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En la madrugada del pasado domingo 22 de noviembre, siete personas fueron asesinadas en una finca cafetera del municipio de Betania, en el suroeste antioqueño. Todos eran recolectores de café. Ayer la cifra de muertos ascendió a diez, pues tres víctimas más que habían resultado heridas fallecieron. Se trata de la séptima masacre que se registra en esta subregión de Antioquia en 2020 y en ella confluyeron dos factores que ya habían sido advertidos por la Defensoría del Pueblo en agosto: en primer lugar, un auge del microtráfico, y, sumado a este, una creciente disputa por el control de ese negocio entre los grupos criminales La Oficina y el Clan del Golfo (o Agc).
El ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, se desplazó a Betania en la noche del domingo, acompañado de altos mandos militares y autoridades locales. Allí, tras un consejo de seguridad, atribuyó la masacre al Clan del Golfo y al microtráfico, diciendo incluso que lo ocurrido era una prueba de cómo “el narcotráfico es el primer enemigo de los colombianos”. No obstante, la cartera que dirige Trujillo ya había sido alertada por la Defensoría del alto riesgo que se venía para el suroeste antioqueño cuando llegara la cosecha cafetera, época en la que llegan unas 80 mil personas de todas partes del país -y hasta extranjeros- buscando trabajar recogiendo granos de café.
Todos los años, preparándose para esta época, las autoridades locales, la Fuerza Pública y la Federación de Cafeteros coordinan lo que llaman el “Plan Cosecha”, que este 2020 se concentró en evitar que los recolectores que llegaban inundaran el suroeste de COVID-19. Y, según la Alerta temprana 044 de la Defensoría del Pueblo, que conoció este diario, “de manera simultánea a la puesta en marcha del ‘Plan Cosecha’, las estructuras armadas organizadas en Ciudad Bolívar, Salgar, Andes, Betania, Hispania y Jardín enfilan esfuerzos para garantizar el control de las plazas de narcomenudeo que allí se establecen, que representan un alto valor en las finanzas de las Agc y La Oficina”.
Gloria Alzate, directora de la organización de derechos humanos Conciudadanía, le explicó a este diario el contexto en el que se dio esta masacre: “Lo que aparece más evidente es una disputa territorial por el control del microtráfico. Y es justamente en esta época de cosecha. Pareciera que, ante la llegada de muchos recolectores de todo el país, estos son vistos como posibles clientes de las drogas. Entonces ese es el mercado que se están disputando los actores armados”. Esta mirada coincide con lo alertado por la Defensoría del Pueblo, que explica que suelen instalarse expendios de drogas en el interior de las fincas de mayor extensión o en las veredas donde están.
Estos expendios se vuelven centrales, pues así el grupo que lo controla abarca la mayor cantidad de clientes -entre más grande la finca, más recolectores son contratados y más pueden terminar consumiendo- y bloquean la competencia del actor armado con el que se están disputando. Precisamente la finca La Gabriela, donde ocurrió la masacre de este fin de semana, es la más grande del municipio de Betania, según fuentes institucionales. Ahora bien, según la información que maneja la Defensoría del Pueblo, ni La Oficina ni las Agc tienen cuerpos armados en el suroeste antioqueño, pero sí ejercen un control importante sobre la población.
Según la entidad, lo logran “a partir del establecimiento de pactos con grupos delincuenciales organizados que se encargan de agenciar la violencia, hacer el control estratégico de las zonas y el manejo de las finanzas de estas estructuras a nivel local”. La Oficina, por ejemplo, se estaría aliando con el grupo La Cabaña, que opera en Ciudad Bolívar, y con Sangre Negra, activos en Betania e Hispania, aunque las Agc también estarían buscando llevarse a varios miembros de estos dos combos, así como de otro llamado El Salto, que delinque en Salgar. Las alianzas con estas estructuras les permite maximizar ganancias y no exponerse tanto ante las autoridades.
Luis Fernando Quijano, investigador y director de Análisis Urbano, explica que en los municipios vecinos de Betulia y Urrao, también en el suroeste, pero más cercanos a Chocó que a donde han ocurrido las masacres recientes, sí hay hombres armados de las Agc. Mientras que hacia el oriente, lugares como Venecia y La Pintada, han sido tradicionalmente dominados por miembros de La Oficina desde los tiempos del cartel de Medellín, pues muchos de ellos tienen fincas allí. Ambos grupos están expandiéndose, con lo cual “hay una disputa por el territorio en el suroeste que podría convertirse en un escenario como el del Bajo Cauca (donde se enfrentan Agc y Caparros)”, dice Quijano.
El suroeste antioqueño, agrega Alzate, “es una región con una economía muy próspera, hay presencia institucional, vías de acceso, pero históricamente ha vivido unas situaciones de conflicto complejas que se dificultan aún más porque los actores en el territorio no reconocen que eso ocurre”. Es decir, hay una tendencia a negar la guerra. En esta observación coincide Óscar Yesid Zapata, defensor de derechos humanos y vocero del Proceso Social de Garantías en Antioquia, quien dijo en diálogo con este diario que llevan denunciando esta arremetida por años, pero que “hay una omisión directa a las alertas y una tendencia a invisibilizar la situación”.
El ministro Trujillo anunció desde Betania que enviarán a 90 soldados más a la zona, que crearán un comando de la Policía para el suroeste antioqueño y que coordinarán un censo de los recolectores como parte de un plan de choque para “identificar y judicializar a los jíbaros que se infiltran en las fincas cafeteras”. Sin embargo, a las fuentes que conocen el tejemaneje de la región les suena a más de la misma fórmula que no ha funcionado. “Así no se soluciona el control social que hacen los grupos paramilitares”, dice Zapata. “Ese debería ser apenas un elemento de una solución más integral que permita generar seguridad en el territorio”, explica Alzate.