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*Abogado penalista y docente universitario.
La forma en que se debe solucionar un conflicto criminal siempre ha sido de gran importancia en los conglomerados sociales. ¿Qué hacer frente al que daña al otro? La forma en que una sociedad responde a esta pregunta permite evidenciar cómo se relacionan sus miembros y el grado de civismo y humanismo que poseen. Pensemos en la siguiente escena: cualquiera de nosotros camina por una calle y revisamos nuestros últimos mensajes en el teléfono celular. Cuarenta segundos después, aparece un hombre, con un cuchillo en la mano, quien nos intimida y nos despoja del celular. Ahora, supongamos que el hombre con el cuchillo no ha corrido con buena suerte y varios transeúntes lo capturan luego de perseguirlo por varias cuadras. ¿Qué hacer con el capturado?
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La respuesta dada podría servir como diagnóstico de varios problemas sociales y jurídicos; también podría marcar el rumbo del sistema penitenciario y del sistema procesal penal y sobre todo, de la clase de sociedad que queremos en Colombia. Si la respuesta es “hay que lincharlo”, “hacer justicia por propia mano”, “en pocas horas ya está libre y por eso hay que castigarlo”, demuestra que la confianza en la administración de justicia se ha desquebrajado y que existe un grave deterioro del modelo de Estado que le apuesta a resolver esta clase de problemas de manera racional, protegiendo la dignidad humana y garantizando los derechos tanto del capturado como de la víctima.
Ahora supongamos que la respuesta sea: “llamemos a la policía y que la justicia haga lo suyo; que el hombre del cuchillo vaya a prisión”. ¿Qué haría la justicia colombiana en este caso? Primero, la conducta desplegada por el hombre con el cuchillo, conforme al Código Penal colombiano, se enmarcaría en un hurto calificado (por ejercer violencia contra una persona), cuya pena de prisión es de 8 a 16 años. Como lo pretendido es que el hombre del cuchillo vaya a prisión y pague por el crimen del hurto del celular, debe llevarse a acabo un proceso penal completo, respetando el debido proceso y demás garantías que tiene el procesado. Como se ha elegido esta opción, debemos ser conscientes que, en promedio, en Colombia un proceso penal por hurto, según los estudios realizados por la Corporación Excelencia en la Justicia, puede tardar hasta 1.593 días para que exista una sentencia condenatoria, atendiendo que existe una gran congestión no solo en las fiscalías (despachos que superan los 2.000 investigaciones) sino en los juzgados de conocimiento.
La víctima, además de interponer la denuncia (lo que a veces es una verdadera odisea) debe destinar un tiempo para atender los requerimientos del proceso. Debe asistir a varias audiencias y en la más importante, que es el juicio oral, debe comparecer en la calidad de testigo pues el testimonio de la víctima es un medio de prueba trascendental para poder acreditar los hechos delictivos. Los gastos que debe asumir la víctima varían dependiendo de sus pretensiones. Puede contratar a un abogado de confianza (que con seguridad le costaría más de lo que le valió el celular) para que la represente en todo el proceso o confiar en que la fiscalía le de prioridad a su caso y no termine archivado como el 70% de los casos que salen del sistema. A su vez, se debe tener previstos las expensas de desplazamiento a las audiencias, los permisos laborales que debe solicitar para asistir a estas, entre otros gastos en tiempo y dinero.
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Al final, si la sentencia es condenatoria, la víctima podrá realizar una trámite denominado incidente de reparación integral, donde podrá solicitar el pago de los perjuicios ocasionados por el delito; lo que dependerá de si el condenado tiene capacidad económica para pagarle. Pero esto no debería importar demasiado ya que lo más importante era que el hombre del cuchillo fuera a prisión.
Sin embargo, los mayores gastos económicos no los asume la víctima. Vamos a suponer que después de cuatro largos años, al hombre del cuchillo lo condenan a la pena mínima; esto es, a ocho años de prisión. Como el legislador colombiano prohíbe cualquier clase de subrogado penal para esta clase de delito, debe el condenado ir a prisión. En este caso, debemos tener en cuenta que, según los datos del INPEC a junio de 2021, una persona en un centro carcelario le cuesta al Estado, por año, alrededor de $28.671.000. Por lo cual, si el condenado sólo cumple tres años de prisión por redimir la pena con estudio y trabajo, esto equivale a $86.000.000. A esta cifra se suma el gasto económico que asume la administración de justicia en los cuatro años en promedio que duró el proceso penal (salarios de jueces, fiscales, policía judicial, defensores públicos, etc). Nos costaría alrededor de $100.000.000, enviar a prisión a la persona que hurtó un celular cuyo valor es de $1.000.000, más cuatro años de procedimientos.
Pero, considerando los costos y desgastes anteriores, el lector podría preguntarse: ¿existe una forma más rápida, sencilla y menos costosa en que la víctima pueda recuperar su celular?, ¿existe una opción distinta al problema del crimen del celular? La respuesta es: ¡sí existe! La alternativa es que a la víctima le interese ser reparada y que el sufrimiento en la prisión por parte del victimario pase a un segundo plano o que existan alternativas distintas a la prisión y el procesado acepte su responsabilidad penal sin tener que ser vencido en juicio. Esta opción es propuesta por los anglosajones, quienes desde su pragmatismo han comprendido que, en algunos casos, como el propuesto, es más importante reparar que castigar.
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Los anglosajones, lejos de idealizar la justicia penal o concebir el castigo como el fin del proceso penal, entienden que este debe ser una herramienta de solución del conflicto; son conscientes de que no existe ningún sistema de justicia, por más capacidad económica que tenga, que pueda solucionar a través de una sentencia condenatoria todos los eventos criminales que ingresan al sistema. Ellos, fieles a la realidad, saben que solo el 5% de los casos llegará a juicio y que el restante 95% debe ser solucionado a través de opciones alternas y, lo mejor, saben que varias de estas posibilidades no incluyen la prisión para el victimario. Pero, ahora nos preguntamos, ¿es posible esta opción en Colombia?
La tradición jurídico penal en Colombia y en gran parte de Latinoamérica ha estado influenciada por el modelo inquisitivo, donde a quien comete un delito necesariamente se le debe imponer una pena. Esta visión jurídica que se forjó por la visión del mundo continental europeo mezcla la concepción del pecado con el delito y la pena con penitencia. Para esta visión, quien la hace la paga y la paga sufriendo. Así, creemos que al igual que para expiar el pecado es necesario la penitencia, para quedar limpio del delito y sentir que se hizo justicia son necesarios la pena, el sufrimiento del victimario. Esta visión punitiva fue impuesta en Latinoamérica por la mal denominada conquista española desde 1492, es decir que, desde hace quinientos años, la tradición jurídica colombiana, incluyendo desde luego la penal, se forjó desde los postulados de la cultura continental Europa, adoptándose con ello un modelo con tendencia inquisitiva.
Sin embargo, a partir del siglo XX, en los inicios de los años noventa, se empezó a gestar en América Latina una nueva concepción del proceso penal con tendencia acusatoria y adversarial, propia de la visión anglosajona. La mayoría de los códigos procesales de la región, incluyendo a Colombia con la Ley 906 de 2004, han sufrido reformas generales tendientes a un cambio de paradigma en la orientación del modelo procesal penal. Las razones son diversas: van desde la legítima búsqueda de un modelo mejor, hasta la innegable influencia de países con mayor peso cultural o económico (como los Estados Unidos). Otro de los factores relevantes es el modelo de Estado imperante puesto que, con la Constitución Política de 1991, Colombia estableció el Estado social y democrático de derecho, exigiéndose con ello el respeto y materialización de las garantías judiciales, haciendo compatible entonces su visión constitucional con el modelo acusatorio y de adversarios.
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Con esta nueva visión del proceso penal, se implementaron en Colombia las denominadas salidas alternas como los preacuerdos y el principio de oportunidad, donde se buscaba un modelo más garantista, pero también más eficaz, donde sólo un porcentaje mínimo de casos llegase a juicio para así descongestionar el sistema penal. Pareciera que desde esta concepción el legislador colombiano estableció que en el proceso penal no siempre el fin tiene que ser imponer una pena retributiva, sino que hay fines más importantes como la reparación y, que en todo caso, si se estableciera una condena, la misma no tiene que ser la cárcel.
Ahora volvamos al caso; pese a que con un modelo penal con tendencia acusatorio y adversarial el hurto del celular podría culminar con la reparación (evitando costos mayores, beneficiándose la víctima y la sociedad), en Colombia no es viable aplicar mecanismos de justicia restaurativa, como la conciliación o mediación, en estos casos, toda vez que el delito no es querellable y la pena mínima superaría los cinco años. Tampoco es viable aceptar la responsabilidad penal (allanarse a los cargos) del delito de hurto calificado por parte del procesado, si lo que se quiere es no ir a prisión, porque el artículo 68A del Código Penal prohíbe aplicar subrogados penales (mecanismos alternativos a la prisión al momento de establecer la pena) para el hurto calificado. Así, el proceso penal colombiano solo nos deja una salida para evitar la prisión en estos casos: los denominados preacuerdos por readecuación típica o degradación (hoy en día en vía de extinción en Colombia).
Los preacuerdos son una figura procesal muy sencilla; son negociaciones entre la fiscalía y la defensa, donde el procesado acepta los cargos formulados a cambio de una rebaja de pena. Y, aunque su sencillez no le quita lo problemático, son beneficiosos si se utilizan en armonía con el respeto de derechos y garantías de las partes e intervinientes que interactúan en el proceso penal. Cuando se celebra un preacuerdo, el Estado no tiene que vencer en juicio al procesado para lograr una condena; éste renuncia a un juicio justo motivado por un rebaja de la pena, por un mal menor. Pero en el caso de hurto calificado, si el procesado lo que busca es no ir a prisión, no podría hacer un preacuerdo simple donde lo condenaran por el delito de hurto calificado, pues por expresa prohibición del artículo 68A, no se le puede conceder subrogados penales y debe ir a la cárcel. Por ello, para estos casos el legislador ha previsto que, como parte del preacuerdo, el procesado pueda declararse culpable de un delito relacionado con el imputado o acusado, pero de pena menor.
¿Cómo se hace esto? Eliminando algún cargo o causal de agravación o calificación, o tipificando la conducta de una forma específica con miras a disminuir la pena. Estas dos modalidades de preacuerdos son ficciones jurídicas que el legislador permite realizar de cara a que se materialice la negociación (Art. 350 CPP). Así, en el caso del hurto calificado que hemos planteado, podría el procesado hacer un preacuerdo con la fiscalía aceptando la responsabilidad de un delito relacionado de menor pena, como por ejemplo: un hurto simple. Entonces, si la persona es condenada por hurto simple (atendiendo el preacuerdo realizado) se podría hacer merecedora de subrogados penales como la suspensión de la ejecución de la pena. En palabras sencillas: ¡lo condenan pero no va a prisión! Esto, si cumple con varios requisitos, entre ellos, reparar a la víctima.
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La aplicación de los preacuerdos por degradación o readecuación típica es la forma de solucionar el conflicto penal que evitaría la prisión en casos de hurtos calificados en los que, como hemos visto, el costo de buscar una condena a través de la terminación del proceso penal por medio de un juicio es demasiado alto y, en muchas ocasiones, no conveniente económica, social, ni constitucionalmente. Lastimosamente, el precedente actual de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia no permite que esta clase de preacuerdos tenga efectos de cara a los subrogados penales. Aunque el alto tribunal acepta que esta modalidad de preacuerdo es una ficción para facilitar la negociación entre las partes, no permite condenar por un delito distinto al imputado o acusado, por lo que este tipo de preacuerdo solo se da para rebajar la cantidad de la pena. En otras palabras, si en el caso del hurto del celular se realiza un preacuerdo por degradación, donde se degrada el hurto calificado a hurto simple, la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia ha establecido que se debe condenar por el delito de hurto calificado pero imponerse la pena del hurto simple; como se condena por hurto calificado, así se imponga la pena del hurto simple, no es viable aplicar ninguno de los subrogados penales por expresa prohibición del ya mencionado artículo 68A, por lo cual, así se imponga la pena mínima del hurto simple (treinta y dos meses), el del cuchillo tiene que ir a prisión porque la condena es por el delito de hurto calificado.
Esta postura, que va en desmedro de opciones alternas a la prisión y que desdibuja la disposición normativa que sí lo permite, obstaculiza la única salida jurídica viable que valientemente algunos jueces y fiscales siguen buscando, apartándose del precedente para evitar que una persona que comete un hurto calificado termine en la cárcel. Paradójicamente los preacuerdos que han sido criticados fundadamente por parte de la doctrina por ser una herramienta utilizada para generar encarcelamientos masivos, en Colombia, un país en que se privilegia la cárcel como única opción, podrían ser una gran herramienta para evitar la prisión frente a delitos como el hurto calificado, lo que contribuiría a reducir el hacinamiento carcelario (recuérdese que este es el segundo delito por el que más personas están privadas de libertad en las cárceles). Por último, vale la pena preguntarnos: ¿si un preso en Colombia cuesta $28.671.000 por año, dicho dinero no sería mas fructífero si se invirtiera en políticas publicas que ataquen de raíz la problemática social?