El patólogo forense que conoce los secretos de la historia de Colombia
Historia de un médico que sabe que los cuerpos hablan y por eso conoce del vilipendio por la vida en Colombia. Como patólogo forense, le tocaron casos que continúan golpeando la conciencia del país como los atentados de los Extraditables, Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro Leongómez y Teófilo Forero.
JORGE CARDONA ALZATE
La muerte no lo intimida. La ha visto tantas veces, que más bien le duele constatar tanto desprecio por la vida cuando la violencia es la causa. Duró casi treinta años como patólogo del Instituto de Medicina Legal, fue dos veces subdirector y ahora investiga en su propio laboratorio. Es el médico santandereano Pedro Morales Martínez, quien en estos tiempos de coronavirus reconoce que le preocupa también que se descuiden otras enfermedades, o que resulte más importante que la alcaldesa de Bogotá haya desconocido una norma de la cuarentena que determinar, por ejemplo, cómo murieron 23 internos en cárcel La Modelo.
(Lea también: “La desaparición, lo peor que le puede pasar a una familia”: directora de Medicina Legal)
“Lo importante sigue siendo lo superficial, y no conmueve ni escandaliza la gravedad de la muerte violenta”, señala desde su casa en Bogotá, pero a renglón seguido refiere que después de Estados Unidos, por todo lo que ha vivido el país, el desempeño de Colombia en antropología y genética forense es superior al de las demás naciones del continente. Con su experiencia, él sí que puede afirmarlo. Sabe que “el cuerpo habla”, que cada órgano cuenta algo. Lo entendió a través de incontables casos entre 1988 y 2016, con la certeza de que muchos de esos diagnósticos hoy pueden ser útiles a la Jurisdicción Especial de Paz (JEP).
Nacido en Málaga (Santander) en 1952, fue el único de seis hermanos que siguió la tradición familiar de la medicina. Su padre la ejerció hasta su deceso con consultorio en casa, pero el legado se remonta hasta uno de sus bisabuelos, que curó heridos en la Guerra de los Mil Días. Estudió bachillerato en Pamplona y luego medicina en la Universidad Nacional hasta 1979. En busca de especialización, encontró en la Universidad de Antioquia y el hospital de San Vicente de Paul los escenarios para entender la anatomía patológica. Hasta ese momento, solo había visto muerto a un campesino asesinado en la provincia de García Rovira.
(Lea también: Fiscalía cita a entrevista al comandante de las FF.MM por escándalo de carpetas secretas)
Aprendió de los maestros César Augusto Giraldo, Constanza Díaz y Mario Robledo, en momentos en que Medellín empezaba a vivir el azote de los violentos. Hasta que le salió opción en Bogotá y en enero de 1988 ingresó al Instituto de Medicina Legal. En adelante, encontrando razones en los cuerpos sin vida como patólogo forense, su relato es el de una nación que avanzó entre magnicidios y masacres. Le tocaron las víctimas de varios carros bomba de Los Extraditables. Las del atentado al DAS, las del Centro 93, las de las mujeres y niños que perdieron la vida en el barrio Quirigua en una antesala del Día de la Madre.
Sin orden cronológico, recaba en su memoria y refiere que le correspondió la necropsia del candidato presidencial Luis Carlos Galán y, en esa misma sangrienta campaña política, la de Carlos Pizarro Leongómez, candidato de la Alianza Democrática M-19. La del dirigente comunista Teófilo Forero, que fue asesinado junto a su esposa y dos acompañantes. La de Manuel Cepeda Vargas, senador de la Unión Patriótica, y la del dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado. Nunca perdió su capacidad de asombro. No ante la rigidez de la muerte, sino ante las señales de vilipendio por la vida.
(Le puede interesar: Marcela Yepes, la poderosa de la Fiscalía de Francisco Barbosa)
En julio de 1999, tres frentes de las Farc y una columna móvil del Bloque Oriental se concentraron en las estribaciones de la cordillera oriental, en la región del Sumapaz, cerca al municipio de Gutiérrez (Cundinamarca), y atacaron a dos batallones de contraguerrilla del Ejército asentados en la vereda El Cedral, a 2.350 metros de altura. Con desventaja posicional y numérica, los militares fueron sometidos. El combate duró más de diez horas y perdieron la vida ocho soldados. 23 se rindieron, algunos de ellos con heridas. Sin asomo humanitario, en represalia por sus bajas, el jefe guerrillero Romaña ordenó ejecutarlos.
Todos recibieron tiros de gracia. “Elaboramos un documento importante. Fue una de las primeras veces que quedaron registradas desde la evidencia las violaciones al Derecho Internacional Humanitario (DIH) y las ejecuciones extrajudiciales. Las armas que se utilizaron, la distancia a la que se hicieron los disparos, la conducta premeditada en esos hechos”, cuenta Pedro Morales, quien también conoció en la regional oriente los pormenores homicidas de otro capítulo de sevicia. El que protagonizaron en Meta y Casanare las autodefensas de Martín Llanos y las del Bloque Centauros de Miguel Arroyave.
Tiempo después, en el informe pericial que se elaboró sobre el examen a los cadáveres de los diputados del Valle, también constató que no hubo asomo de piedad por las víctimas. “Concluimos que en Colombia ya no había campos de batalla sino lugares de los hechos para ejecutar a sangre fría a personas indefensas. Los mataron y listo, como si fueran sicarios en sus crímenes”. Todo eso tiene tanto valor histórico como constatar que, por ejemplo, “en el caso de la muerte de Raúl Reyes, en Ecuador, el cuerpo llegó sin levantamiento de cadáver, con un simple papel de la Policía del Putumayo solicitando una autopsia”.
(Lea también: Fiscalía se retractó y no pidió detención preventiva para el alcalde de Popayán)
“Esa necropsia se hizo de forma minuciosa, pero desde que el cadáver llegó a Medicina Legal sin cumplimiento de los protocolos, era claro el error judicial”, agrega el patólogo Morales. Años después, la Corte Suprema de Justicia echó abajo el proceso conocido como los computadores de Reyes, justamente por anomalías como la anotada, y además porque a todas luces se rompió la cadena de custodia de las pruebas. En el fragor de la guerra, “la muerte violenta se volvió rutina, dejó de escandalizar, la sociedad se hizo insensible y sucedieron todo tipo de situaciones extremas”.
Hoy las recuerda con cierto acento de impotencia o como hechos lamentables, aunque de sus largos años en Medicina Legal y sus dos periodos como subdirector en 2000 y en 2011, prefiere exaltar la construcción de la morgue de Tumaco (Nariño). “Tuve que ir hasta allá e improvisar la autopsia de unos indígenas awás asesinados por el frente 36 de las Farc, y concluí que era necesario revertir ese abandono”. En la actualidad, el edificio público más notable del puerto en el Pacífico es la morgue, adonde infortunadamente siguen llegando muchos muertos por acciones violentas.
Se ha casado tres veces con mujeres que califica como “extraordinarias”, y habla de sus seis hijos con orgullo. Dos son profesores universitarios en Estados Unidos, otro dirige un departamento de historia en Luisiana. Tiene una hija antropóloga médica, otra abogada y la menor es periodista de ONU Mujeres. Su familia es cercana y ya tiene cuatro sobrinos que quieren ser médicos. Como él, por estos días, unos y otros comparten sus reflexiones sobre el coronavirus. La suya es que “todas las epidemias terminan, esta lo hará cuando se agoten las víctimas susceptibles, y luego quedarán acciones sociales permanentes”.
“Así como en el caso del sida, además de tratamientos médicos se aprendió la importancia del uso de preservativos y el síndrome se enfrentó con educación, ahora es claro que el aislamiento social es ineludible y luego se impondrá una cultura permanente del lavado de manos o el uso de tapabocas”, explica Morales. Lo que sí es duro de trasegar es el rigor de las familias que no han podido acompañar a sus madres, hermanos o hijos fallecidos por el coronavirus, o que tuvieron que posponer la fase del encuentro familiar o del abrazo de los amigos para despedir con amor a los ausentes.
(Le puede interesar: Los reproches a la Fiscalía de las denunciantes del pastor Jamocó)
Como le tocó a él hace dos semanas, con el deceso de su madre, a sus 98 años, en Bucaramanga. “No murió por el virus, sufría de diabetes y fue más un desenlace relacionado con el cambio de enfermeras. A principio de semana jugaba parqués y hablaba de todo, pero se deterioró en cinco días”. Además de las dificultades para el servicio médico, tampoco hubo exequias. El tratamiento funerario fue como si se tratara de un caso de COVID-19. “Asistimos a una misa católica por Zoom, pero antes de que se acabara la ceremonia se fue la señal. El velorio los hicimos por el grupo de chat de la familia con un recuento de recuerdos”.
Cuando pase la cuarentena, junto a sus hermanos, el médico Pedro Morales quiere rendirle el digno adiós que todo fallecido merece. Lo hará con el mismo trato misericordioso dado a centenares de cadáveres conocidos o anónimos. Con el respeto que merecen las enfermedades y la muerte en la puerta giratoria de la existencia. Después volverá a su laboratorio Citomap que orienta en la Clínica de Occidente, pues tiene claro que su deber es seguir trabajando en patología forense para determinar las causas de los decesos o apoyar la quirúrgica, que entiende las enfermedades, para salvar muchas vidas.
La muerte no lo intimida. La ha visto tantas veces, que más bien le duele constatar tanto desprecio por la vida cuando la violencia es la causa. Duró casi treinta años como patólogo del Instituto de Medicina Legal, fue dos veces subdirector y ahora investiga en su propio laboratorio. Es el médico santandereano Pedro Morales Martínez, quien en estos tiempos de coronavirus reconoce que le preocupa también que se descuiden otras enfermedades, o que resulte más importante que la alcaldesa de Bogotá haya desconocido una norma de la cuarentena que determinar, por ejemplo, cómo murieron 23 internos en cárcel La Modelo.
(Lea también: “La desaparición, lo peor que le puede pasar a una familia”: directora de Medicina Legal)
“Lo importante sigue siendo lo superficial, y no conmueve ni escandaliza la gravedad de la muerte violenta”, señala desde su casa en Bogotá, pero a renglón seguido refiere que después de Estados Unidos, por todo lo que ha vivido el país, el desempeño de Colombia en antropología y genética forense es superior al de las demás naciones del continente. Con su experiencia, él sí que puede afirmarlo. Sabe que “el cuerpo habla”, que cada órgano cuenta algo. Lo entendió a través de incontables casos entre 1988 y 2016, con la certeza de que muchos de esos diagnósticos hoy pueden ser útiles a la Jurisdicción Especial de Paz (JEP).
Nacido en Málaga (Santander) en 1952, fue el único de seis hermanos que siguió la tradición familiar de la medicina. Su padre la ejerció hasta su deceso con consultorio en casa, pero el legado se remonta hasta uno de sus bisabuelos, que curó heridos en la Guerra de los Mil Días. Estudió bachillerato en Pamplona y luego medicina en la Universidad Nacional hasta 1979. En busca de especialización, encontró en la Universidad de Antioquia y el hospital de San Vicente de Paul los escenarios para entender la anatomía patológica. Hasta ese momento, solo había visto muerto a un campesino asesinado en la provincia de García Rovira.
(Lea también: Fiscalía cita a entrevista al comandante de las FF.MM por escándalo de carpetas secretas)
Aprendió de los maestros César Augusto Giraldo, Constanza Díaz y Mario Robledo, en momentos en que Medellín empezaba a vivir el azote de los violentos. Hasta que le salió opción en Bogotá y en enero de 1988 ingresó al Instituto de Medicina Legal. En adelante, encontrando razones en los cuerpos sin vida como patólogo forense, su relato es el de una nación que avanzó entre magnicidios y masacres. Le tocaron las víctimas de varios carros bomba de Los Extraditables. Las del atentado al DAS, las del Centro 93, las de las mujeres y niños que perdieron la vida en el barrio Quirigua en una antesala del Día de la Madre.
Sin orden cronológico, recaba en su memoria y refiere que le correspondió la necropsia del candidato presidencial Luis Carlos Galán y, en esa misma sangrienta campaña política, la de Carlos Pizarro Leongómez, candidato de la Alianza Democrática M-19. La del dirigente comunista Teófilo Forero, que fue asesinado junto a su esposa y dos acompañantes. La de Manuel Cepeda Vargas, senador de la Unión Patriótica, y la del dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado. Nunca perdió su capacidad de asombro. No ante la rigidez de la muerte, sino ante las señales de vilipendio por la vida.
(Le puede interesar: Marcela Yepes, la poderosa de la Fiscalía de Francisco Barbosa)
En julio de 1999, tres frentes de las Farc y una columna móvil del Bloque Oriental se concentraron en las estribaciones de la cordillera oriental, en la región del Sumapaz, cerca al municipio de Gutiérrez (Cundinamarca), y atacaron a dos batallones de contraguerrilla del Ejército asentados en la vereda El Cedral, a 2.350 metros de altura. Con desventaja posicional y numérica, los militares fueron sometidos. El combate duró más de diez horas y perdieron la vida ocho soldados. 23 se rindieron, algunos de ellos con heridas. Sin asomo humanitario, en represalia por sus bajas, el jefe guerrillero Romaña ordenó ejecutarlos.
Todos recibieron tiros de gracia. “Elaboramos un documento importante. Fue una de las primeras veces que quedaron registradas desde la evidencia las violaciones al Derecho Internacional Humanitario (DIH) y las ejecuciones extrajudiciales. Las armas que se utilizaron, la distancia a la que se hicieron los disparos, la conducta premeditada en esos hechos”, cuenta Pedro Morales, quien también conoció en la regional oriente los pormenores homicidas de otro capítulo de sevicia. El que protagonizaron en Meta y Casanare las autodefensas de Martín Llanos y las del Bloque Centauros de Miguel Arroyave.
Tiempo después, en el informe pericial que se elaboró sobre el examen a los cadáveres de los diputados del Valle, también constató que no hubo asomo de piedad por las víctimas. “Concluimos que en Colombia ya no había campos de batalla sino lugares de los hechos para ejecutar a sangre fría a personas indefensas. Los mataron y listo, como si fueran sicarios en sus crímenes”. Todo eso tiene tanto valor histórico como constatar que, por ejemplo, “en el caso de la muerte de Raúl Reyes, en Ecuador, el cuerpo llegó sin levantamiento de cadáver, con un simple papel de la Policía del Putumayo solicitando una autopsia”.
(Lea también: Fiscalía se retractó y no pidió detención preventiva para el alcalde de Popayán)
“Esa necropsia se hizo de forma minuciosa, pero desde que el cadáver llegó a Medicina Legal sin cumplimiento de los protocolos, era claro el error judicial”, agrega el patólogo Morales. Años después, la Corte Suprema de Justicia echó abajo el proceso conocido como los computadores de Reyes, justamente por anomalías como la anotada, y además porque a todas luces se rompió la cadena de custodia de las pruebas. En el fragor de la guerra, “la muerte violenta se volvió rutina, dejó de escandalizar, la sociedad se hizo insensible y sucedieron todo tipo de situaciones extremas”.
Hoy las recuerda con cierto acento de impotencia o como hechos lamentables, aunque de sus largos años en Medicina Legal y sus dos periodos como subdirector en 2000 y en 2011, prefiere exaltar la construcción de la morgue de Tumaco (Nariño). “Tuve que ir hasta allá e improvisar la autopsia de unos indígenas awás asesinados por el frente 36 de las Farc, y concluí que era necesario revertir ese abandono”. En la actualidad, el edificio público más notable del puerto en el Pacífico es la morgue, adonde infortunadamente siguen llegando muchos muertos por acciones violentas.
Se ha casado tres veces con mujeres que califica como “extraordinarias”, y habla de sus seis hijos con orgullo. Dos son profesores universitarios en Estados Unidos, otro dirige un departamento de historia en Luisiana. Tiene una hija antropóloga médica, otra abogada y la menor es periodista de ONU Mujeres. Su familia es cercana y ya tiene cuatro sobrinos que quieren ser médicos. Como él, por estos días, unos y otros comparten sus reflexiones sobre el coronavirus. La suya es que “todas las epidemias terminan, esta lo hará cuando se agoten las víctimas susceptibles, y luego quedarán acciones sociales permanentes”.
“Así como en el caso del sida, además de tratamientos médicos se aprendió la importancia del uso de preservativos y el síndrome se enfrentó con educación, ahora es claro que el aislamiento social es ineludible y luego se impondrá una cultura permanente del lavado de manos o el uso de tapabocas”, explica Morales. Lo que sí es duro de trasegar es el rigor de las familias que no han podido acompañar a sus madres, hermanos o hijos fallecidos por el coronavirus, o que tuvieron que posponer la fase del encuentro familiar o del abrazo de los amigos para despedir con amor a los ausentes.
(Le puede interesar: Los reproches a la Fiscalía de las denunciantes del pastor Jamocó)
Como le tocó a él hace dos semanas, con el deceso de su madre, a sus 98 años, en Bucaramanga. “No murió por el virus, sufría de diabetes y fue más un desenlace relacionado con el cambio de enfermeras. A principio de semana jugaba parqués y hablaba de todo, pero se deterioró en cinco días”. Además de las dificultades para el servicio médico, tampoco hubo exequias. El tratamiento funerario fue como si se tratara de un caso de COVID-19. “Asistimos a una misa católica por Zoom, pero antes de que se acabara la ceremonia se fue la señal. El velorio los hicimos por el grupo de chat de la familia con un recuento de recuerdos”.
Cuando pase la cuarentena, junto a sus hermanos, el médico Pedro Morales quiere rendirle el digno adiós que todo fallecido merece. Lo hará con el mismo trato misericordioso dado a centenares de cadáveres conocidos o anónimos. Con el respeto que merecen las enfermedades y la muerte en la puerta giratoria de la existencia. Después volverá a su laboratorio Citomap que orienta en la Clínica de Occidente, pues tiene claro que su deber es seguir trabajando en patología forense para determinar las causas de los decesos o apoyar la quirúrgica, que entiende las enfermedades, para salvar muchas vidas.