la barbarie seguía siendo el mismo: “¿Por qué asesinaron a Conrado Gallego?”; “Asesinado el obispo de Arauca”; “No cesa el terrorismo”; “Asesinados dos empleados de El Espectador en Medellín”; “Narcos crean desconcierto en la sociedad”; “Desactivadas dos bombas en Cali”.
(Le puede interesar una nota sobre el aniversario número 25 del atentado)
Era habitual, también, que, en los editoriales escritos por el entonces director, Alejandro Galvis, se leyeran denuncias y señalamientos contra el asedio permanente y feroz del narcotráfico, cuya corrupción permeaba progresivamente a buena parte de la sociedad. El periódico había celebrado en septiembre setenta años desde su fundación con una ceremonia a la que asistió el presidente Virgilio Barco, quien aprovechó para ratificar que su recién iniciada guerra total contra el narcotráfico no cesaría.
Luego de esas declaraciones, las llamadas anónimas a la redacción anunciando “una sorpresa” fueron aumentando. Euclides Ardila, por entonces un joven reportero que se iniciaba en el periodismo, recuerda el ambiente que se vivía por esos días: “Unas semanas antes, en una reunión de la redacción, Alejandro Galvis nos recomendó a todos tener medidas de precaución: usar distintas rutas para llegar al trabajo, no tomar siempre el mismo taxi ni hacer el mismo trayecto”. Era improbable que algo pudiera pasar, aunque cierta tensión, cierto nerviosismo, parecía presagiar algo. Y entonces ocurrió.
Fue el 16 de octubre, poco después de las seis de la mañana. Era un lunes festivo y las calles del centro, todavía cubiertas por el alba, no mostraban su tradicional ruido, su tradicional desorden. Unas pocas personas caminaban hacia sus trabajos y solo algunas rutas de bus operaban: Bucaramanga era una ciudad dormida a esa hora. Al icónico edificio de Vanguardia Liberal, ubicado en la calle 34 entre carreras 13 y 14, no habían llegado demasiadas personas, salvo algunos operarios, y faltaba todavía un poco de tiempo para que la redacción se encendiera con los periodistas de turno.
Pocos minutos después de las seis, un hombre que conducía un Renault amarillo se detuvo frente a la entrada principal del periódico y allí abandonó el vehículo. Entonces unas espesas columnas de humo empezaron a flotar desde las ventanas y desde el baúl. José David Forero, vigilante que a esa hora hacía guardia, corrió hacia la calle, extintor en mano, creyendo que se trataba de un incendio común, con la intención de disipar cualquier incidente. Algunas personas en la entrada del periódico observaban la situación pero poco después se refugiaron adentro temiendo una tragedia colosal.
Pasaron algunos minutos y entonces, justo a las seis y doce, ocurrió. Un estruendo seco se escuchó y todo se cubrió de polvo y de papeles volando y de escombros sin forma desperdigados por toda la calle y de pronto la fachada se desvaneció, quebrada por el coletazo de la onda explosiva, despoblada de ventanas y erizada de vigas torcidas, de vidrios rotos y columnas a punto de venirse abajo.
Las casas vecinas, algunas de ellas rudimentarias, también resultaron afectadas por el ataque: paredes rotas y descascaradas, palos de cañabrava colgando desde los techos y el polvo, siempre el polvo por encima de todo el desastre. No se supo mucho más después del cimbronazo, excepto un detalle que se conoció poco después: que el hombre del Renault amarillo bajó hasta la esquina de la calle 34 con carrera 13, donde lo esperaba un camión marrón y plateado, y huyó sin mayores problemas segundos antes del estallido. Hasta ahora empezaba la tragedia.
La noticia se supo rápidamente por la información que entregaba la radio. Alfonso Pineda, por entonces director local de noticias de Caracol Radio, no solo iba nutriendo de nuevos datos la noticia, sino que también recibió una llamada en la que supuestos miembros de Los Extraditables se adjudicaban el atentado. Pero, por encima de los nombres de los autores, lo importante era cerciorarse de que las víctimas no fueran tantas, de que la destrucción no era tanta.
Esto último, sin embargo, contradecía las esperanzas: el periódico sufrió daños que tardaron meses en repararse y en las fotos de archivo se constata la destrucción de las oficinas principales, de la redacción, de las dependencias comerciales y financieras, de la fachada y de varias columnas que tuvieron que ser demolidas por el impacto. Hasta el momento era difícil saber cuántos muertos o heridos definitivos habían, salvo los pasajeros de un bus que pasaba por la carrera 14 en el momento de la explosión y que sufrieron heridas leves.
Con el estallido todavía fresco, fueron llegando los primeros trabajadores y periodistas, algunos de los cuales se despertaron por el estruendo mismo, y, absortos ante la magnitud de la catástrofe, incrédulos ante semejante destrucción, colaboraron en toda clase de tareas, desde remover escombros y recuperar máquinas de escribir hasta diseñar, aún en medio de la angustia, la edición del día siguiente. Nancy Rodríguez, periodista del periódico, llegó al poco tiempo, cuando la zona apenas estaba siendo acordonada: “Fue terrible encontrar una desolación tan impresionante, todavía había humo en todas partes”. Alejandro Galvis, el director, confirmó la devastación: “Fue totalmente desolador. Mierda —pensé— dos generaciones aquí para quedar en esto”. Setenta años de historia habían quedado sepultados bajo una montaña de escombros.
Con el paso de las horas, todavía con el picor del humo en el aire, se pudo confirmar la magnitud de las cosas. Se identificaron los muertos, que fueron cuatro: José Noé García, quien trabajaba en Vanguardia desde 1952; José David Forero, cuyo cuerpo tardó en aparecer luego del atentado; Rafael Caballero, de apenas 19 años y quien trabajaba como auxiliar de distribución; y un transeúnte. Y, a la par del conteo de los muertos y los heridos, los trabajadores del periódico y los periodistas asumieron la labor de sacar una edición para el día siguiente que demostrara que, a pesar del dolor y de la destrucción, Vanguardia seguía adelante.
Se organizó un consejo de redacción al aire libre, a la vista de los rescatistas y colaboradores, bajo la batuta de Silvia Galvis, quien desde entonces asumió la dirección del periódico. Los terroristas ignoraron que las rotativas no quedaban en la sede principal sino en una sede alterna por la carrera 14, así que era cuestión de poner manos a la obra y salir al día siguiente. “Fue motivador saber que Silvia Galvis llegó y que, junto con Alberto Donadío, asumió la dirección del periódico, porque nos sentíamos muy fuertes. También fue muy emocionante saber que el periódico salía, que se imprimiría un editorial fuerte. El titular fue “Duelo y destrucción”, pero el editorial fue “Aquí estamos”. (…) Si tenemos la herramienta y las manos, difícilmente pueden acallar las ideas. Fue algo extraordinario”, menciona Ardila.
El editorial fue un alegato rotundo por la justicia y una muestra de valentía: “En estos instantes trágicos solo podemos renovar nuestra fe en el porvenir de Colombia, por encima de las angustias que a todos nos afligen, y anhelar que algún día retorne a Colombia la libertad de prensa. Nos han destruido materialmente pero nuestros principios siguen intactos. (…) Nos alienta también la certidumbre de que el terrorismo, venga de donde viniere, y sea cual fuere su precio, jamás ha doblegado los ideales de paz y de concordia”.
La noticia le dio la vuelta al mundo: periódicos como El País de España y el New York Times la registraron y buena parte de los medios nacionales publicaron notas de solidaridad y repudio. Con el paso de los días, mientras los editoriales arreciaban reclamando una justicia que todavía no llega, fueron conociéndose más informaciones. Que fueron dos los terroristas: Carlos Augusto Amaya Jaimes, exteniente de Infantería de la Marina, y Carlos Ríos Carmona, proveniente de Cartago, y quien acompañó a Amaya en la ejecución del atentado.
Que los autores hacían parte de los llamados “comandos especializados” a las órdenes del narcotráfico. Que el carrobomba fue abastecido con cien kilos de dinamita plástica. Que algunas llamadas posteriores advertían sobre falsos atentados al Comandante de la Policía de Santander, Jorge Ernesto Ferrero, y contra las instalaciones de la Universidad Autónoma de Bucaramanga. Todo esto, sin embargo, nunca llevó a conclusión alguna.
Treinta años después, cuando Vanguardia Liberal se acerca a su primer centenario con nueva imagen y bajo la dirección de Diana Saray Giraldo, las preguntas de entonces siguen siendo las mismas: ¿quiénes están detrás del peor atentado terrorista que se ha visto en Bucaramanga? Las respuestas de la justicia han sido difusas y la impunidad sigue siendo absoluta. Una vez más, como hace treinta años, a la celebración por los primeros cien años se le une la conmemoración por un hecho que los bumangueses siguen recordando. Los interrogantes, sin embargo, también parecen haber sido escondidos bajo los escombros de esa mañana.
Por Ánderson Villalba / @anvillalba
