Garzón: un texto de Alfredo Molano Bravo tras el crimen de Jaime Garzón
El 15 de agosto de 1999, dos días después del asesinato del periodista, Alfredo Molano Bravo escribía estas palabras en las páginas de El Espectador.
Alfredo Molano Bravo
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La memoria de Garzón debe perpetuarse en la negociación real, no en la retórica farisea sobre la paz. Sobra seguir llorando sobre los cadáveres de los nuestros.
He cargado a cuestas desde el amanecer, hoy viernes que escribo la columna, la voz de mi hermano a las seis de la mañana diciéndome por teléfono, entre gritando y susurrando: Esta vez fue Garzón. He luchado todo el día a brazo partido contra su cuerpo tronchado sobre el timón de un carro que a las nueve de la mañana todavía tenía las luces encendidas. No quiero que su muerte se meta en mi vida que es también la suya, la misma de tantos colombianos que luchamos contra la guerra. No quiero ser cómplice, no quiero aceptarlo, no quiero escribirlo.
El jueves no más nos despedimos entre sus chistes y mis angustias, para no volvernos a ver. Teníamos que habernos encontrado el viernes en Medellín para hacer lo que tendremos que seguir haciendo: abrirle brecha a la negociación. Es la única forma de mantenerlo vivo. Porque los tiros contra Garzón, los que dieron en su pecho y en su cara, no podrán matar la fuerza que le puso al acercamiento entre la insurgencia y el establecimiento. Garzón conocía muy bien ambas partes. Era amigo de las dos. Doy fe de haberlo visto el 7 de enero en San Vicente del Caguán poniendo a comer en el mismo plato a Romaña y a Rafael Santos.
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Los que dieron la orden de asesinarlo son los mismos que no quieren que las partes conversen. Esas balas buscan impedir que los enemigos se hablen. Son balas contra la palabra. Es la corriente contra la que nadaba Garzón. O volaba Garzón. Soñaba por todos los que nos empeñamos en un arreglo a las buenas, por los que no podemos permitir que se entierren las esperanzas -como hasta ahora ha sucedido- de que en la mesa se definan las diferencias y las convergencias sobre el problema de la tierra, de la libertad, de la igualdad, de la justicia. En una palabra, soñaba por los que estamos decididos a construir una democracia auténtica.
Desde los pasos que se dieron en La Uribe durante el gobierno de Belisario, hasta los que se están dando hoy en El Caguán, la mesa de negociación ha sido siempre bombardeada con formalismos jurídicos, imposiciones perversas, trapisondas militares, engaños, mentiras y sobre todo crímenes. Cuando los colombianos comenzamos a acariciar las posibilidades de un arreglo se atraviesan siempre, con siniestra puntualidad, las órdenes de parar la mesa. De obligar a los que hablan a salir despavoridos a sus puestos de combate.
El viernes una voz atribuyó el asesinato a las Autodefensas. Con franqueza, no lo creo, y no lo cree medio país. No porque Castaño lo haya negado. Yo no confió en su palabra, pero este crimen lo sobrepasa. Es más antiguo y más cobarde que las monstruosidades que él sabe hacer. El tiempo se encargará de sacar a flote, para espanto de todos, la verdadera autoría. Ha sucedido. Ha venido sucediendo.
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Lo que se trató de matar fue el empeño en conversar. Garzón venía, obsesivo y silencioso, buscando también el entendimiento entre el Gobierno y el Eln. Había logrado coronar en ocasiones anteriores: en la entrega de los secuestrados en la carretera a Villavicencio y en la entrega de los pasajeros del avión de Avianca. Tenía deudas. Se las cobraron. El país está aterrorizado hoy con su asesinato, y en él debe ver lo que nos espera si no paramos la guerra. Los que con ingenuidad la quieren porque sus negocios están quebrados, porque un familiar fue secuestrado, o porque le robaron la cartera, deben entender, de una vez por todas, que la guerra no se desarrollará en los extramuros del país, sino que avanzará hasta destrozar su corazón.
La memoria de Garzón debe perpetuarse en la negociación real, no en la retórica farisea sobre la paz. Sobra seguir llorando sobre los cadáveres de los nuestros.
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