Esa mina llevaba mi nombre
El Centro Nacional de Memoria Histórica presenta esta semana un libro sobre víctimas de la Fuerza Pública que han pisado minas antipersonal en Colombia. La periodista Diana Durán es su autora.
Jorge Cardona Alzate
Fueron militares por vocación o llegaron por destino, pero una mina antipersonal cambió sus vidas para siempre. Algunos tienen la rabia intacta porque perdieron un brazo, la vista o las piernas. Otros asumieron que debían reinventarse con un nuevo cuerpo. En el contexto del Derecho Internacional Humanitario, son víctimas del conflicto y sus familias fueron su soporte. Todos están convencidos de que Colombia no puede seguir con la ceguera de la guerra.
Son los nueve protagonistas del libro Esa mina llevaba mi nombre, escrito por la periodista Diana Durán Núñez. Ellos y Ana María, una joven viuda que recibió el féretro sellado con el cadáver de su esposo para que no lo viera y mejor se quedara con su recuerdo. Historias de extremo dolor pero también de resiliencia, de colombianos que un día estaban orgullosos de portar uniformes, que sólo querían saber de sus armas, y una mina los retornó a la condición de civiles.
El soldado que ya no puede ver, pero hoy es campeón en lanzamiento de jabalina. El que quería ser sacerdote, descubrió su vocación de servicio en el Ejército, pero quedó sin ascenso. Los amigos del mismo nombre que, al ayudarse en la batalla, perdieron sus pies y compartieron su drama, hasta que uno de ellos murió en un absurdo accidente. El oficial que hace humor con su tragedia y ayuda a quienes les llega el turno de sufrir. Heridos por fuera y por dentro que sanan.
Un trabajo periodístico promovido por el Centro Nacional de Memoria Histórica, con apoyo de la Embajada de Suiza en Colombia, que pone al desnudo una faceta del conflicto que poco se advierte en las noticias. Las víctimas de minas prohibidas por el Tratado de Ottawa desde 1997. La mayoría, militares o personas ajenas a la guerra. Un capítulo sin muchos dolientes, que continúa latente porque, en promedio, cada dos días, alguien pisa una mina que trastoca su vida.
Durante un año, Diana Durán escuchó muchas historias, todas dolorosas. En Bogotá, Medellín, Cali, Villavicencio, Bucaramanga, en múltiples talleres promovidos por el Ministerio de Defensa o el Comando Estratégico de Transición. Ella se confiesa de lágrima fácil, pero se contuvo y después editó abatida. Lo importante era captar el coraje, hacer a un lado prejuicios o ideas y permitir que el periodismo fluyera en medio de su estupor.
Nacida en Cali pero educada en Bucaramanga, a pesar de su juventud, Diana Durán es, básicamente, reportera. En 2007, con su título de la Universidad Autónoma de Occidente bajo el brazo, viajó a Bogotá a probarse y la revista Semana le abrió la puerta. Escasamente tenía la experiencia de trabajar con su amigo Esaúd Urrutia, hoy secretario de Desarrollo Territorial en la capital del Valle. Pronto demostró que tenía vocación y carácter para ejercer el noble oficio.
En febrero de 2008, cuando El Espectador regresaba a diario, entró a formar parte de su Sección Judicial. Un año más que intenso. El bombardeo a Raúl Reyes, la Operación Jaque, el escándalo de la parapolítica, la confrontación entre el gobierno Uribe y la Corte Suprema de Justicia, los falsos positivos. Una agenda para salir corriendo o quedarse a pulsar la realidad nacional. Ella decidió que ese era el mundo que quería entender para informar.
Un año después, en una convocatoria a periodistas de América, ganó un fellowship en el Washington Post, y de esa experiencia derivó un trabajo sobre los paramilitares presos en Estados Unidos, que fue premiado por la Sociedad Interamericana de Prensa. En 2011, se fue a Londres a estudiar una maestría en derechos humanos y regresó para dedicarse primero a entender lo que significó para Colombia el holocausto del Palacio de Justicia y después a asimilar la memoria de la violencia sin límites.
En 2013, su cobertura con dos colegas sobre el atroz asesinato de Rosa Elvira Cely en el Parque Nacional, en Bogotá, le significó que fuera galardonada con el Premio Simón Bolívar. Ese mismo año fue becada en Estados Unidos con el premio World Press Institute Fellowship. Al año siguiente, recibió el Premio Álvaro Gómez Hurtado, que otorga el Concejo de Bogotá. El día que el presidente Santos y Timochenko anunciaron el acuerdo de víctimas en La Habana, asumió como nueva editora judicial de El Espectador.
Hoy, con su equipo de reporteros, devela a diario lo que pasa en las cloacas del país, pero le faltaba un libro para emular a sus referentes bibliográficos: Diego Fonseca, Leila Guerriero o la gente del periódico El Faro de El Salvador. Ahora ya lo tiene en sus manos; esta semana lo presentará en el Museo Nacional: representa su encuentro con colombianos que se vieron en el límite, sobrevivieron y, cuando parecían cruzados para siempre por la desgracia, encontraron el giro para volver a empezar.
Esa mina llevaba mi nombre, para significar, lo que creen muchos de quienes las pisaron, que estaban destinadas a sus vidas. Una parte de la memoria colombiana de los últimos tiempos que, desde 1990 hasta la fecha, tiene a más de 10.000 personas sin piernas o sin brazos, el 61 % de ellas militares. Hombres que también quieren que Colombia sepa que son los primeros que buscan un país en paz.
Fueron militares por vocación o llegaron por destino, pero una mina antipersonal cambió sus vidas para siempre. Algunos tienen la rabia intacta porque perdieron un brazo, la vista o las piernas. Otros asumieron que debían reinventarse con un nuevo cuerpo. En el contexto del Derecho Internacional Humanitario, son víctimas del conflicto y sus familias fueron su soporte. Todos están convencidos de que Colombia no puede seguir con la ceguera de la guerra.
Son los nueve protagonistas del libro Esa mina llevaba mi nombre, escrito por la periodista Diana Durán Núñez. Ellos y Ana María, una joven viuda que recibió el féretro sellado con el cadáver de su esposo para que no lo viera y mejor se quedara con su recuerdo. Historias de extremo dolor pero también de resiliencia, de colombianos que un día estaban orgullosos de portar uniformes, que sólo querían saber de sus armas, y una mina los retornó a la condición de civiles.
El soldado que ya no puede ver, pero hoy es campeón en lanzamiento de jabalina. El que quería ser sacerdote, descubrió su vocación de servicio en el Ejército, pero quedó sin ascenso. Los amigos del mismo nombre que, al ayudarse en la batalla, perdieron sus pies y compartieron su drama, hasta que uno de ellos murió en un absurdo accidente. El oficial que hace humor con su tragedia y ayuda a quienes les llega el turno de sufrir. Heridos por fuera y por dentro que sanan.
Un trabajo periodístico promovido por el Centro Nacional de Memoria Histórica, con apoyo de la Embajada de Suiza en Colombia, que pone al desnudo una faceta del conflicto que poco se advierte en las noticias. Las víctimas de minas prohibidas por el Tratado de Ottawa desde 1997. La mayoría, militares o personas ajenas a la guerra. Un capítulo sin muchos dolientes, que continúa latente porque, en promedio, cada dos días, alguien pisa una mina que trastoca su vida.
Durante un año, Diana Durán escuchó muchas historias, todas dolorosas. En Bogotá, Medellín, Cali, Villavicencio, Bucaramanga, en múltiples talleres promovidos por el Ministerio de Defensa o el Comando Estratégico de Transición. Ella se confiesa de lágrima fácil, pero se contuvo y después editó abatida. Lo importante era captar el coraje, hacer a un lado prejuicios o ideas y permitir que el periodismo fluyera en medio de su estupor.
Nacida en Cali pero educada en Bucaramanga, a pesar de su juventud, Diana Durán es, básicamente, reportera. En 2007, con su título de la Universidad Autónoma de Occidente bajo el brazo, viajó a Bogotá a probarse y la revista Semana le abrió la puerta. Escasamente tenía la experiencia de trabajar con su amigo Esaúd Urrutia, hoy secretario de Desarrollo Territorial en la capital del Valle. Pronto demostró que tenía vocación y carácter para ejercer el noble oficio.
En febrero de 2008, cuando El Espectador regresaba a diario, entró a formar parte de su Sección Judicial. Un año más que intenso. El bombardeo a Raúl Reyes, la Operación Jaque, el escándalo de la parapolítica, la confrontación entre el gobierno Uribe y la Corte Suprema de Justicia, los falsos positivos. Una agenda para salir corriendo o quedarse a pulsar la realidad nacional. Ella decidió que ese era el mundo que quería entender para informar.
Un año después, en una convocatoria a periodistas de América, ganó un fellowship en el Washington Post, y de esa experiencia derivó un trabajo sobre los paramilitares presos en Estados Unidos, que fue premiado por la Sociedad Interamericana de Prensa. En 2011, se fue a Londres a estudiar una maestría en derechos humanos y regresó para dedicarse primero a entender lo que significó para Colombia el holocausto del Palacio de Justicia y después a asimilar la memoria de la violencia sin límites.
En 2013, su cobertura con dos colegas sobre el atroz asesinato de Rosa Elvira Cely en el Parque Nacional, en Bogotá, le significó que fuera galardonada con el Premio Simón Bolívar. Ese mismo año fue becada en Estados Unidos con el premio World Press Institute Fellowship. Al año siguiente, recibió el Premio Álvaro Gómez Hurtado, que otorga el Concejo de Bogotá. El día que el presidente Santos y Timochenko anunciaron el acuerdo de víctimas en La Habana, asumió como nueva editora judicial de El Espectador.
Hoy, con su equipo de reporteros, devela a diario lo que pasa en las cloacas del país, pero le faltaba un libro para emular a sus referentes bibliográficos: Diego Fonseca, Leila Guerriero o la gente del periódico El Faro de El Salvador. Ahora ya lo tiene en sus manos; esta semana lo presentará en el Museo Nacional: representa su encuentro con colombianos que se vieron en el límite, sobrevivieron y, cuando parecían cruzados para siempre por la desgracia, encontraron el giro para volver a empezar.
Esa mina llevaba mi nombre, para significar, lo que creen muchos de quienes las pisaron, que estaban destinadas a sus vidas. Una parte de la memoria colombiana de los últimos tiempos que, desde 1990 hasta la fecha, tiene a más de 10.000 personas sin piernas o sin brazos, el 61 % de ellas militares. Hombres que también quieren que Colombia sepa que son los primeros que buscan un país en paz.