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Han pasado 17 años desde que más de 40 paramilitares, bajo el mando de Rodrigo Tovar, alias Jorge 40, y José María Barrios Ipuana, alias Chema Bala, arribaron a Bahía Portete (La Guajira), en abril de 2004. Con lista en mano, torturaron y asesinaron a 12 indígenas wayuus. Por estos hechos, Chema Bala recibió una condena de 40 años de prisión y la nación fue sentenciada, en 2017, a reparar a las víctimas. Cuatro años más tarde el Ministerio de Defensa interpuso recursos que buscan dejar sin efectos la única decisión judicial que ha amparado los derechos de las víctimas de una de las masacres más simbólicas del conflicto colombiano, en cuanto a violencia de género.
En materia penal, las condenas llegaron pronto. Chema Bala fue sentenciado a 40 años de prisión, en 2008, época en la que fue extraditado a Estados Unidos por narcotráfico. Purgó 11 años en territorio extranjero y, tras su regreso a Colombia en 2019, pidió pista en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Aunque todavía no ha sido aceptado en ese sistema, lo que sí se sabe es que en la justicia ordinaria debe cumplir con la sentencia por la masacre de 12 indígenas, el desplazamiento de 600 personas y la desaparición de 30 más. En materia de reparación, el alivio para las víctimas no ha llegado, ni siquiera con una decisión judicial de por medio.
Victoria Ballesteros y Mariana Epinayú, lideresas de la comunidad indígena, con apoyo de la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ), presentaron una acción de grupo con la que pretenden que se responsabilice al Ministerio de Defensa porque omitieron su deber de proteger la vida, los bienes y la seguridad pública de los indígenas. Las dos mujeres que alertaron a las autoridades locales sobre la inminente incursión paramilitar buscan, a través de la justicia, que se repare el daño moral que recibió la comunidad. La presencia de los exmilitantes de las Auc fomentaron no solo desplazamiento y muertes de miembros de su comunidad, sino una ofensa a sus creencias porque atacaron mortalmente el matriarcado y profanaron las tumbas de sus antepasados, aseguran.
En primera instancia, en 2015, Ballesteros y Epinayú perdieron la batalla. El Juzgado Once Administrativo de Bogotá dijo que no había registros telefónicos que advirtieran que las lideresas habían alertado a las autoridades locales sobre la incursión paramilitar y, por ello, las autoridades no tenían cómo evitar la masacre. La Comisión Colombiana que defiende los intereses de un poco más del 60 % de la comunidad indígena afectada por estos hechos presentó apelación y, en segunda instancia, el Tribunal Administrativo de Cundinamarca, en 2017, les dio la razón. Ordenó la reparación moral con $49 millones a 490 personas de la comunidad.
Para los magistrados que tomaron esa decisión, existe evidencia que durante la masacre y los días en los que hicieron presencia los paramilitares hubo ambiente de zozobra y miedo que terminaron en el desplazamiento forzado de más de 600 indígenas. El reporte de la época dio cuenta de que se movieron hacia Venezuela y, desde entonces, su regreso ha sido paulatino y la reparación que ordenó el Tribunal no ha sido efectiva. Aunque la Unidad de Víctimas ha adelantado labores de reparación administrativa, lo que han consignado los abogados del caso es que el Estado no ha cumplido con su labor de dignificar a los afectados.
No solo se refieren a una reparación digna, sino a que tampoco ha cumplido con decisiones judiciales que le han ordenado indemnizar a las víctimas. El hecho más reciente está en cabeza del Ministerio de Defensa, que interpuso una tutela con la que pretendía tumbar de tajo la condena en su contra. En el documento expuso que había cosa juzgada. Es decir, que la sentencia no se podía hacer efectiva porque, en una primera decisión, ya se les había negado la reparación a las víctimas. La cartera dirigida por Diego Molano perdió en primera instancia. Al estudiar el recurso, la Sección Segunda del Consejo de Estado consideró que la decisión judicial no constituía ninguna amenaza en contra del Ministerio.
Sin embargo, la entidad apeló la decisión. En segunda instancia, la Sección Tercera del alto tribunal no solo le dio la razón, sino que frenó en seco el pago de los casi $50 millones a la comunidad indígena y ahora estudia otro recurso del Ministerio, en el que piden que se deje sin efectos la decisión que los condenó al pago. En diálogo con este diario, el abogado David Iregui, quien defiende los intereses de la Asociación Indígena wayuu de Portete Akotshijirawa, de la que son parte Ballesteros y Epinayú, resaltó que la comunidad no ha tenido reparación integral por parte del Estado.
La tragedia que embargó al pueblo de Bahía Portete el 18 de abril de 2004 dejó una herida imborrable en la comunidad. No solo asesinaron a dos matronas. A una de ellas le cortaron los senos. Ejecutaron también a un hombre y desaparecieron a tres mujeres wayuus, en venganza de un supuesto ataque que se había cometido en contra de los “paras”. Ese día destruyeron el pueblo, saquearon los ranchos y desplazaron a todas las familias, según el informe del Centro de Memoria Histórica en 2010. Esta masacre también es considerada como una de las más simbólicas del conflicto colombiano en cuanto a violencia de género, al poner en evidencia la sevicia de la que fueron objeto éstas y otras mujeres.
Ese mismo informe que recoge testimonios de los afectados por esta masacre asegura que la comunidad nunca ha tenido las garantías para el retorno a sus territorios y tampoco para la reparación simbólica por parte del Estado. El expediente reposa en el despacho del magistrado Nicolás Yepes y será analizado en las próximas dos semanas, antes de que arranque la vacancia judicial. Mientras tanto, las asociaciones indígenas que integran varios miembros de la comunidad wayuu no solo claman por una reparación económica, sino también simbólica. Un informe del Centro de Memoria Histórica que recoge testimonios de los afectados ha denunciado falta de garantías para el retorno a sus territorios y la reparación simbólica por parte del Estado