El fantasma de ‘Cadena’
El Espectador recorrió en San Onofre, Sucre, los pasos del sanguinario jefe de las autodefensas. Aún después de estar supuestamente muerto, sigue llenando de terror a los golpeados pobladores.
Laura Ardila Arrieta / Enviada especial
Dicen que en Pajonalito, cerquita de Toluviejo, lo ven pasar envuelto en una sábana blanca. Con mueca de espanto, siempre en silencio, se posa en las esquinas para asustar a los vagabundos. Por las calles de Libertad, cuentan en voz baja que un campesino se lo encontró una madrugada de lluvia. Allá no fue con el manto. Estaba sin camisa y sin zapatos. Tenía la cara triste. Quería un trago. Un policía de Rincón del Mar, nacido en Armenia, tan ajeno a estas tierras, comenta con burla disimulada que habitantes de otros corregimientos remotos de San Onofre le describen con horror la aparición, que también suele vestirse de poncho, machete al cinto y que suelta una carcajada siniestra, aterradora, que hace chillar a los perros.
Afligido o despiadado. Desnudo, bajo un manto, en Palo Alto o en Berrugas. El fantasma es uno solo y todo el mundo en esta región lo conoce. Se llama Rodrigo Antonio Mercado Peluffo. O nada más Cadena, como lo bautizaron en las Autodefensas Unidas de Colombia, nadie sabe por qué.
El hombre del terror en Sucre. Aliado de políticos y narcotraficantes —él mismo un gran narcotraficante—, para matar en una guerra sin tregua por la tierra y otras riquezas. El enemigo número uno de los labriegos sucreños. El que asesinaba con piedras y palos. El que jugaba fútbol con las cabezas de sus víctimas. El dueño y señor, por cerca de una década, en San Onofre, uno de los cinco municipios más extensos del país. El criminal nacionalmente conocido como el comandante del Bloque Héroes de Montes de María, el más sanguinario de los sanguinarios paramilitares, que de legado dejó nada más y nada menos que un poblado cementerio sin lápidas, sin flores y sin cruces.
Un predio extensísimo, de casi tres mil hectáreas, con una hermosa laguna a la entrada, que alguna vez fue reconocido como una de las haciendas más prósperas del departamento: El Palmar, la finca que se robaron los paramilitares para convertirla en un centro de operaciones, en el que convivió Cadena con sus hombres, sus armas y sus muertos entre 1997 y 2004. La casa del fantasma, perversamente cercana a San Onofre —a unos 10 minutos en moto—, hoy convertida en un camposanto del que siguen y siguen saliendo huesos.
Si alguien sabe de esos huesos, y del rastro de la barbarie en El Palmar, esa es Juana Hernández. Sanonofrina, 40 años, piel curtida, hace 26 meses es la encargada de cuidar el terreno que los dueños lograron recuperar en 2005, después de la supuesta muerte de Cadena, quien desapareció misteriosamente en Santa Fe de Ralito, Córdoba, durante los diálogos entre autodefensas y Gobierno.
Su rostro moreno, asoleado, le sale al paso a cualquiera que recorra los cerca de 300 metros que hay de la entrada a la casa principal de la finca. Casi siempre, gente de la Fiscalía que llega para buscar fosas —ya han encontrado 42— o periodistas que aspiran a desenterrar noticias. Muy de vez en cuando, se pasan por allí niños en grupo que van a alcanzar mangos o a perseguir iguanas.
Juana los recibe rodeada de los tres perros, 65 pollos, cinco pavos, 27 gallinas y tres gallos que la acompañan siempre, y que ella procura, sin mucho éxito, mantener en orden con una rama larga y delgada que le sirve igual para abrirse camino entre los matorrales y las ruinas de la hacienda. Sonríe como si nada, brinda espacio al visitante y después se va a seguir rallando el coco, o a lavar los trastos de la cocina. También como si nada.
Como si no padeciera, casi todas las noches, el mismo terror del campesino anónimo de Libertad, de la gente de Pajonalito, de los habitantes de los corregimientos en donde aseguran ver el fantasma de Cadena, ella vive con el fantasma de Cadena. Y con sus muertos.
Una tarde de comienzos de febrero me lo contó. Los rayos del sol de las cinco atravesaban como espadas amarillas los restos de la otrora elegante mansión que habitó el jefe paramilitar —ahora hecha pedazos por la acción del tiempo—, justo enfrente de la casa principal en la que vive Juana con su marido, José Arrieta. Entre las dos construcciones, imponente, un árbol de caucho que fácilmente duplica en altura cualquier otro tronco de los alrededores. Es el árbol de la muerte.
Los medios escritos lo repitieron en su momento hasta el cansancio: ahí, Cadena solía colgar a hombres y mujeres antes de matarlos. “Si estas ramas hablaran”, dice Juana, y en seguida cuenta que a veces lo hacen. Algunas noches, José la despierta para que escuche, pero ella ya está despierta escuchando. Es un llanto. Un lamento. No precisa exactamente qué. Viene del árbol. ¿Cadena? Quién sabe. “Cadena no está muerto”, asegura. Son sus víctimas.
Cuando no son los gemidos, es el ruido del agua que corre en el destartalado baño de la casa de Juana, como cuando alguien se arroja totumadas. O la sombra que se pasea de una habitación a otra mientras ella realiza sus labores domésticas.
Juana me habla con convencimiento y sin miedo. Como si fuera inevitable que en este lugar de muerte, de aspecto siniestro por la abundancia de maleza que, tostada por el sol, está sin cortar, habitaran almas en pena. “Aquí de este hueco sacaron un pelaíto. El otro día, asoleando el arroz, me encontré una cachucha que seguramente era de él... Mira este palito de limón, qué bonito lo tengo. Ahí abajito no más desenterraron a dos muchachas. Mi hijo, que es cristiano, organizó un culto alrededor. El arbolito en seguida volvió a echar limones”.
También alrededor del caucho se realizó hace poco un oficio religioso. Y nada. Los ruidos siguen. Las sombras siguen. La puerta del llamado cuarto de la última lágrima, una mínima construcción, entre las caballerizas y el corral, se sigue abriendo, a pesar de que Juana intenta por todos los medios sellarla.
“Ese man está vivo”
El fantasma de Cadena vive también en Rincón del Mar, un atrasado corregimiento costero de San Onofre, de cinco mil habitantes y calles coloradas sin pavimentar. Rodeado de su habitual séquito de escoltas, el jefe paramilitar solía pasar ahí algunos fines de semana, acompañado de mujeres o políticos amigos.
Al igual que en el resto del municipio de San Onofre, al que Cadena llegó a vivir por su ubicación estratégica —un territorio extenso para esconderse y unas playas tranquilas para traficar droga—, durante mucho tiempo aquí no se habló de otra cosa que no fueran los excesos del mítico comandante.
Don Candelario Romero tiene una hermosa sonrisa de 80 años exactos, una guayabera azul, torpemente remendada en una manga con hilo café, y su propia opinión de lo que sucede con Cadena: “Era chusma, una bestia… Yo conocí a su mamá, María Peluffo, fue vecina mía en San Onofre. Aquí venía en su camioneta y cuando me veía me saludaba ‘uejeee viejito, en qué anda’. Así me decía. Yo estoy seguro de que está vivo. Yo no salgo ya de aquí. Ni pensar cruzarme por El Palmar, buscando que ese desgraciado salga y me mate”.
El viejito, que no ha podido volver a su parcela desde que el único burro que tiene se le enfermó, estuvo presente el día en que Cadena, que se bañaba en la playa, mandó a matar a dos muchachos que reposaban en la arena porque estaban hablando por celular. “El animal pensaba que lo estaban delatando”. Los llevó a El Palmar, de donde nunca jamás salieron. Nadie que era llevado a El Palmar a la fuerza volvía a salir. Así de simple.
El dato me lo confirma un mototaxista que espera clientes en la plaza principal de San Onofre, justo enfrente de la Alcaldía. Se llama Yeison, tiene 30 años y dice que trabajó con los paramilitares transportando gente hacia la siniestra hacienda. El hombre está convencido de que su antiguo jefe está vivo. “Está vivo, ese man está vivo. Párale bolas pa que veas. El fantasma que ve la gente es el hombre vivo”.
Coqui, el vigilante de la bicicleta, también asegura lo mismo. Y Noreidis, la joven de 26 años de Libertad, el poblado al que Cadena y El Oso, su hombre de confianza, solían ir a violar mujeres. En las calles del área urbana del municipio todas las semanas hay un cuento nuevo al respecto. Por estos días se comenta que viajó a Panamá y se hizo cirugía plástica en el rostro.
Cadena por aquí. Cadena por allá. Vivo, muerto. Fantasma. El ser que intentan olvidar las madres, los hermanos, los hijos de los desaparecidos. No sólo en San Onofre. También en Chengue, en El Salado, en Macayepo. En Sucre entero. Y que a pesar de eso, continúa como una marca en la memoria colectiva de todos. Que siga de fantasma, dice don Candelario. Después de todo, los muertos no matan.
Tradición paramilitar en San Onofre
San Onofre de Torobé se levanta imponente cerca de los Montes de María, a una hora de Sincelejo. Tiene 23 corregimientos, 45 caseríos y siete veredas. Sus 47.407 habitantes nunca han contado con los mejores dirigentes, la mayoría de los cuales se han visto involucrados en escándalos que los relacionan con paramilitares. Son famosas, por ejemplo, las fiestas que Rodrigo Mercado Peluffo, Cadena, ofrecía a los habitantes, con la presencia y el aplauso de alcaldes como Jorge Blanco, actualmente encarcelado. La semana pasada la Fiscalía dictó medida de aseguramiento contra el concejal de Sincelejo David González, a quien se le investiga por haber asistido a una pomposa reunión con Cadena.
El mandatario actual de San Onofre se llama Édgar Benito Revollo y es hermano de la ex representante Muriel Benito Revollo, quien pagó condena por paramilitarismo. “Estamos tratando de salir adelante. La seguridad ha mejorado, pero hay denuncias de Águilas Negras”.
Dicen que en Pajonalito, cerquita de Toluviejo, lo ven pasar envuelto en una sábana blanca. Con mueca de espanto, siempre en silencio, se posa en las esquinas para asustar a los vagabundos. Por las calles de Libertad, cuentan en voz baja que un campesino se lo encontró una madrugada de lluvia. Allá no fue con el manto. Estaba sin camisa y sin zapatos. Tenía la cara triste. Quería un trago. Un policía de Rincón del Mar, nacido en Armenia, tan ajeno a estas tierras, comenta con burla disimulada que habitantes de otros corregimientos remotos de San Onofre le describen con horror la aparición, que también suele vestirse de poncho, machete al cinto y que suelta una carcajada siniestra, aterradora, que hace chillar a los perros.
Afligido o despiadado. Desnudo, bajo un manto, en Palo Alto o en Berrugas. El fantasma es uno solo y todo el mundo en esta región lo conoce. Se llama Rodrigo Antonio Mercado Peluffo. O nada más Cadena, como lo bautizaron en las Autodefensas Unidas de Colombia, nadie sabe por qué.
El hombre del terror en Sucre. Aliado de políticos y narcotraficantes —él mismo un gran narcotraficante—, para matar en una guerra sin tregua por la tierra y otras riquezas. El enemigo número uno de los labriegos sucreños. El que asesinaba con piedras y palos. El que jugaba fútbol con las cabezas de sus víctimas. El dueño y señor, por cerca de una década, en San Onofre, uno de los cinco municipios más extensos del país. El criminal nacionalmente conocido como el comandante del Bloque Héroes de Montes de María, el más sanguinario de los sanguinarios paramilitares, que de legado dejó nada más y nada menos que un poblado cementerio sin lápidas, sin flores y sin cruces.
Un predio extensísimo, de casi tres mil hectáreas, con una hermosa laguna a la entrada, que alguna vez fue reconocido como una de las haciendas más prósperas del departamento: El Palmar, la finca que se robaron los paramilitares para convertirla en un centro de operaciones, en el que convivió Cadena con sus hombres, sus armas y sus muertos entre 1997 y 2004. La casa del fantasma, perversamente cercana a San Onofre —a unos 10 minutos en moto—, hoy convertida en un camposanto del que siguen y siguen saliendo huesos.
Si alguien sabe de esos huesos, y del rastro de la barbarie en El Palmar, esa es Juana Hernández. Sanonofrina, 40 años, piel curtida, hace 26 meses es la encargada de cuidar el terreno que los dueños lograron recuperar en 2005, después de la supuesta muerte de Cadena, quien desapareció misteriosamente en Santa Fe de Ralito, Córdoba, durante los diálogos entre autodefensas y Gobierno.
Su rostro moreno, asoleado, le sale al paso a cualquiera que recorra los cerca de 300 metros que hay de la entrada a la casa principal de la finca. Casi siempre, gente de la Fiscalía que llega para buscar fosas —ya han encontrado 42— o periodistas que aspiran a desenterrar noticias. Muy de vez en cuando, se pasan por allí niños en grupo que van a alcanzar mangos o a perseguir iguanas.
Juana los recibe rodeada de los tres perros, 65 pollos, cinco pavos, 27 gallinas y tres gallos que la acompañan siempre, y que ella procura, sin mucho éxito, mantener en orden con una rama larga y delgada que le sirve igual para abrirse camino entre los matorrales y las ruinas de la hacienda. Sonríe como si nada, brinda espacio al visitante y después se va a seguir rallando el coco, o a lavar los trastos de la cocina. También como si nada.
Como si no padeciera, casi todas las noches, el mismo terror del campesino anónimo de Libertad, de la gente de Pajonalito, de los habitantes de los corregimientos en donde aseguran ver el fantasma de Cadena, ella vive con el fantasma de Cadena. Y con sus muertos.
Una tarde de comienzos de febrero me lo contó. Los rayos del sol de las cinco atravesaban como espadas amarillas los restos de la otrora elegante mansión que habitó el jefe paramilitar —ahora hecha pedazos por la acción del tiempo—, justo enfrente de la casa principal en la que vive Juana con su marido, José Arrieta. Entre las dos construcciones, imponente, un árbol de caucho que fácilmente duplica en altura cualquier otro tronco de los alrededores. Es el árbol de la muerte.
Los medios escritos lo repitieron en su momento hasta el cansancio: ahí, Cadena solía colgar a hombres y mujeres antes de matarlos. “Si estas ramas hablaran”, dice Juana, y en seguida cuenta que a veces lo hacen. Algunas noches, José la despierta para que escuche, pero ella ya está despierta escuchando. Es un llanto. Un lamento. No precisa exactamente qué. Viene del árbol. ¿Cadena? Quién sabe. “Cadena no está muerto”, asegura. Son sus víctimas.
Cuando no son los gemidos, es el ruido del agua que corre en el destartalado baño de la casa de Juana, como cuando alguien se arroja totumadas. O la sombra que se pasea de una habitación a otra mientras ella realiza sus labores domésticas.
Juana me habla con convencimiento y sin miedo. Como si fuera inevitable que en este lugar de muerte, de aspecto siniestro por la abundancia de maleza que, tostada por el sol, está sin cortar, habitaran almas en pena. “Aquí de este hueco sacaron un pelaíto. El otro día, asoleando el arroz, me encontré una cachucha que seguramente era de él... Mira este palito de limón, qué bonito lo tengo. Ahí abajito no más desenterraron a dos muchachas. Mi hijo, que es cristiano, organizó un culto alrededor. El arbolito en seguida volvió a echar limones”.
También alrededor del caucho se realizó hace poco un oficio religioso. Y nada. Los ruidos siguen. Las sombras siguen. La puerta del llamado cuarto de la última lágrima, una mínima construcción, entre las caballerizas y el corral, se sigue abriendo, a pesar de que Juana intenta por todos los medios sellarla.
“Ese man está vivo”
El fantasma de Cadena vive también en Rincón del Mar, un atrasado corregimiento costero de San Onofre, de cinco mil habitantes y calles coloradas sin pavimentar. Rodeado de su habitual séquito de escoltas, el jefe paramilitar solía pasar ahí algunos fines de semana, acompañado de mujeres o políticos amigos.
Al igual que en el resto del municipio de San Onofre, al que Cadena llegó a vivir por su ubicación estratégica —un territorio extenso para esconderse y unas playas tranquilas para traficar droga—, durante mucho tiempo aquí no se habló de otra cosa que no fueran los excesos del mítico comandante.
Don Candelario Romero tiene una hermosa sonrisa de 80 años exactos, una guayabera azul, torpemente remendada en una manga con hilo café, y su propia opinión de lo que sucede con Cadena: “Era chusma, una bestia… Yo conocí a su mamá, María Peluffo, fue vecina mía en San Onofre. Aquí venía en su camioneta y cuando me veía me saludaba ‘uejeee viejito, en qué anda’. Así me decía. Yo estoy seguro de que está vivo. Yo no salgo ya de aquí. Ni pensar cruzarme por El Palmar, buscando que ese desgraciado salga y me mate”.
El viejito, que no ha podido volver a su parcela desde que el único burro que tiene se le enfermó, estuvo presente el día en que Cadena, que se bañaba en la playa, mandó a matar a dos muchachos que reposaban en la arena porque estaban hablando por celular. “El animal pensaba que lo estaban delatando”. Los llevó a El Palmar, de donde nunca jamás salieron. Nadie que era llevado a El Palmar a la fuerza volvía a salir. Así de simple.
El dato me lo confirma un mototaxista que espera clientes en la plaza principal de San Onofre, justo enfrente de la Alcaldía. Se llama Yeison, tiene 30 años y dice que trabajó con los paramilitares transportando gente hacia la siniestra hacienda. El hombre está convencido de que su antiguo jefe está vivo. “Está vivo, ese man está vivo. Párale bolas pa que veas. El fantasma que ve la gente es el hombre vivo”.
Coqui, el vigilante de la bicicleta, también asegura lo mismo. Y Noreidis, la joven de 26 años de Libertad, el poblado al que Cadena y El Oso, su hombre de confianza, solían ir a violar mujeres. En las calles del área urbana del municipio todas las semanas hay un cuento nuevo al respecto. Por estos días se comenta que viajó a Panamá y se hizo cirugía plástica en el rostro.
Cadena por aquí. Cadena por allá. Vivo, muerto. Fantasma. El ser que intentan olvidar las madres, los hermanos, los hijos de los desaparecidos. No sólo en San Onofre. También en Chengue, en El Salado, en Macayepo. En Sucre entero. Y que a pesar de eso, continúa como una marca en la memoria colectiva de todos. Que siga de fantasma, dice don Candelario. Después de todo, los muertos no matan.
Tradición paramilitar en San Onofre
San Onofre de Torobé se levanta imponente cerca de los Montes de María, a una hora de Sincelejo. Tiene 23 corregimientos, 45 caseríos y siete veredas. Sus 47.407 habitantes nunca han contado con los mejores dirigentes, la mayoría de los cuales se han visto involucrados en escándalos que los relacionan con paramilitares. Son famosas, por ejemplo, las fiestas que Rodrigo Mercado Peluffo, Cadena, ofrecía a los habitantes, con la presencia y el aplauso de alcaldes como Jorge Blanco, actualmente encarcelado. La semana pasada la Fiscalía dictó medida de aseguramiento contra el concejal de Sincelejo David González, a quien se le investiga por haber asistido a una pomposa reunión con Cadena.
El mandatario actual de San Onofre se llama Édgar Benito Revollo y es hermano de la ex representante Muriel Benito Revollo, quien pagó condena por paramilitarismo. “Estamos tratando de salir adelante. La seguridad ha mejorado, pero hay denuncias de Águilas Negras”.