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En La Escombrera sí están nuestros desaparecidos

Aunque el hallazgo de restos humanos en la Comuna 13 de Medellín confirma lo que gritamos durante 22 años, también revive la angustia y el anhelo de justicia por nuestros desaparecidos.

Juan Diego Mejía Gómez
22 de diciembre de 2024 - 02:00 p. m.
Los hermanos Juan Diego, Hermey y Malory Mejía Gómez. Crédito.
Los hermanos Juan Diego, Hermey y Malory Mejía Gómez. Crédito.
Foto: Archivo familiar
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En la mañana del miércoles 18 de diciembre, luego de estar 22 años buscando a nuestros desaparecidos de la Comuna 13, fueron halladas las primeras estructuras óseas humanas en La Escombrera. Fueron 22 años alzando nuestra voz, convirtiendo un susurro individual en un grito colectivo, reafirmando que La Escombrera es una fosa común y exigiendo garantías en el cumplimiento de nuestro derecho a la búsqueda; 22 años en los que realizamos decenas de plantones, vigilias, misas y movilizaciones; en los que participamos e intervinimos en audiencias y reuniones con instituciones locales, nacionales e internacionales; en los que enfrentamos al negacionismo que nos retaba preguntando: “¿Para qué insisten si allá no hay nada?”. También, 22 años en los que muchas de las madres buscadoras murieron sin saber nada de sus hijos, esposos, hermanos y sobrinos.

El 26 de julio de 2024 comenzó la más reciente prospección en La Escombrera, un sector ubicado en el centro-occidente de Medellín, en los límites entre la Comuna 13 y el corregimiento de San Cristóbal. Hasta hoy van casi 40 mil metros cúbicos de suelo removidos. En este lugar se encuentra una cantera operada actualmente por la empresa Construcciones El Cóndor S.A., dedicada a la extracción de materiales, que durante años también funcionó como depósito de desechos de demoliciones realizadas en el Área Metropolitana. Desde 2002, quienes buscamos a nuestros desaparecidos hemos denunciado que, en medio de esta cantera, específicamente en la zona destinada a los desechos de las construcciones, fueron inhumados los cuerpos de las víctimas de la Operación Orión.

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Antes de esta, ya se habían realizado múltiples intervenciones con fines técnicos o forenses. Cada paso nos ayudó a avanzar: entendimos cómo estaban compuestos los suelos, instalamos equipos para monitorear la ladera, descartamos lugares de posible inhumación. Sabíamos que no era tiempo ni trabajo perdido remover la montaña y no tener hallazgos: era un lugar menos donde buscar.

El miércoles no revisé el celular en toda la mañana. Ese 18 de diciembre se cumplían 22 años de la desaparición de mi hermano Hermey Mejía Gómez. Decidí pasar el día lejos de la Comuna 13. Cuando miré el celular en la tarde tenía decenas de llamadas perdidas: de mi mamá, de mi hermana y de varias compañeras del colectivo Mujeres Caminando por la Verdad (MCV), una organización conformada principalmente por mujeres mayores que han sido víctimas de diferentes crímenes en el contexto del conflicto colombiano, quienes se dedican a la defensa de los derechos humanos y, en especial, a la búsqueda de sus familiares desaparecidos. Una de ellas me había escrito: “Juan, tu mamá quiere hablar con vos. Hallamos restos óseos humanos en la excavación”.

(En contexto: Encuentran primeros restos humanos en La Escombrera de la Comuna 13 en Medellín)

Quedé paralizado. Miércoles 18 de diciembre de 2002. Miércoles 18 de diciembre de 2024. La misma fecha, el mismo día. En ese entonces yo tenía siete años, ahora tengo veintinueve. En todo este tiempo nunca dejé de imaginar ese momento, cuando llegara la noticia de que por fin les habíamos encontrado. Me comuniqué con la abogada Adriana Arboleda, directora de la Corporación Jurídica Libertad (organización que acompaña a MCV), y ella me lo confirmó. Me contó que en la mañana habían encontrado unas osamentas, que al parecer se trataba de dos cuerpos, y que estaba dando aviso a todas las personas del colectivo para que, quienes quisieran, subieran a La Escombrera a presenciar y hacer veeduría del proceso.

Les encontramos, me repetía. Dos personas. Dos de los cerca de 500 desaparecidos que han sido reportados hasta la fecha para el caso de la Comuna 13. Esos dos eran la certeza de que en La Escombrera sí había cuerpos. Sentí felicidad, pues el momento soñado se hizo realidad y lo estábamos viviendo. Sentí tristeza, porque la incertidumbre de la desaparición forzada tomó la forma cadavérica de la muerte. Y me pregunté —aunque de manera prematura, porque la identificación de los restos tarda meses, hasta años— cuáles serían sus nombres. ¿Será el hijo de alguna compañera? ¿Será mi hermano?

***

En 2002 Hermey tenía 22 años. Era mi hermano mayor. Tenía los ojos verdes y los vellos de los brazos monos. No recuerdo el tono de su voz ni su estatura. Yo era un niño y lo veía gigante. Él estudiaba una técnica en reparación y mantenimiento de sistemas en el centro de Medellín. Todos los días cogía un bus a las once de la mañana en la terminal que estaba a una cuadra de mi casa. Ese año, después de la operación Orión, comencé a acompañarlo por orden de mi mamá. Según ella, no le iba a pasar nada si estaba con un niño. Luego de que arrancaba el bus, yo me devolvía corriendo. Ya habían llegado rumores de que se estaban llevando o robando a la gente en el barrio.

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Mi hermano tenía un hijo recién nacido. Tenía la ilusión de concluir sus estudios para darle una mejor vida a él y a nosotros. Mi hermano me llevaba con él a todas partes. Los domingos subíamos con sus amigos a jugar fútbol a la montaña aledaña a La Escombrera y hacíamos arroz con leche. Como reunirse en la calle era peligroso, mi hermano se encontraba con sus amigos en el cementerio de La América. En la parte de atrás había un árbol cuyas ramas daban a la plancha de las bóvedas, desde donde podía verse Medellín. Yo me sujetaba como un pequeño jinete al cuello de Hermey y él me pasaba cargado por el árbol.

Allí pasamos tardes enteras viendo atardeceres y noches sobre la ciudad. Yo veía a mi hermano hablar, reírse y cantar con sus amigos, mientras yo me quedaba callado y sentado a su lado. Tal vez sean los recuerdos más felices que tengo de mi vida. A Hermey le gustaba la salsa brava, y en esos encuentros la ponía en su radio de pilas a todo volumen. Alguna vez, mientras sonaba “La cuna blanca” de Rapphy Levitt y la Orquesta La Selecta, me dijo: “Dieguito, si me matan, me pone esta canción cuando me vayan a enterrar”.

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Hermey me llevaba hasta el colegio en una moto Kawasaki amarilla que le prestaba un amigo. Yo viajaba en el tanque agarrándome de los retrovisores. En mi espalda sentía su cuerpo que me sostenía y protegía. En las noches, jugábamos a la pelota en el patio de la casa o veíamos Súper Campeones —o la película que estuvieran pasando— en un viejo televisor con imagen a blanco y negro que tardaba media hora en encender. Hermey dibujaba viñetas cómicas y graffitis a lápiz en los cuadernos. También pintaba paisajes con óleo sobre vidrios, que durante un tiempo vendió en el centro de la ciudad.

El miércoles 18 de diciembre de 2002, a las ocho de la noche, escuchamos el silbido del que era el mejor amigo de mi hermano. Cuando nos asomamos, lo vimos llegar acompañado por dos paramilitares del Bloque Cacique Nutibara. Esos paramilitares obligaron a Hermey a irse con ellos para que les confirmara una información. Mi mamá le dijo a Hermey que no se fuera, pero él tampoco tenía otra opción. Intentó tranquilizarla diciéndole que ya regresaba, que el que nada debe nada teme. Todavía recuerdo la ropa que tenía puesta cuando salió por la puerta: una camisa azul manga corta, un jean, por debajo una pantaloneta Adidas de color verde olivo, y unos tenis Nike blancos.

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Hermey no volvió esa noche, ni los días siguientes. Mi mamá y mi papá, en medio de una gran angustia, salían a caminar con una foto de mi hermano, preguntándole a los vecinos y a cualquiera que se les atravesara en el camino si lo habían visto, y contactándose con otras familias que estaban pasando por la misma situación. Para ese momento en El Salado, nuestro barrio, había un estricto control paramilitar por parte del Bloque Cacique Nutibara. Un hombre que decía ser parte de ese grupo abordó a mi mamá diciéndole que ellos tenían a Hermey, y que si reuníamos un buen número de firmas de los habitantes del barrio que dieran fe de que él era buena persona, lo liberarían.

De uno de los cuadernos de mi hermano, mi mamá sacó una hoja cuadriculada y empezó a pedir las firmas. Al finalizar la tarde, a la hoja no le cabía un nombre más. Pero luego de entregársela al hombre no pasó nada. Hermey no apareció. Todos hablaban de los posibles paraderos, no solo de él, sino de todos los que estaban desaparecidos. Que los estaban llevando al occidente de Antioquia. Que estaban en el monte. Que los paramilitares los habían reclutado. Que los liberarían pasadas las festividades navideñas.

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La única certeza que teníamos era que a mi hermano lo habían llevado por la tienda de Edgar*, porque al día siguiente el tendero nos contó que lo había visto pasar escoltado por tres hombres y una mujer en dirección al sector Seis, en la parte alta de El Salado. Es muy probable que lo hubieran llevado por unas escaleras empinadas y larguísimas que conducían a La Escombrera. Esas escaleras, que pronto comenzaron a ser conocidas por los vecinos como “las escaleras de la muerte”, marcaban un camino sin retorno para quienes eran conducidos por los paramilitares.

Nos estábamos enfrentando a algo más terrorífico que la muerte: la desaparición forzada. Por esa época hubo muchos asesinatos, y con ellos, todo el rito funerario. Los velorios se hacían en las salas de las casas durante toda la noche. Al día siguiente, el ataúd era cargado por cuatro personas y se caminaba en multitud, desde los estrechos callejones o las empinadas calles de la comuna, hasta el cementerio de La América. El féretro era puesto en una bóveda y sellado con una lápida de cemento, en la cual se escribía el nombre y la fecha del homicidio. La gente lloraba y le ponía al muerto flores, música, botellitas de licor, camándulas y santos para que lo acompañaran en su viaje al otro lado.

Días después, yo esperaba que en cualquier momento trajeran el cuerpo de mi hermano en un ataúd. Finalmente, era a lo que estaba acostumbrado. Pero Hermey no volvió. No tuvimos un cuerpo para velar, ni una tumba para visitar cada domingo. Hemos cargado durante 22 años con la angustia de no saber qué pasó, de extrañarlo a cada momento, de sentir una impotencia que no tiene nombre en el pecho, de querer gritar sin descanso Hermey, dónde estás.

El no tener un cuerpo no solo significa un duelo suspendido, también es no tener evidencias del hecho. La desaparición forzada es un crimen que tiene permanencia en el tiempo. Mientras el cuerpo no aparezca y sea identificado plenamente, el crimen se perpetúa cada día, y con ello, la imposibilidad de discernir lo que ocurrió. Sin cuerpo no hay verdad ni reparación.

Mi madre, en medio de la búsqueda de mi hermano, se unió al colectivo Mujeres Caminando por la Verdad. Así, nos fuimos vinculando a otras organizaciones defensoras de derechos humanos, que exigen garantías para la verdad, la justicia y la no repetición. En ese camino hemos conocido a cientos de familiares en Colombia y América Latina que, como nosotros, buscan a sus desaparecidos. Aprendimos sus símbolos y los hicimos nuestros: el pañuelo blanco, la silueta humana, la fotografía del familiar colgada en el pecho y la firme, insistente y tenaz consigna: “POR NUESTROS MUERTOS Y DESAPARECIDOS, NI UN MINUTO DE SILENCIO. TODA UNA VIDA DE LUCHA Y BÚSQUEDA”.

***

Perdí la cuenta de todas las veces que he subido a La Escombrera. La conozco en detalle. Sus curvas, sus subidas, y esos posibles lugares donde están nuestros desaparecidos y que aún faltan por ser excavados. Pero la noche del pasado miércoles 18 me ofreció un paisaje diferente. A esa hora ya no había volquetas, ni retroexcavadoras, ni bulldozers operando. La portería de El Cóndor está en el límite de los barrios Eduardo Santos y La Loma. Desde allí hasta el lugar de excavación hay cinco minutos de recorrido en carro. Mientras subíamos la vista de la ciudad —desde las casas de Santo Domingo hasta los edificios de El Poblado— se hizo más clara y titilante por los alumbrados decembrinos.

Al llegar, entramos por un costado de la excavación. Había una pequeña multitud iluminada por reflectores y me acerqué. Busqué a mi mamá y a mi hermana para preguntarles cómo se sentían y empecé a saludar a cada compañera. Muchas estaban aquí desde las nueve de la mañana. Me recibieron con abrazos triunfales. Nos felicitamos. Cada palabra compartida tenía atravesado un nudo en la garganta, como de llanto. Pero el llanto ahora era distinto: no lo motivaba el dolor de la ausencia, sino la satisfacción del hallazgo.

Cuando llegué a la zona iluminada vi, a tan solo dos metros de distancia y separadas de nosotros por una cinta morada, al grupo de antropólogas en sus labores. Observé cajas plásticas, bolsas, brochas y unas marcas amarillas con números negros sobre el talud. Quise bajar y verlo todo con mis propios ojos. Entendí que no era posible, pero que en cualquier momento nos darían un reporte detallado de cada hueso o elemento encontrado.

El resto del lugar carecía de luz. Al dar la vuelta, vi un montículo de escombros sobre el que parecían reposar más marcas amarillas. Alumbré con la linterna de mi celular y ahí estaban los huesos. A diferencia de lo que había imaginado para este momento, no sentí dolor ni lloré. Recordé todas las capacitaciones en formación forense que habíamos recibido como víctimas durante años, donde nos enseñaron a reconocer la osamenta humana y diferenciarla de la de otros animales.

Identifiqué algunas piezas óseas que luego las antropólogas nos confirmaron: fémur izquierdo, tibia y peroné derecho, un cráneo con mandíbula y piezas dentales, pelvis, costillas... Estar frente a estas osamentas fue la confirmación de lo que habíamos denunciado durante años: muchos de nuestros familiares fueron inhumados en La Escombrera.

No hemos llegado a la meta: nos falta encontrar a casi 500 desaparecidos. Nos quedan muchos escombros por remover, muchos huecos que cavar, muchos lugares donde buscar. Pero este hallazgo es un gran impulso, un aliciente para la búsqueda de los desaparecidos en la Comuna 13 y de todo el país. Si nosotros y nosotras hemos podido mover esta montaña, después del miércoles no hay búsqueda imposible. Como organización, siempre hemos tenido nuestras claridades. Seguiremos no solo buscando a nuestros desaparecidos, sino exigiendo que se investigue a Construcciones El Cóndor S.A. Una empresa de sus características debe tener información, reportes y minutas de lo que ocurre dentro de sus instalaciones. No es posible que allí ocurrieran estos crímenes de lesa humanidad sin que la empresa se enterara. También hemos exigido el cierre definitivo de La Escombrera, pero no ha habido voluntad política: en 2019, el Ministerio de Minas renovó la licencia ambiental para la explotación minera en el sitio. Eso es una garantía de impunidad.

La Escombrera no es para nosotros un campo santo, sino la representación viva de la impunidad. Imaginar su cierre significa mucho más que detener la extracción de materiales: es la posibilidad de convertir ese lugar en un espacio para la memoria. Allí queremos que se construya un parque monumento, donde al tiempo que se continúa en las labores de búsqueda, también se honren las historias de los desaparecidos y las de sus familiares, que tan incansablemente han luchado por encontrarles.

Soñamos un lugar lleno de jardines y árboles que transformen la aridez en vida, donde las mujeres buscadoras puedan encontrarse a conversar y continuar tejiendo sus procesos de resistencia. Transformar La Escombrera en un sitio de memoria para la Comuna 13 sería un acto de justicia y reparación. Recuperarlo para la comunidad significaría arrancarlo de las manos de la barbarie y devolverlo al servicio de la dignidad, de la vida.

Esa noche permanecimos en La Escombrera hasta que las antropólogas forenses finalizaron la identificación de las piezas óseas. Eran las diez cuando, detrás de la montaña que está al otro lado de la ciudad, apareció una luz anaranjada. A cada minuto se hizo más intensa, hasta que emergió una luna inmensa, redonda, con un brillo tan amarillo que parecía el sol. Fue imposible no recordar la arenga del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado, que nos identifica y nos da fuerza: “Somos semillas, somos memoria, somos el sol que renace ante la impunidad”. Todos nos detuvimos para presenciar esa luz que llegaba a alumbrarnos.

Mientras las miradas seguían fijas en el cielo, me escabullí detrás de una pared de escombros que me separaba de uno de los hallazgos. En la penumbra, saqué mi celular y reproduje la canción de “La cuna blanca”. Nadie se atreva a llorar, dejen que ría en silencio /¿Por qué lo lloran, caramba? ¿Por qué lo lloran? / Si ese hermanito ya está en la gloria. Aunque todavía no encontramos a Hermey, fue la primera vez que pude poner esa canción sin sentir que la esperanza se quebraba.

*Nombre cambiado por razones de seguridad.

Para conocer más sobre justicia, seguridad y derechos humanos, visite la sección Judicial de El Espectador.

Por Juan Diego Mejía Gómez

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Watasabi(56195)Hace 8 horas
Qué bello y doloroso relato
Watasabi(56195)Hace 8 horas
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luis(18551)22 de diciembre de 2024 - 02:43 p. m.
¿Quién dio la orden?
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