Contra el olvido, en favor de la justicia y la verdad: el legado de Guillermo Cano
El 17 de diciembre de 1986 fue asesinado en Bogotá el director de El Espectador. Una fecha de antesala a la Navidad que debe ser recordada porque evoca a un periodista que hizo de la información un deber.
El tiempo pasa, ya son 35 años de ausencia, pero la memoria de Guillermo Cano Isaza sigue vigente. Sigue intacta porque su vida al servicio del periodismo libre lo convirtió en testigo de la historia. Fueron 34 años como director de El Espectador, calibrando a diario los altibajos de un país que suele repetir sus malas noticias, pero su deber de informar en medio de una nación sin tregua para los conflictos forjó su carácter y el de su periódico, unidos en la defensa de las voces desoídas, o entregadas al olvido y la impunidad.
Primero fue por la libertad de expresión. En mayo de 1958, lo resumió en un texto publicado: “Si como ciudadano me ha correspondido, por mandato de la edad, pertenecer a la generación llamada del Estado de sitio, como periodista me ha tocado formar en las filas de la generación del periodismo sitiado”. Ni más ni menos. Se había hecho periodista antes de los veinte años, cuando la república liberal daba al traste. Y después, como todos, sufrió el rigor del 9 de abril de 1948, la censura de prensa desde el 49 y la dictadura de Rojas Pinilla, que obligó a cerrar el periódico en 1956. Más de una década intentando decir la verdad.
Después sobraron razones y desafíos para que Guillermo Cano aportara su aplomado criterio editorial e informativo para los tiempos ambiguos del Frente Nacional, que no renunciaron al Estado de sitio de principio a fin, pero transitaron al rojo vivo. Los inicios de la lucha insurgente y su preferencia por el secuestro, la reforma agraria de asociación campesina y la contrarreforma en el Pacto de Chicoral, la rebelión del sacerdote Camilo Torres, las universidades públicas en estado de ebullición política; suficiente agenda para deliberar y también sumar creatividad a la información deportiva, política o judicial.
Una época dedicada a la formación de periodistas y editores que vieron llegar los años 70 mientras El Espectador crecía en todas las regiones de Colombia. El ejemplo del Watergate en Estados Unidos había dejado a los periodistas del mundo un aire renovador; y Guillermo Cano, al hilo de la investigación como estandarte, así como no tuvo reparo en respaldar editorialmente los avances en derechos civiles promovidos por el gobierno de López Michelsen, fue incisivo para develar sus escándalos o concluir, de su puño y letra, que, después de la era López, “Colombia terminó insegura, ofendida y mal dirigida”.
Su bonanza liberal se había deshecho y el paro cívico de 1977 había obrado como una demostración del desencanto. Con eventuales licencias para ejercer su oficio de cronista, Guillermo Cano nunca dejó de advertir que, más allá del clientelismo político, era un retroceso no sumar filas en la lucha contra tres amenazas: la subversión, el narcotráfico y la corrupción. En julio de 1979, decidió reforzar su tarea de director del diario con la de columnista en primera persona. Los hechos fueron los que lo llevaron a ser autor de Libreta de Apuntes. Y su primera obsesión fue advertir el craso error del Estatuto de Seguridad.
Sin tregua para el ejercicio de la verdad escrita, su versatilidad como periodista quedó impresa en valientes textos. Con insistencia para impedir el crecimiento de un Estado policial por encima del Estado de derecho; o para recordar que “una sola tortura mancha un régimen democrático de presidencia liberal”. “No debemos ni deben, quienes tienen algún conducto para incluir por mucho en la defensa de los derechos humanos, bajar la guardia”, escribió en abril de 1980. Como tampoco, en esos mismos días, lo hizo para asumir la defensa de los ahorradores defraudados por la crisis financiera.
Los mantos de silencio e impunidad que impusieron el Grupo Grancolombiano y otros paralelos, cuando la Comisión Nacional de Valores confirmó el sinnúmero de ilegalidades que estos estaban cometiendo en el sector financiero. Y también en el universo periodístico para controlar la información. La respuesta de Guillermo Cano fue el editorial “La tenaza publicitaria”, publicado el domingo 4 de abril de 1982, para denunciar las represalias económicas ante las investigaciones y advertir que lo correcto era defender a los ahorradores divulgando los pormenores de los banqueros e inversionistas.
Así se hizo y sus escritos fueron claves para que el estrépito financiero fuera develado. “El cimiento más firme de un periódico respetable es su credibilidad”, escribió el director de El Espectador, y ese valor había quedado a salvo. Tanto el Círculo de Periodistas de Bogotá como la Sociedad Interamericana de Prensa premiaron su trabajo y el de sus investigadores. Su única directriz fue no tapar las cosas, pero revisarlo todo para evitar rectificaciones. Con su inspección personal, para no dejar pasar un error de titulación ni de ortografía. La rigurosidad al demostrar lo que la justicia no logró esclarecer fue su estandarte.
A la vuelta de la esquina, se asomaba un enemigo mayor: el narcotráfico, y un grupo por defender: los jueces. “La burla a la justicia, al cumplimiento de los mandatos de los jueces, se hace más ofensiva cuando ocurre en las propias barbas de las autoridades”, reclamó Cano. “El señor Pablo Escobar, según lo dice la gente, y cuando la gente lo dice es porque así ha sido, estuvo el viernes de la semana anterior por sus feudos podridos de Envigado, en componendas políticas, sin que su inexistente derecho de andar libremente por el territorio colombiano se viera perturbado por la presencia de algún agente del orden”.
Lo demás es una historia conocida. A las 7:15 de la noche del miércoles 17 de diciembre de 1986 se cumplió el vaticinio que el propio Guillermo Cano le dio a la periodista Cecilia Orozco 24 horas antes en la sede del diario. “Yo salgo aquí del periódico por las noches y no sé qué va a pasar”. La mafia del narcotráfico segó su voz, y sobre su escritorio quedó una copia de su último editorial titulado “Navidades negras”, publicado días después, donde consignó su convicción por las alegrías de la Nochebuena, en medio de sus dolores vigentes al constatar la forma cómo la violencia arrasaba al país.
La gravedad de lo sucedido ese día es apenas comparable con lo que vino después: promesas de justicia que no se cumplieron; y nuevos asesinatos, amenazas y exilios a la gente de El Espectador para borrar su resistencia. Todo para enmarcar la impunidad y enrostrársela a una sociedad amedrentada. Una horrible y larga noche que logró cambiar la historia de Colombia, sin que muchos dijeran nada. Contra el olvido y la desesperanza, en favor de la justicia y la verdad, Guillermo Cano fue uno de los que no calló y por eso merece siempre ser recordado, así sea cada 17 de diciembre de su sacrificio, en la antesala de la Navidad.
El tiempo pasa, ya son 35 años de ausencia, pero la memoria de Guillermo Cano Isaza sigue vigente. Sigue intacta porque su vida al servicio del periodismo libre lo convirtió en testigo de la historia. Fueron 34 años como director de El Espectador, calibrando a diario los altibajos de un país que suele repetir sus malas noticias, pero su deber de informar en medio de una nación sin tregua para los conflictos forjó su carácter y el de su periódico, unidos en la defensa de las voces desoídas, o entregadas al olvido y la impunidad.
Primero fue por la libertad de expresión. En mayo de 1958, lo resumió en un texto publicado: “Si como ciudadano me ha correspondido, por mandato de la edad, pertenecer a la generación llamada del Estado de sitio, como periodista me ha tocado formar en las filas de la generación del periodismo sitiado”. Ni más ni menos. Se había hecho periodista antes de los veinte años, cuando la república liberal daba al traste. Y después, como todos, sufrió el rigor del 9 de abril de 1948, la censura de prensa desde el 49 y la dictadura de Rojas Pinilla, que obligó a cerrar el periódico en 1956. Más de una década intentando decir la verdad.
Después sobraron razones y desafíos para que Guillermo Cano aportara su aplomado criterio editorial e informativo para los tiempos ambiguos del Frente Nacional, que no renunciaron al Estado de sitio de principio a fin, pero transitaron al rojo vivo. Los inicios de la lucha insurgente y su preferencia por el secuestro, la reforma agraria de asociación campesina y la contrarreforma en el Pacto de Chicoral, la rebelión del sacerdote Camilo Torres, las universidades públicas en estado de ebullición política; suficiente agenda para deliberar y también sumar creatividad a la información deportiva, política o judicial.
Una época dedicada a la formación de periodistas y editores que vieron llegar los años 70 mientras El Espectador crecía en todas las regiones de Colombia. El ejemplo del Watergate en Estados Unidos había dejado a los periodistas del mundo un aire renovador; y Guillermo Cano, al hilo de la investigación como estandarte, así como no tuvo reparo en respaldar editorialmente los avances en derechos civiles promovidos por el gobierno de López Michelsen, fue incisivo para develar sus escándalos o concluir, de su puño y letra, que, después de la era López, “Colombia terminó insegura, ofendida y mal dirigida”.
Su bonanza liberal se había deshecho y el paro cívico de 1977 había obrado como una demostración del desencanto. Con eventuales licencias para ejercer su oficio de cronista, Guillermo Cano nunca dejó de advertir que, más allá del clientelismo político, era un retroceso no sumar filas en la lucha contra tres amenazas: la subversión, el narcotráfico y la corrupción. En julio de 1979, decidió reforzar su tarea de director del diario con la de columnista en primera persona. Los hechos fueron los que lo llevaron a ser autor de Libreta de Apuntes. Y su primera obsesión fue advertir el craso error del Estatuto de Seguridad.
Sin tregua para el ejercicio de la verdad escrita, su versatilidad como periodista quedó impresa en valientes textos. Con insistencia para impedir el crecimiento de un Estado policial por encima del Estado de derecho; o para recordar que “una sola tortura mancha un régimen democrático de presidencia liberal”. “No debemos ni deben, quienes tienen algún conducto para incluir por mucho en la defensa de los derechos humanos, bajar la guardia”, escribió en abril de 1980. Como tampoco, en esos mismos días, lo hizo para asumir la defensa de los ahorradores defraudados por la crisis financiera.
Los mantos de silencio e impunidad que impusieron el Grupo Grancolombiano y otros paralelos, cuando la Comisión Nacional de Valores confirmó el sinnúmero de ilegalidades que estos estaban cometiendo en el sector financiero. Y también en el universo periodístico para controlar la información. La respuesta de Guillermo Cano fue el editorial “La tenaza publicitaria”, publicado el domingo 4 de abril de 1982, para denunciar las represalias económicas ante las investigaciones y advertir que lo correcto era defender a los ahorradores divulgando los pormenores de los banqueros e inversionistas.
Así se hizo y sus escritos fueron claves para que el estrépito financiero fuera develado. “El cimiento más firme de un periódico respetable es su credibilidad”, escribió el director de El Espectador, y ese valor había quedado a salvo. Tanto el Círculo de Periodistas de Bogotá como la Sociedad Interamericana de Prensa premiaron su trabajo y el de sus investigadores. Su única directriz fue no tapar las cosas, pero revisarlo todo para evitar rectificaciones. Con su inspección personal, para no dejar pasar un error de titulación ni de ortografía. La rigurosidad al demostrar lo que la justicia no logró esclarecer fue su estandarte.
A la vuelta de la esquina, se asomaba un enemigo mayor: el narcotráfico, y un grupo por defender: los jueces. “La burla a la justicia, al cumplimiento de los mandatos de los jueces, se hace más ofensiva cuando ocurre en las propias barbas de las autoridades”, reclamó Cano. “El señor Pablo Escobar, según lo dice la gente, y cuando la gente lo dice es porque así ha sido, estuvo el viernes de la semana anterior por sus feudos podridos de Envigado, en componendas políticas, sin que su inexistente derecho de andar libremente por el territorio colombiano se viera perturbado por la presencia de algún agente del orden”.
Lo demás es una historia conocida. A las 7:15 de la noche del miércoles 17 de diciembre de 1986 se cumplió el vaticinio que el propio Guillermo Cano le dio a la periodista Cecilia Orozco 24 horas antes en la sede del diario. “Yo salgo aquí del periódico por las noches y no sé qué va a pasar”. La mafia del narcotráfico segó su voz, y sobre su escritorio quedó una copia de su último editorial titulado “Navidades negras”, publicado días después, donde consignó su convicción por las alegrías de la Nochebuena, en medio de sus dolores vigentes al constatar la forma cómo la violencia arrasaba al país.
La gravedad de lo sucedido ese día es apenas comparable con lo que vino después: promesas de justicia que no se cumplieron; y nuevos asesinatos, amenazas y exilios a la gente de El Espectador para borrar su resistencia. Todo para enmarcar la impunidad y enrostrársela a una sociedad amedrentada. Una horrible y larga noche que logró cambiar la historia de Colombia, sin que muchos dijeran nada. Contra el olvido y la desesperanza, en favor de la justicia y la verdad, Guillermo Cano fue uno de los que no calló y por eso merece siempre ser recordado, así sea cada 17 de diciembre de su sacrificio, en la antesala de la Navidad.