La audiencia en la Corte IDH que la Unión Patriótica lleva esperando 28 años
El próximo lunes 8 de febrero, en la Corte Interamericana se verán por fin cara a cara víctimas de la Unión Patriótica, delegados del Estado colombiano y peritos. Lo que está en juego es el pleito más grande en curso en ese tribunal internacional y que se reconozca, o se descarte, la responsabilidad del Estado en el exterminio de todo un grupo político.
A las ocho de la mañana del próximo lunes 8 de febrero, desde San José (Costa Rica), pero con activa participación virtual desde Colombia, comenzará una audiencia internacional esperada desde hace 28 años. A instancias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se iniciará un debate de cuatro días sobre un asunto crucial en la memoria de Colombia: la responsabilidad del Estado en el exterminio de la Unión Patriótica (UP), partido político surgido en un acuerdo de paz en 1985, que hoy acredita 6.002 víctimas de masacres, asesinatos, desapariciones, exilios, atentados y amenazas.
(Lea también: ¿Qué tuvo que ver Virgilio Barco con el exterminio de la Unión Patriótica?)
La audiencia comenzará con las explicaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para acceder al caso, decisión adoptada en diciembre de 2017 pero rechazada por el Estado colombiano en mayo de 2018. Enseguida dará paso a un debate que, pese a la brevedad de las intervenciones, tiene perspectivas históricas. Una audiencia de expertos que se dará entre las voces representativas de la UP divididas en tres grupos de víctimas, con escasos minutos para resumir ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos su larga historia de resistencia ante la impunidad.
La memoria del capítulo Unión Patriótica, concebido en el acuerdo de paz de Belisario Betancur y las Farc en 1985, que tuvo su congreso de creación en Bogotá el 16 de noviembre, una semana después del holocausto del Palacio de Justicia. Su primera participación electoral fue en los comicios legislativos del 11 de marzo de 1986, cuando, a través de listas propias y alianzas, obtuvo escaños para cinco senadores y nueve representantes a la Cámara. Después consiguió 18 plazas legislativas en asambleas departamentales y más de 300 curules en concejos municipales.
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No obstante, desde antes de constituirse como movimiento político, a los integrantes de la UP comenzaron a matarlos. En sus registros detalla que, previo a su primera incursión electoral ya contabilizaban 247 víctimas entre militantes, activistas, dirigentes y candidatos. Tras las elecciones de marzo de 1986, en los primeros meses de la era Barco, fueron asesinados tres de los legisladores elegidos: los representantes a la Cámara Leonardo Posada Pedraza y Octavio Vargas Cuéllar y el senador Pedro Nel Jiménez Obando. Al año siguiente, fue sacrificado su primer candidato presidencial: Jaime Pardo Leal.
Los líderes de la UP denunciaron planes de exterminio enredados en telarañas de guerra sucia, pero en vez de que se frenara la violencia contra sus militantes o de que la justicia castigara a los responsables, el terror se incrementó con víctimas de masacres, asesinatos selectivos, desapariciones forzadas y exilios. El éxito de la UP en la primera elección popular de alcaldes, en marzo de 1988, en el nordeste de Antioquia, Urabá y el Meta determinó una arremetida contra sus bases políticas, con un rosario de masacres que dejaron el retrato de una época violenta, que concluyó en el asesinato de su segundo candidato presidencial: Bernardo Jaramillo Ossa, en 1990.
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En cuentas de la UP, ya sus muertos pasaban de mil, entre alcaldes, concejales, diputados, dirigentes agrarios, personeros, gobernadores de cabildos y, por supuesto, congresistas. En medio de esta ofensiva, por obvias razones, su retroceso electoral fue inevitable. Si bien intervino en la constituyente de 1991 a través de la delegada Aída Avella, también mantuvo participación legislativa en la era Gaviria y continuó sumando víctimas en los territorios. Las nuevas instituciones de justicia no aportaron mayores avances contra la impunidad, pues no hubo contención del Estado frente a nuevos crímenes.
Ante el estado de indefensión y la falta de respuestas del Estado a las denuncias contra los planes de exterminio, la Corporación Reiniciar, orientada por Jahel Quiroga, exconcejal de Barrancabermeja (Santander), radicó una petición ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para evaluar la responsabilidad del Estado. Sus copartidarios seguían cayendo y el mundo debía saber lo que estaba pasando con la UP. La acción fue radicada el 16 de diciembre de 1993, un mes después del crimen del dirigente comunista José Miller Chacón en Bogotá y casi en la misma semana en que fue asesinado el excongresista Henry Millán, en Florencia (Caquetá).
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En los albores de la era Samper también cayó en Bogotá el senador Manuel Cepeda Vargas. Se reforzaron medidas, pero la lista de homicidios no se detuvo y cobró la vida de muchos dirigentes en los municipios. De norte a sur, de occidente a oriente, hubo violencia política contra su militancia, con la única expectativa de justicia centrada en la petición radicada en la Comisión, que se demoró en abrir el caso hasta 1997, cuando las Farc sumaban prisioneros de guerra a su presión por un canje y el paramilitarismo se abría camino a punta de asesinatos selectivos y masacres, con muchas víctimas de la UP.
En un contexto de diálogos de paz con la insurgencia, cuando llegaron los días del gobierno Pastrana, el Estado colombiano y la Corporación Reiniciar aceptaron la sugerencia de la Corte Interamericana de iniciar un proceso de solución amistosa y así evitar la ruta de la justicia internacional. La iniciativa derivó en un acuerdo suscrito en 2000, que implementó un sistema de protección y mostró disposición para buscar soluciones, pero fue ese impulso comenzó a trastabillar cuando llegó la era Uribe y se agrietaron los diálogos, hasta la ruptura definitiva de la opción de la solución amistosa en 2006.
A ese portazo contribuyó la desafiante postura del gobierno Uribe de desvirtuar la memoria de la UP en desarrollo de su campaña a la reelección, al incluir propaganda desorientadora sobre las verdaderas causas de su difícil tránsito político. Tiempo después, el dirigente político Iván Cepeda (hijo de Manuel Cepeda) logró que la Corte Interamericana de Derechos Humanos resolviera en su favor el litigio por el asesinato de su padre y durante el acto en el que el Estado colombiano debía pedir perdón, el presidente Uribe lo hizo a regañadientes y, contra las evidencias, exteriorizó sus dudas sobre la responsabilidad del Estado en el crimen.
Sin solución a la vista, la discusión del capítulo UP se vio sujeta a la repetición de los violentos, el desgano de la justicia y los vaivenes de la guerra y la paz en la escena política. En la era Uribe, a raíz de la expedición de la Ley de Justicia y Paz, creada para instrumentar el accidentado proceso de negociación con el paramilitarismo, llegó a sugerirse que por esa vía se saldara el asunto. Tiempo después, en desarrollo del proceso de negociación en La Habana entre el gobierno Santos y las Farc, resurgió la idea del camino de la justicia transicional para resolverlo de una vez por todas.
En ambos casos, la posición de las víctimas fue insistir en la ruta de la Comisión Interamericana, en la perspectiva de que sus derechos son innegociables y que debe existir auténtica reparación ante el daño sufrido. En La Habana, con la expectativa de revivir la opción de la solución amistosa, hubo incluso un compás de espera para que Gobierno y Farc habilitaran un espacio para las víctimas de la UP; pero cuando fue evidente que el caso no se resolvía en Cuba y tampoco se podía dilatar una decisión de fondo, en diciembre de 2017, la Comisión Interamericana produjo su informe de admisibilidad.
Un contundente documento con expresas recomendaciones al Estado colombiano para subsanar errores, promover justicia, impulsar verdad y, sobre todo, reparar. Pero la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado, con argumentos más defensivos de las finanzas públicas que interesados en restablecer derechos, decidió no acatarlo. Por eso, ahora está en manos de la Corte Interamericana y el inamovible de las víctimas es el mismo: reparación. Hay dilemas asociados a sus listas y exigencias para que sean depuradas, pero en apoyo a su reclamo se enviaron a la Corte treinta cajas con toda la documentación posible, recaudada a lo largo de muchos años en los territorios.
En esa dispendiosa tarea han surgido contradicciones. La Corporación Reiniciar ha sostenido el caso 28 años y ese esfuerzo ha significado contratar abogados, psicólogos y expertos en derechos humanos, además de promover encuentros en las regiones en busca de testimonios. Pero en su momento Iván Cepeda optó por su propio litigio, y la misma decisión adoptó un grupo de familiares de víctimas en Antioquia, encabezados por Consuelo Arbeláez, viuda del dirigente Gabriel Jaime Santamaría, asesinado en Medellín en 1989; y también Gloria Mancilla, viuda del líder Miguel Ángel Díaz, desaparecido en mayo de 1984.
Eso explica por qué, durante la audiencia del 8 al 12 de febrero próximos, los tres grupos deben repartirse el tiempo otorgado a las víctimas, en proporciones iguales a la Comisión Interamericana y el Estado colombiano. No obstante, entre diferencias y acuerdos, unos y otros tienen una perspectiva afín: muchas víctimas murieron esperando justicia y reparación; otras están en silla de ruedas, enfermas o achacadas por la vejez; la mayoría no ha tenido servicio de salud, muchos siguen perseguidos o no pudieron regresar del exilio; pero todos esperan que el Estado reconozca por fin su responsabilidad.
“Colombia no llegará a la paz y a la reconciliación sin que se esclarezca el (capítulo) de la UP”, expresó el congresista Iván Cepeda en 2011, en otro acto de reconocimiento del Estado por el asesinato de su padre. Ese evento involucró a una víctima que se mueve en las altas esferas políticas. Ahora se trata de adoptar una decisión respecto a 6.002 militantes más, 476 por casos de desaparición, 3.098 por homicidio y otros cuantos por diversas violaciones de los derechos humanos. El Estado sabe lo que eso significa en términos de reparación digna y quiere convencer a la Corte de que el camino es la justicia transicional; pero las víctimas llevan casi treinta años esperando justicia.
A las ocho de la mañana del próximo lunes 8 de febrero, desde San José (Costa Rica), pero con activa participación virtual desde Colombia, comenzará una audiencia internacional esperada desde hace 28 años. A instancias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se iniciará un debate de cuatro días sobre un asunto crucial en la memoria de Colombia: la responsabilidad del Estado en el exterminio de la Unión Patriótica (UP), partido político surgido en un acuerdo de paz en 1985, que hoy acredita 6.002 víctimas de masacres, asesinatos, desapariciones, exilios, atentados y amenazas.
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La audiencia comenzará con las explicaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para acceder al caso, decisión adoptada en diciembre de 2017 pero rechazada por el Estado colombiano en mayo de 2018. Enseguida dará paso a un debate que, pese a la brevedad de las intervenciones, tiene perspectivas históricas. Una audiencia de expertos que se dará entre las voces representativas de la UP divididas en tres grupos de víctimas, con escasos minutos para resumir ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos su larga historia de resistencia ante la impunidad.
La memoria del capítulo Unión Patriótica, concebido en el acuerdo de paz de Belisario Betancur y las Farc en 1985, que tuvo su congreso de creación en Bogotá el 16 de noviembre, una semana después del holocausto del Palacio de Justicia. Su primera participación electoral fue en los comicios legislativos del 11 de marzo de 1986, cuando, a través de listas propias y alianzas, obtuvo escaños para cinco senadores y nueve representantes a la Cámara. Después consiguió 18 plazas legislativas en asambleas departamentales y más de 300 curules en concejos municipales.
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No obstante, desde antes de constituirse como movimiento político, a los integrantes de la UP comenzaron a matarlos. En sus registros detalla que, previo a su primera incursión electoral ya contabilizaban 247 víctimas entre militantes, activistas, dirigentes y candidatos. Tras las elecciones de marzo de 1986, en los primeros meses de la era Barco, fueron asesinados tres de los legisladores elegidos: los representantes a la Cámara Leonardo Posada Pedraza y Octavio Vargas Cuéllar y el senador Pedro Nel Jiménez Obando. Al año siguiente, fue sacrificado su primer candidato presidencial: Jaime Pardo Leal.
Los líderes de la UP denunciaron planes de exterminio enredados en telarañas de guerra sucia, pero en vez de que se frenara la violencia contra sus militantes o de que la justicia castigara a los responsables, el terror se incrementó con víctimas de masacres, asesinatos selectivos, desapariciones forzadas y exilios. El éxito de la UP en la primera elección popular de alcaldes, en marzo de 1988, en el nordeste de Antioquia, Urabá y el Meta determinó una arremetida contra sus bases políticas, con un rosario de masacres que dejaron el retrato de una época violenta, que concluyó en el asesinato de su segundo candidato presidencial: Bernardo Jaramillo Ossa, en 1990.
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En cuentas de la UP, ya sus muertos pasaban de mil, entre alcaldes, concejales, diputados, dirigentes agrarios, personeros, gobernadores de cabildos y, por supuesto, congresistas. En medio de esta ofensiva, por obvias razones, su retroceso electoral fue inevitable. Si bien intervino en la constituyente de 1991 a través de la delegada Aída Avella, también mantuvo participación legislativa en la era Gaviria y continuó sumando víctimas en los territorios. Las nuevas instituciones de justicia no aportaron mayores avances contra la impunidad, pues no hubo contención del Estado frente a nuevos crímenes.
Ante el estado de indefensión y la falta de respuestas del Estado a las denuncias contra los planes de exterminio, la Corporación Reiniciar, orientada por Jahel Quiroga, exconcejal de Barrancabermeja (Santander), radicó una petición ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para evaluar la responsabilidad del Estado. Sus copartidarios seguían cayendo y el mundo debía saber lo que estaba pasando con la UP. La acción fue radicada el 16 de diciembre de 1993, un mes después del crimen del dirigente comunista José Miller Chacón en Bogotá y casi en la misma semana en que fue asesinado el excongresista Henry Millán, en Florencia (Caquetá).
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En los albores de la era Samper también cayó en Bogotá el senador Manuel Cepeda Vargas. Se reforzaron medidas, pero la lista de homicidios no se detuvo y cobró la vida de muchos dirigentes en los municipios. De norte a sur, de occidente a oriente, hubo violencia política contra su militancia, con la única expectativa de justicia centrada en la petición radicada en la Comisión, que se demoró en abrir el caso hasta 1997, cuando las Farc sumaban prisioneros de guerra a su presión por un canje y el paramilitarismo se abría camino a punta de asesinatos selectivos y masacres, con muchas víctimas de la UP.
En un contexto de diálogos de paz con la insurgencia, cuando llegaron los días del gobierno Pastrana, el Estado colombiano y la Corporación Reiniciar aceptaron la sugerencia de la Corte Interamericana de iniciar un proceso de solución amistosa y así evitar la ruta de la justicia internacional. La iniciativa derivó en un acuerdo suscrito en 2000, que implementó un sistema de protección y mostró disposición para buscar soluciones, pero fue ese impulso comenzó a trastabillar cuando llegó la era Uribe y se agrietaron los diálogos, hasta la ruptura definitiva de la opción de la solución amistosa en 2006.
A ese portazo contribuyó la desafiante postura del gobierno Uribe de desvirtuar la memoria de la UP en desarrollo de su campaña a la reelección, al incluir propaganda desorientadora sobre las verdaderas causas de su difícil tránsito político. Tiempo después, el dirigente político Iván Cepeda (hijo de Manuel Cepeda) logró que la Corte Interamericana de Derechos Humanos resolviera en su favor el litigio por el asesinato de su padre y durante el acto en el que el Estado colombiano debía pedir perdón, el presidente Uribe lo hizo a regañadientes y, contra las evidencias, exteriorizó sus dudas sobre la responsabilidad del Estado en el crimen.
Sin solución a la vista, la discusión del capítulo UP se vio sujeta a la repetición de los violentos, el desgano de la justicia y los vaivenes de la guerra y la paz en la escena política. En la era Uribe, a raíz de la expedición de la Ley de Justicia y Paz, creada para instrumentar el accidentado proceso de negociación con el paramilitarismo, llegó a sugerirse que por esa vía se saldara el asunto. Tiempo después, en desarrollo del proceso de negociación en La Habana entre el gobierno Santos y las Farc, resurgió la idea del camino de la justicia transicional para resolverlo de una vez por todas.
En ambos casos, la posición de las víctimas fue insistir en la ruta de la Comisión Interamericana, en la perspectiva de que sus derechos son innegociables y que debe existir auténtica reparación ante el daño sufrido. En La Habana, con la expectativa de revivir la opción de la solución amistosa, hubo incluso un compás de espera para que Gobierno y Farc habilitaran un espacio para las víctimas de la UP; pero cuando fue evidente que el caso no se resolvía en Cuba y tampoco se podía dilatar una decisión de fondo, en diciembre de 2017, la Comisión Interamericana produjo su informe de admisibilidad.
Un contundente documento con expresas recomendaciones al Estado colombiano para subsanar errores, promover justicia, impulsar verdad y, sobre todo, reparar. Pero la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado, con argumentos más defensivos de las finanzas públicas que interesados en restablecer derechos, decidió no acatarlo. Por eso, ahora está en manos de la Corte Interamericana y el inamovible de las víctimas es el mismo: reparación. Hay dilemas asociados a sus listas y exigencias para que sean depuradas, pero en apoyo a su reclamo se enviaron a la Corte treinta cajas con toda la documentación posible, recaudada a lo largo de muchos años en los territorios.
En esa dispendiosa tarea han surgido contradicciones. La Corporación Reiniciar ha sostenido el caso 28 años y ese esfuerzo ha significado contratar abogados, psicólogos y expertos en derechos humanos, además de promover encuentros en las regiones en busca de testimonios. Pero en su momento Iván Cepeda optó por su propio litigio, y la misma decisión adoptó un grupo de familiares de víctimas en Antioquia, encabezados por Consuelo Arbeláez, viuda del dirigente Gabriel Jaime Santamaría, asesinado en Medellín en 1989; y también Gloria Mancilla, viuda del líder Miguel Ángel Díaz, desaparecido en mayo de 1984.
Eso explica por qué, durante la audiencia del 8 al 12 de febrero próximos, los tres grupos deben repartirse el tiempo otorgado a las víctimas, en proporciones iguales a la Comisión Interamericana y el Estado colombiano. No obstante, entre diferencias y acuerdos, unos y otros tienen una perspectiva afín: muchas víctimas murieron esperando justicia y reparación; otras están en silla de ruedas, enfermas o achacadas por la vejez; la mayoría no ha tenido servicio de salud, muchos siguen perseguidos o no pudieron regresar del exilio; pero todos esperan que el Estado reconozca por fin su responsabilidad.
“Colombia no llegará a la paz y a la reconciliación sin que se esclarezca el (capítulo) de la UP”, expresó el congresista Iván Cepeda en 2011, en otro acto de reconocimiento del Estado por el asesinato de su padre. Ese evento involucró a una víctima que se mueve en las altas esferas políticas. Ahora se trata de adoptar una decisión respecto a 6.002 militantes más, 476 por casos de desaparición, 3.098 por homicidio y otros cuantos por diversas violaciones de los derechos humanos. El Estado sabe lo que eso significa en términos de reparación digna y quiere convencer a la Corte de que el camino es la justicia transicional; pero las víctimas llevan casi treinta años esperando justicia.