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Durante la pandemia, el Gobierno Nacional celebró como un éxito haber reducido el hacinamiento carcelario a un récord histórico. Según el Ministro de Justicia, este pasó del 54,5% en febrero de 2020 al 16,7% en agosto de 2021. Sin embargo, esto no fue resultado de acciones del Gobierno para proteger a población reclusa del Covid-19, sino de su decisión de suspender los traslados de personas desde estaciones de policía y URIs a las cárceles nacionales y, así, delegar la carga carcelaria sobre las entidades territoriales. Lastimosamente, aunque positivas en algunos aspectos, las órdenes del fallo anunciado por la Corte Constitucional parecen hacer oficial esta delegación del problema y apostar por resolver la crisis construyendo cárceles, estrategia que ha demostrado no ser efectiva en el pasado.
La pandemia hizo aún más prioritario reducir el hacinamiento y enfrentar otros problemas del sistema carcelario, pues el hacinamiento imposibilitaba el distanciamiento social, la falta de agua potable en algunos establecimientos dificultó cumplir con el lavado de manos y la deficiente atención en salud presagiaba — como ocurrió— la muerte evitable de personas por Covid-19. A pesar de esto, durante la pandemia el Gobierno Nacional no sólo continuó proponiendo aumentos punitivos que agravan el hacinamiento (como la cadena perpetua, declarada inconstitucional, y los aumentos de penas de la Ley de Seguridad Ciudadana) y oponiéndose a iniciativas para reducirlo (como el servicio comunitario para mujeres cabeza de hogar condenadas por delitos leves), sino que adoptó medidas insuficientes para proteger a la población carcelaria del Covid-19.
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En marzo de 2020, el Gobierno expidió el Decreto Legislativo 546 de 2020 que creó el beneficio de reclusión domiciliaria transitoria. Sin embargo, este fue criticado por varios penalistas por ser insuficiente, pues sólo beneficiaría a 4.000 personas, menos del 10% de la sobrepoblación de las cárceles al inicio de la pandemia, que era de más de 40.000. Meses después, el Decreto demostró ser un fracaso: para noviembre de 2021, benefició a sólo 1.300 personas, reducción de apenas el 3,1% del hacinamiento que existía al inicio de la pandemia.
Pero entonces, ¿por qué se redujo el hacinamiento durante la pandemia? La verdad es que no desapareció, sino que se trasladó porque el Decreto suspendió los traslados desde los centros de detención transitoria hacia las cárceles nacionales. Aunque esto se justificó en evitar el ingreso del Covid-19 a las cárceles, su verdadero impacto fue evitar que las personas capturadas ingresaran a las cárceles nacionales y tuvieran que permanecer en los centros de detención transitoria. Por ello, estos pasaron de tener, según datos de la Policía, un hacinamiento global del 61,4% en marzo de 2020 (10.074 personas en 6.242 cupos) a uno del 153,9% en julio de 2021 (20.821 personas en 8.200 cupos), un incremento de 92,6 puntos porcentuales en tan sólo 16 meses.
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Para julio de 2021, esta situación llevó a que casi todas las personas en los centros de detención transitoria debían estar en cárceles o prisiones, pues el 91,9% se encontraba bajo detención preventiva y el 8,1% con penas de prisión, pero por la suspensión de traslados no pudieron ingresar al sistema nacional. Así, sin la suspensión, el hacinamiento en las cárceles nacionales habría sido del 42,4% en julio de 2021, pues hubieran tenido recluidas a 117,207 personas (las 96.386 reportadas por el INPEC en ese mes más las 20.821 en centros de detención transitoria) – es decir, sólo 4.872 menos que cuando inició la pandemia.
El Decreto, además de poco efectivo, fue contraproducente. Éste aumentó el hacinamiento y la violación de derechos fundamentales en los centros de detención transitoria a niveles incluso más graves que los tenían las cárceles, pues estos no están diseñados para la reclusión prolongada de personas y carecen de la competencia legal, infraestructura, personal y recursos para garantizar condiciones dignas de reclusión. Así, como lo mostró la Defensoría del Pueblo, estos presentan hoy índices de hacinamiento nunca antes vistos: por ejemplo, los centros de Fray Damián en Cali, de la Candelaria en Medellín y de Puente Aranda en Bogotá tenían, en febrero de 2022, hacinamientos del 3.220%, 1.396% y 889% respectivamente.
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Por si fuera poco, esta estrategia también significó que el Gobierno delegó la carga del hacinamiento sobre las alcaldías y gobernaciones. Aunque el Código Penitenciario y Carcelario establece que estas entidades son en principio las responsables de la población sindicada, también permite que puedan trasladarlas a cárceles nacionales pagando al INPEC su manutención, lo que se hacía antes de la pandemia. Sin embargo, con la suspensión de traslados, el Gobierno impuso el hacinamiento de tajo y sin un plan de acción para evitar que esto desencadenara una nueva crisis. En otras palabras, el Gobierno Nacional “resolvió” una crisis creando otra aún más grave.
Lastimosamente, en su reciente fallo, la Corte Constitucional pareció morder el anzuelo y hacer oficial esta delegación de la crisis. Aunque todavía no se conoce la sentencia, algunas de las ordenes son positivas, como la de incorporar la situación de centros de detención transitoria al seguimiento de la crisis carcelaria y ordenar medidas para reducir el uso de la detención preventiva. Pero la Corte también ordenó a alcaldías y gobernaciones disponer inmuebles temporales, por hasta 6 años, para recluir a personas detenidas e iniciar un plan masivo de construcción de cárceles municipales, lo que es desproporcionado para municipios que cuentan con pocos recursos.
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Aunque está por verse si los inmuebles temporales brindaran condiciones dignas, lo que es poco probable, apostarle de nuevo a resolver el hacinamiento con la construcción de cárceles no lo resolverá de fondo. La misma Corte Constitucional y el Departamento Nacional de Planeación han mostrado que esta es una estrategia inviable, pues el hacinamiento no se debe a la falta de cupos sino al uso excesivo de la cárcel por el Estado: los reiterados aumentos punitivos, que se promocionan como estrategias de seguridad, sencillamente han hecho que la población carcelaria crezca más rápido que lo que el Estado puede construir cupos y garantizar condiciones dignas de reclusión. Por eso, aunque la construcción de cárceles puede aliviar un poco la vulneración de derechos de la población detenida, su construcción puede tardar años, es costosa y no resolverá la crisis de fondo si no es acompañada por una reforma a la política criminal que reduzca el uso excesivo del encarcelamiento.
Un sistema penal en crisis no puede reducir el delito, pues el hacinamiento y la violación de derechos hace imposible la resocialización y crea un campo fértil para la reincidencia. Por eso, y aunque dejar de vulnerar la dignidad humana de miles de ciudadanos es ya una razón suficiente, el Estado debe entender que la mejor estrategia de seguridad es superar la crisis carcelaria. Insistir en aumentos punitivos, en vez de prevenir el delito, sólo agravará el infierno que la población carcelaria lleva soportando por años sin que el Estado resuelva la crisis.
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