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La última vez que María* vio a su esposo, el 11 de enero de 2021, partía del muelle de Residencias en Tumaco (Nariño) en una lancha de servicio público. Llevaba solo una maleta, con ropa de trabajo para 15 días, pues después de semanas sin encontrar empleo por la crisis económica que trajo la pandemia del COVID-19, se había embarcado junto con seis amigos y familiares con la promesa de trabajar en una maderera. O eso fue lo que les dijeron a sus esposas, quienes más tarde esa misma semana se enteraron de que casi todos fueron asesinados y sus cuerpos abandonados en el Mar Pacífico.
(En contexto: El expediente de una masacre desconocida en Nariño atribuida a las disidencias)
“Le salió la oportunidad de trabajar con madera en el municipio de Mosquera, a 30 minutos en lancha, con unos compañeros. No se supo más de él. Que lo habían agarrado los grupos armados y no volvieron. Todos eran conocidos. Por eso lo llamaron, porque no tenía trabajo en todo enero”, le dijo a este diario la mujer, quien habló bajo la condición de mantener anónima. El presunto victimario, Wusintong Bolaños, quien sería el comandante medio del frente 30 de las disidencias Farc que ordenó matara a su esposo está en juicio por los seis homicidios y desapariciones forzadas.
Bolaños, o El Mono, es referenciado por la Fiscalía como un mando medio de la Columna Móvil Franco Benavides. Permanece en prisión en la cárcel de Combita (Boyacá), mientras la justicia sentencia su futuro. La hipótesis es que el 13 de enero del año pasado, mientras las víctimas se preparaban para trabajar en un cristalizadero de cocaína, El Mono y sus hombres sacaron a las víctimas de una casa donde se quedaban, los amordazaron y los obligaron a abordar dos lanchas. Allí, ante la mirada de pobladores, los balearon uno a uno. Sus cuerpos fueron lanzados al mar, al parecer por órdenes de El Mono.
(En contexto: Hay 11 personas desaparecidas en Nariño hace una semana)
Pero María jamás escuchó que ese lugar fuera un laboratorio de procesamiento de coca. Aunque la zona está inundada de disidencias y otras organizaciones criminales, su esposo, al igual que sus amigos, sobrevivían de la informalidad. Eran conocidos porque entre todos jugaban torneos de microfútbol con equipos de otros municipios. Cada uno de los seis desaparecidos, con negocios informales o trabajando en la primera oferta que lloviera, era el encargado de poner la comida en la mesa de su casa. María solo supo que en 15 días le llegaría dinero. Poco, pero serviría.
“No supimos nunca quién era el patrón. Él siempre había trabajado con un cuñado, que lo llevó allá. No sabemos si los confundieron o es que el patrón no quiso pagar una extorsión. La Fiscalía no nos ha dicho que pasó. Solamente nos hace preguntas como si uno supiera algo. Esta es la fecha donde no han encontrado los cuerpos. Nunca tuvimos un psicólogo, un apoyo en el que se dieran cuenta de que estamos desprotegidas. Estamos en pandemia. Ellos eran los sustentos de las familias y nos dejaron en el olvido”, denuncia la mujer en diálogo con El Espectador.
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María* supo que su esposo había sido asesinado, tras el relato del único sobreviviente de los siete que tomaron la lancha. El joven, tan clave en la investigación que tuvo que salir de la zona, explicó que ninguno sabía que se trataba de un laboratorio de coca. De su relato se desprende que El Mono, se ensañó con ellos porque los etiquetó, desde luego sin prueba alguna, de ser “guachistas”. Es decir, supuestos miembros de la disidencia Oliver Sinisterra, comandada hasta 2018 por alias Guacho. Vendado de los ojos, escuchó los disparos que acabaron con la vida de sus compañeros.
Sobrevivió, según lo que dijo, porque El Mono lo puso a prueba. Con la lancha andando, y cuando ya era el único trabajador con vida, el disidente le preguntó si prefería morir por disparos o ahogado. Él eligió la segunda y le dijeron que tenía que nadar sin quitarse la venda de sus ojos. “Si te quitás la venda te correteamos y te matamos”, le escuchó decir al Mono. Logró llegar a la orilla, pidió ayuda a los habitantes del sector y se desplazó hasta Tumaco, donde denunció de inmediato lo que había sucedido. Ese día perdió a su padre y a su tío.
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A la fecha, el cuerpo de ninguna de las seis víctimas ha sido hallado y entregado a sus familiares. María dice que se siente, al igual que las otras viudas, abandonada por las instituciones, pues no le reportan nada. Agrega que en el municipio terminar en un grupo armado es sencillo. Dice que, cada tanto, reclutan a los jóvenes y no hay de otra que ir. Sobrevive del día a día, vendiendo comida en la calle o en cualquier trabajo donde la llamen. Cuando habló con este diario estaba desilusionada, pues le negaron el ingreso a un centro educativo a una de sus hijas, porque presenta mora en sus cuentas.
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