La bomba contra la justicia
Hace 25 años, un bus con 500 kilos de dinamita acabó con la vida de al menos 50 personas e hirió a otras 600. Un atentado terrorista perpetrado por el narcotráfico contra las instalaciones del DAS.
Catalina González Navarro
Con el objetivo de asesinar al entonces director del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), general Miguel Maza Márquez, a las 7:30 de la mañana del miércoles 6 de diciembre de 1989, un bus cargado con 500 kilos de dinamita explotó frente al edificio de 11 pisos del organismo de seguridad, ubicado en el populoso sector de Paloquemao, en zona céntrica de la capital colombiana. Tres kilómetros a la redonda sufrieron serios destrozos y en el lugar del atentado quedó un agujero de cuatro metros. Por lo menos 34 vehículos que pasaban en ese momento por el sector quedaron destruidos.
En la historia del país no se había perpetrado un ataque tan aleve contra la población civil. Ya han transcurrido 25 años y, por ejemplo, aún no se sabe qué sucedió con las hermanas Angélica y Consuelo Henríquez Esteban de 15 y 26 años. Ese día salieron muy temprano de su casa con el propósito de solicitar un certificado de antecedentes judiciales en el DAS, porque Consuelo lo necesitaba para posesionarse al día siguiente como auxiliar en el Ministerio de Obras Públicas. La última vez que las vieron hacían fila frente al edificio del DAS para adelantar la diligencia. Desde ese momento se perdió su rastro.
Un drama que se repitió en decenas de casos como el de William Andrés Ortiz González, quien para la época tenía 10 años. Estaba en vacaciones de fin de año y aquel 6 de diciembre de 1989 acompañó a su madre María Elena González Moreno al DAS, donde se desempeñaba como secretaria ejecutiva. Su padre José Ortiz Melgarejo era detective. “Desde los cinco años estábamos preparados para situaciones difíciles. Yo sabía qué era una explosión y entendía lo que eran las amenazas”, recuerda hoy. Su madre ingresó al edificio y él se quedó esperando a su padre en una tienda situada en los alrededores del complejo judicial de Paloquemao. (Vea el testimonio de la víctima)
Minutos después, cuando su madre María Elena llegó a su escritorio ubicado frente a un ventanal, y se recostó frente a una viga de cemento, sucedió el atentado. La onda explosiva la envió violentamente varios metros adelante. Quedó inconsciente y cuándo volvió en sí pensó que su hijo había muerto. Como consecuencia de la acción perpetrada por los carteles de la droga, ella quedó lisiada. Perdió un oído y del otro le quedó audición de apenas el 50%. Tuvo que aprender a leer los labios y su vida cambió para siempre. William Andrés Ortiz sobrevivió al atentado pero lo sigue recordando con la misma zozobra.
De la misma forma como lo recuerda Rafael Jiménez Melo, un latonero de 48 años que ese día acudía al complejo judicial de Paloquemao porque lo habían demandado por un objeto perdido en un carro que se arregló en su taller. Ese 6 de diciembre, a las siete de la mañana, Jiménez Melo esperaba a su abogado en el tercer piso del edificio cuando estalló el bus bomba. Quedó inconsciente y tuvo que ser trasladado al hospital San Ignacio. Fue operado en la cabeza porque sufrió un trauma craneoencefálico en la región parietal izquierda que lo tuvo un tiempo en estado de coma.
Hoy Rafael Jiménez Melo, que ahora vive en el sector de Sierra Morena, en Ciudad Bolívar, al sur de Bogotá, rememora que cuando despertó del estado de coma no podía siquiera hablar y estaba en el quinto piso de un hospital público. Desde ese día hasta hoy le han practicado cinco cirugías para su recuperación. Sin embargo, a pesar de las recurrentes intervenciones médicas, su cuerpo aún refleja las consecuencias del bombazo del 6 de diciembre de 1989. Su audición es escasa, su caminar es lento, la movilidad en su pierna derecha sigue reducida.
Fue una más de las víctimas de ese atentado terrorista, que nunca fueron reparadas, pues ni siquiera la Unidad de Reparación de Víctimas recientemente creada aceptó incluirlas en la lista de las personas afectadas por actos de violencia. La respuesta fue que el atentado del 6 de diciembre de 1989 no fue incluido en el listado de víctimas del conflicto armado entre el Estado y la insurgencia, y que adicionalmente no podían ser consideradas víctimas porque el victimario no llegó a hacerles daño directamente. Desafortunadamente estuvieron en el sitio donde se generó el atentado terrorista.
- ¿Por qué ocurrió?
Según las investigaciones de la época, el atentado iba dirigido al entonces director del DAS, general Miguel Maza Márquez, quien ese mismo año, el 30 de mayo, ya había sido blanco de otro ataque terrorista en Bogotá que dejó siete personas muertas. Maza Márquez, libraba una guerra frontal contra las organizaciones del narcotráfico y los grupos de autodefensa, es decir contra la red criminal que entonces orientaban Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha y Fidel Castaño. En palabras de Maza, eran los responsables de la oleada de asesinatos y atentados que ocurrían en Colombia.
Maza Márquez se salvó de milagro porque su despacho estaba blindado. No sucedió lo mismo con diez empleados del DAS que perdieron la vida. La jefe de enfermeras de la institución, Elvira Isabel Mejía; la secretaria de la jefatura de personal, Mery Edith Monroy; una recepcionista, una auxiliar de servicios generales, un guardia de seguridad, cuatro escoltas y un soldado reservista. El organismo de seguridad tuvo que pasar varios días cerrado antes de reanudar sus actividades con normalidad. Decenas de almacenes, bancos, edificios o bodegas sufrieron destrozos que no fueron reparados.
“Esta es una guerra contra el pueblo colombiano. ¿Cuántos colombianos inocentes murieron hoy? ¿Cuántos están mutilados en las clínicas de Bogotá? ¿Cuántos inocentes quedaron sin techo? Este es un problema del país y el país tiene que salir airoso”, manifestó ese 6 de diciembre Maza Márquez, al señalar que “Todos nos tenemos que unir y las instituciones ponerse de acuerdo para ver cuál es el horizonte más adecuado. Hay que seguir adelante hasta despertar de esta pesadilla, de este laberinto tortuoso y desagradable. Este espectáculo que me tocó vivir y luego ver, no se lo deseo a nadie”.
Desde Tokio (Japón), donde se encontraba por esos días, el entonces presidente Virgilio Barco emitió una declaración para repudiar el atentado y de paso reclamarle al Congreso de la República que, en vez de solidarizarse con las víctimas que en ese doloroso 1989 se contaban por cientos por la acción despiadada del narcoterrorismo, habían decidido atravesarse al trámite de una reforma constitucional que pretendía modernizar las instituciones, impulsando un peligroso referendo para que los colombianos decidieran si se podía o no utilizar la extradición de capos a Estados Unidos.
Días después, la reforma constitucional se hundió porque las mayorías del Congreso insistieron en aprobar el referendo. El gobierno Barco le retiró su respaldo al proyecto y en la memoria de los colombianos quedaron las palabras del ministro Carlos Lemos dando las explicaciones: “No están invitando a los colombianos a un referendo sino a una carnicería. Ahora los narcotraficantes harán prevalecer su poder terrorífico para que se vote según sus deseos. Serán unas elecciones bajo el símbolo de la muerte, de los carros bomba, de los aviones que no terminan su viaje porque son volados”.
Un año y medio después, en medio de las presiones violentas de los narcotraficantes que forzaron al gobierno de César Gaviria a promover una política de sometimiento a la justicia, con laxas penas para aquellos narcotraficantes que aceptaran su rendición, la Asamblea Nacional Constituyente prohibió la extradición de colombianos. Ese mismo día Pablo Escobar Gaviria se entregó y fue recluido en la cárcel de La Catedral en Envigado, donde siguió delinquiendo. La investigación por el atentado al DAS corrió la misma suerte de todos los episodios de violencia narcoterrorista de 1989: quedó en la impunidad.
cgonzalez@elespectador.com
Con el objetivo de asesinar al entonces director del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), general Miguel Maza Márquez, a las 7:30 de la mañana del miércoles 6 de diciembre de 1989, un bus cargado con 500 kilos de dinamita explotó frente al edificio de 11 pisos del organismo de seguridad, ubicado en el populoso sector de Paloquemao, en zona céntrica de la capital colombiana. Tres kilómetros a la redonda sufrieron serios destrozos y en el lugar del atentado quedó un agujero de cuatro metros. Por lo menos 34 vehículos que pasaban en ese momento por el sector quedaron destruidos.
En la historia del país no se había perpetrado un ataque tan aleve contra la población civil. Ya han transcurrido 25 años y, por ejemplo, aún no se sabe qué sucedió con las hermanas Angélica y Consuelo Henríquez Esteban de 15 y 26 años. Ese día salieron muy temprano de su casa con el propósito de solicitar un certificado de antecedentes judiciales en el DAS, porque Consuelo lo necesitaba para posesionarse al día siguiente como auxiliar en el Ministerio de Obras Públicas. La última vez que las vieron hacían fila frente al edificio del DAS para adelantar la diligencia. Desde ese momento se perdió su rastro.
Un drama que se repitió en decenas de casos como el de William Andrés Ortiz González, quien para la época tenía 10 años. Estaba en vacaciones de fin de año y aquel 6 de diciembre de 1989 acompañó a su madre María Elena González Moreno al DAS, donde se desempeñaba como secretaria ejecutiva. Su padre José Ortiz Melgarejo era detective. “Desde los cinco años estábamos preparados para situaciones difíciles. Yo sabía qué era una explosión y entendía lo que eran las amenazas”, recuerda hoy. Su madre ingresó al edificio y él se quedó esperando a su padre en una tienda situada en los alrededores del complejo judicial de Paloquemao. (Vea el testimonio de la víctima)
Minutos después, cuando su madre María Elena llegó a su escritorio ubicado frente a un ventanal, y se recostó frente a una viga de cemento, sucedió el atentado. La onda explosiva la envió violentamente varios metros adelante. Quedó inconsciente y cuándo volvió en sí pensó que su hijo había muerto. Como consecuencia de la acción perpetrada por los carteles de la droga, ella quedó lisiada. Perdió un oído y del otro le quedó audición de apenas el 50%. Tuvo que aprender a leer los labios y su vida cambió para siempre. William Andrés Ortiz sobrevivió al atentado pero lo sigue recordando con la misma zozobra.
De la misma forma como lo recuerda Rafael Jiménez Melo, un latonero de 48 años que ese día acudía al complejo judicial de Paloquemao porque lo habían demandado por un objeto perdido en un carro que se arregló en su taller. Ese 6 de diciembre, a las siete de la mañana, Jiménez Melo esperaba a su abogado en el tercer piso del edificio cuando estalló el bus bomba. Quedó inconsciente y tuvo que ser trasladado al hospital San Ignacio. Fue operado en la cabeza porque sufrió un trauma craneoencefálico en la región parietal izquierda que lo tuvo un tiempo en estado de coma.
Hoy Rafael Jiménez Melo, que ahora vive en el sector de Sierra Morena, en Ciudad Bolívar, al sur de Bogotá, rememora que cuando despertó del estado de coma no podía siquiera hablar y estaba en el quinto piso de un hospital público. Desde ese día hasta hoy le han practicado cinco cirugías para su recuperación. Sin embargo, a pesar de las recurrentes intervenciones médicas, su cuerpo aún refleja las consecuencias del bombazo del 6 de diciembre de 1989. Su audición es escasa, su caminar es lento, la movilidad en su pierna derecha sigue reducida.
Fue una más de las víctimas de ese atentado terrorista, que nunca fueron reparadas, pues ni siquiera la Unidad de Reparación de Víctimas recientemente creada aceptó incluirlas en la lista de las personas afectadas por actos de violencia. La respuesta fue que el atentado del 6 de diciembre de 1989 no fue incluido en el listado de víctimas del conflicto armado entre el Estado y la insurgencia, y que adicionalmente no podían ser consideradas víctimas porque el victimario no llegó a hacerles daño directamente. Desafortunadamente estuvieron en el sitio donde se generó el atentado terrorista.
- ¿Por qué ocurrió?
Según las investigaciones de la época, el atentado iba dirigido al entonces director del DAS, general Miguel Maza Márquez, quien ese mismo año, el 30 de mayo, ya había sido blanco de otro ataque terrorista en Bogotá que dejó siete personas muertas. Maza Márquez, libraba una guerra frontal contra las organizaciones del narcotráfico y los grupos de autodefensa, es decir contra la red criminal que entonces orientaban Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha y Fidel Castaño. En palabras de Maza, eran los responsables de la oleada de asesinatos y atentados que ocurrían en Colombia.
Maza Márquez se salvó de milagro porque su despacho estaba blindado. No sucedió lo mismo con diez empleados del DAS que perdieron la vida. La jefe de enfermeras de la institución, Elvira Isabel Mejía; la secretaria de la jefatura de personal, Mery Edith Monroy; una recepcionista, una auxiliar de servicios generales, un guardia de seguridad, cuatro escoltas y un soldado reservista. El organismo de seguridad tuvo que pasar varios días cerrado antes de reanudar sus actividades con normalidad. Decenas de almacenes, bancos, edificios o bodegas sufrieron destrozos que no fueron reparados.
“Esta es una guerra contra el pueblo colombiano. ¿Cuántos colombianos inocentes murieron hoy? ¿Cuántos están mutilados en las clínicas de Bogotá? ¿Cuántos inocentes quedaron sin techo? Este es un problema del país y el país tiene que salir airoso”, manifestó ese 6 de diciembre Maza Márquez, al señalar que “Todos nos tenemos que unir y las instituciones ponerse de acuerdo para ver cuál es el horizonte más adecuado. Hay que seguir adelante hasta despertar de esta pesadilla, de este laberinto tortuoso y desagradable. Este espectáculo que me tocó vivir y luego ver, no se lo deseo a nadie”.
Desde Tokio (Japón), donde se encontraba por esos días, el entonces presidente Virgilio Barco emitió una declaración para repudiar el atentado y de paso reclamarle al Congreso de la República que, en vez de solidarizarse con las víctimas que en ese doloroso 1989 se contaban por cientos por la acción despiadada del narcoterrorismo, habían decidido atravesarse al trámite de una reforma constitucional que pretendía modernizar las instituciones, impulsando un peligroso referendo para que los colombianos decidieran si se podía o no utilizar la extradición de capos a Estados Unidos.
Días después, la reforma constitucional se hundió porque las mayorías del Congreso insistieron en aprobar el referendo. El gobierno Barco le retiró su respaldo al proyecto y en la memoria de los colombianos quedaron las palabras del ministro Carlos Lemos dando las explicaciones: “No están invitando a los colombianos a un referendo sino a una carnicería. Ahora los narcotraficantes harán prevalecer su poder terrorífico para que se vote según sus deseos. Serán unas elecciones bajo el símbolo de la muerte, de los carros bomba, de los aviones que no terminan su viaje porque son volados”.
Un año y medio después, en medio de las presiones violentas de los narcotraficantes que forzaron al gobierno de César Gaviria a promover una política de sometimiento a la justicia, con laxas penas para aquellos narcotraficantes que aceptaran su rendición, la Asamblea Nacional Constituyente prohibió la extradición de colombianos. Ese mismo día Pablo Escobar Gaviria se entregó y fue recluido en la cárcel de La Catedral en Envigado, donde siguió delinquiendo. La investigación por el atentado al DAS corrió la misma suerte de todos los episodios de violencia narcoterrorista de 1989: quedó en la impunidad.
cgonzalez@elespectador.com