La crisis en las cárceles de mujeres: ¿se viene otra ola de demandas contra el Estado?
En una reciente sentencia, el Consejo de Estado sostuvo que las paupérrimas condiciones de una cárcel de mujeres implican responsabilidad del Estado colombiano. Este argumento empezará a adquirir más importancia a medida que otras personas encarceladas empiecen a demandar por perjuicios a la Nación.
María Camila Salazar, Daniela Barragán y Mario Andrés Torres
*Análisis escrito por miembros del Grupo de Prisiones de la Universidad de Los Andes
El Consejo de Estado se pronunció el pasado 20 de noviembre de 2020 sobre la responsabilidad del Estado en las cárceles al fallar el caso de once mujeres que solicitaban una indemnización por los perjuicios ocasionados debido al hacinamiento y las pésimas condiciones de reclusión a las cuales se vieron sometidas. Esta sentencia, que ha pasado relativamente desapercibida por los medios de comunicación, está teniendo un efecto muy importante en las cárceles colombianas, donde las órdenes de la Corte Constitucional para proteger los derechos humanos de la población reclusa han sido mayoritariamente ignoradas, por lo que las indemnizaciones por responsabilidad del Estado ofrecen una nueva posibilidad para presionar al Gobierno Nacional a buscar soluciones a la crisis penitenciaria en medio de la pandemia por COVID 19.
Visite aquí el sitio completo de COVID-19 en las cárceles
En la sentencia, el Consejo de Estado encontró acreditada la responsabilidad del Estado por el daño al que fueron sometidas las internas que soportaron las condiciones de reclusión en la cárcel de Conduy, que para el 2019 había alcanzado un 50,4% de hacinamiento. En 320 metros cuadrados vivían hacinadas 150 mujeres, en un espacio diseñado para albergar 32 personas. Como en la mayoría de las cárceles colombianas, las áreas comunes como los pasillos, el comedor o los baños, se han venido usando por las noches como una gran celda colectiva en donde las mujeres duermen en el suelo. El Consejo de Estado estableció que estas pésimas condiciones de reclusión son equivalentes a un trato cruel, inhumano y degradante. Tal situación no es exclusiva de la prisión de Cunduy; este tipo de tratos desde hace años se ha convertido en una constante del sistema. En particular, en 2012 y 2013 este establecimiento de reclusión había alcanzado un hacinamiento del 400% en el pabellón de mujeres.
(Lea también: El olvido de los derechos ancestrales: indígenas en las cárceles y Covid-19)
Tal como lo señalan varios estudios, vivir en prisión siendo mujer tiene consecuencias desproporcionadamente nefastas en comparación con un hombre encarcelado. Para diciembre de 2020 en Colombia había 6,866 mujeres privadas de su libertad en centros de reclusión, de las cuales 4,941 estaban condenadas y 1,814 sindicadas, la gran mayoría de ellas viviendo en condiciones de hacinamiento y falta de implementos de aseo y salud. Tanto el Comité Internacional de la Cruz Roja como el Grupo de Prisiones han indicado que la infraestructura penitenciaria ha sido diseñada principalmente para hombres, segregando a las mujeres a espacios más pequeños, con peores tasas de hacinamiento y condiciones aún más precarias de salubridad. Lo anterior permite resaltar las difíciles condiciones que han tenido que enfrentar las mujeres en la prisión, que se han visto agravadas por la pandemia, pues las condiciones de vida al interior de los centros de reclusión las exponen a un mayor riesgo de contagio. Además de la crisis sanitaria que se vive en las prisiones y que agrava el riesgo para la salud de las reclusas, la pandemia impuso nuevas condiciones que dificultaron aun más el goce efectivo de sus derechos fundamentales, tales como el acceso a programas de resocialización.
Desde el punto de vista jurídico es claro que este tipo de condiciones implican responsabilidad del Estado colombiano, algo que sostuvo el Consejo de Estado en su sentencia y que empezará a adquirir más importancia a medida que otras personas encarceladas empiecen a demandar por perjuicios al Estado colombiano. Las condiciones de vida de las reclusas contrarían la protección que se le debe dar a los condenados, consagrada en el artículo 4 del Código Penal y de los tratados internacionales suscritos por Colombia como por ejemplo la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, y las Reglas Mínimas sobre el Tratamiento de los Reclusos de Naciones Unidas, entre otros.
(Lea también: Las prisiones brasileñas en pandemia: la ausencia de información y el drama de los familiares)
Esta sentencia del Consejo de Estado se suma a otra decisión judicial que ha vuelto a impulsar el debate público en torno a la imposibilidad de lograr una efectiva resocialización en las cárceles. La Corte Constitucional en la sentencia T-414 de 2020 revisó la acción de tutela interpuesta por un recluso que alegaba la vulneración de sus derechos al trabajo y a la igualdad. El accionante indicó que había realizado varias peticiones para ingresar a un programa de trabajo que le permitiese continuar con su proceso de resocialización y redimir la pena que le fue impuesta; sin embargo, después de varios meses de presentada su solicitud, no se le había permitido acceder a una actividad resocializadora. En su sentencia la Corte Constitucional hace evidentes las carencias de las cárceles colombianas para cubrir las necesidades de resocialización de la población condenada, en buena parte debidas a la falta de personal y de infraestructura suficientes. A partir del artículo 25 de la Constitución Política, y los artículos 9 y 79 de la Ley 65 de 1993, la Corte Constitucional señaló que “la pena tiene función protectora y preventiva, pero su fin fundamental es la resocialización”. Asimismo, sostuvo que el trabajo es “un derecho y una obligación social que goza en todas sus modalidades de la protección especial del Estado”. El alto tribunal también afirmó que el artículo 142 de la Ley 65 de 1993 establece que “el objetivo del tratamiento penitenciario es preparar al condenado, mediante su resocialización para la vida en libertad”.
(Lea también: El silenciamiento de los presos en Colombia y cómo contrarrestarlo)
Las sentencias anteriores evidencian que las altas cortes colombianas han empezado a dirigir su mirada a uno de los problemas más ignorados de la crisis penitenciaria: los obstáculos para que, a través del tratamiento penitenciario, mejoren las posibilidades de adquirir un empleo o de dejar atrás el ciclo de criminalidad de las personas que salen de prisión. De acuerdo con un estudio realizado por Susana Ochoa en 2018, en el que se entrevistó a miembros del área de recursos humanos de diferentes entidades privadas, un aspirante a un empleo con antecedentes penales es inmediatamente descartado, “incluso aunque su formación académica y su experiencia sea mayor que la de otros candidatos”. Lo anterior, sin importar el tipo de delito por el que la persona fue condenada ni hace cuánto tiempo cometió el delito. Las barreras en el acceso a un empleo son particularmente graves para las mujeres, pues los estereotipos de género relacionados con las labores de cuidado han conducido a una desmotivación de los empleadores para contratar mujeres. Por ejemplo, en un estudio realizado por Natalia Ramírez Bustamante en 2019, se encontró que los empleadores hacen uso de prácticas discriminatorias para descartar a mujeres del mercado laboral, tales como la toma de una prueba de embarazo o incluso políticas que desincentivan la contratación mujeres en edad fértil, para evadir las cargas laborales propias de una trabajadora que es o será madre.
(Lea también: Incendio en el CAI de San Mateo: el lado más oscuro de la política de seguridad ciudadana)
La mirada de los jueces a los problemas de las mujeres y de la resocialización tiene consecuencias más grandes de las que el gobierno colombiano ha dimensionado hasta el momento. La sentencia del Consejo de Estado permite prever una ola de demandas de personas privadas o que han estado privadas de la libertad solicitando indemnizaciones bajo el mismo sustento jurídico. El Ministerio de Justicia y el INPEC deberían tener sus ojos puestos en lo que podrían ser unas cuantiosísimas indemnizaciones a cargo del Estado. Pero, más allá de las demandas, deberían mostrar la urgencia de buscar soluciones a las problemáticas que viven las mujeres privadas de la libertad, las cuales se han acentuado durante la pandemia.
*Análisis escrito por miembros del Grupo de Prisiones de la Universidad de Los Andes
El Consejo de Estado se pronunció el pasado 20 de noviembre de 2020 sobre la responsabilidad del Estado en las cárceles al fallar el caso de once mujeres que solicitaban una indemnización por los perjuicios ocasionados debido al hacinamiento y las pésimas condiciones de reclusión a las cuales se vieron sometidas. Esta sentencia, que ha pasado relativamente desapercibida por los medios de comunicación, está teniendo un efecto muy importante en las cárceles colombianas, donde las órdenes de la Corte Constitucional para proteger los derechos humanos de la población reclusa han sido mayoritariamente ignoradas, por lo que las indemnizaciones por responsabilidad del Estado ofrecen una nueva posibilidad para presionar al Gobierno Nacional a buscar soluciones a la crisis penitenciaria en medio de la pandemia por COVID 19.
Visite aquí el sitio completo de COVID-19 en las cárceles
En la sentencia, el Consejo de Estado encontró acreditada la responsabilidad del Estado por el daño al que fueron sometidas las internas que soportaron las condiciones de reclusión en la cárcel de Conduy, que para el 2019 había alcanzado un 50,4% de hacinamiento. En 320 metros cuadrados vivían hacinadas 150 mujeres, en un espacio diseñado para albergar 32 personas. Como en la mayoría de las cárceles colombianas, las áreas comunes como los pasillos, el comedor o los baños, se han venido usando por las noches como una gran celda colectiva en donde las mujeres duermen en el suelo. El Consejo de Estado estableció que estas pésimas condiciones de reclusión son equivalentes a un trato cruel, inhumano y degradante. Tal situación no es exclusiva de la prisión de Cunduy; este tipo de tratos desde hace años se ha convertido en una constante del sistema. En particular, en 2012 y 2013 este establecimiento de reclusión había alcanzado un hacinamiento del 400% en el pabellón de mujeres.
(Lea también: El olvido de los derechos ancestrales: indígenas en las cárceles y Covid-19)
Tal como lo señalan varios estudios, vivir en prisión siendo mujer tiene consecuencias desproporcionadamente nefastas en comparación con un hombre encarcelado. Para diciembre de 2020 en Colombia había 6,866 mujeres privadas de su libertad en centros de reclusión, de las cuales 4,941 estaban condenadas y 1,814 sindicadas, la gran mayoría de ellas viviendo en condiciones de hacinamiento y falta de implementos de aseo y salud. Tanto el Comité Internacional de la Cruz Roja como el Grupo de Prisiones han indicado que la infraestructura penitenciaria ha sido diseñada principalmente para hombres, segregando a las mujeres a espacios más pequeños, con peores tasas de hacinamiento y condiciones aún más precarias de salubridad. Lo anterior permite resaltar las difíciles condiciones que han tenido que enfrentar las mujeres en la prisión, que se han visto agravadas por la pandemia, pues las condiciones de vida al interior de los centros de reclusión las exponen a un mayor riesgo de contagio. Además de la crisis sanitaria que se vive en las prisiones y que agrava el riesgo para la salud de las reclusas, la pandemia impuso nuevas condiciones que dificultaron aun más el goce efectivo de sus derechos fundamentales, tales como el acceso a programas de resocialización.
Desde el punto de vista jurídico es claro que este tipo de condiciones implican responsabilidad del Estado colombiano, algo que sostuvo el Consejo de Estado en su sentencia y que empezará a adquirir más importancia a medida que otras personas encarceladas empiecen a demandar por perjuicios al Estado colombiano. Las condiciones de vida de las reclusas contrarían la protección que se le debe dar a los condenados, consagrada en el artículo 4 del Código Penal y de los tratados internacionales suscritos por Colombia como por ejemplo la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, y las Reglas Mínimas sobre el Tratamiento de los Reclusos de Naciones Unidas, entre otros.
(Lea también: Las prisiones brasileñas en pandemia: la ausencia de información y el drama de los familiares)
Esta sentencia del Consejo de Estado se suma a otra decisión judicial que ha vuelto a impulsar el debate público en torno a la imposibilidad de lograr una efectiva resocialización en las cárceles. La Corte Constitucional en la sentencia T-414 de 2020 revisó la acción de tutela interpuesta por un recluso que alegaba la vulneración de sus derechos al trabajo y a la igualdad. El accionante indicó que había realizado varias peticiones para ingresar a un programa de trabajo que le permitiese continuar con su proceso de resocialización y redimir la pena que le fue impuesta; sin embargo, después de varios meses de presentada su solicitud, no se le había permitido acceder a una actividad resocializadora. En su sentencia la Corte Constitucional hace evidentes las carencias de las cárceles colombianas para cubrir las necesidades de resocialización de la población condenada, en buena parte debidas a la falta de personal y de infraestructura suficientes. A partir del artículo 25 de la Constitución Política, y los artículos 9 y 79 de la Ley 65 de 1993, la Corte Constitucional señaló que “la pena tiene función protectora y preventiva, pero su fin fundamental es la resocialización”. Asimismo, sostuvo que el trabajo es “un derecho y una obligación social que goza en todas sus modalidades de la protección especial del Estado”. El alto tribunal también afirmó que el artículo 142 de la Ley 65 de 1993 establece que “el objetivo del tratamiento penitenciario es preparar al condenado, mediante su resocialización para la vida en libertad”.
(Lea también: El silenciamiento de los presos en Colombia y cómo contrarrestarlo)
Las sentencias anteriores evidencian que las altas cortes colombianas han empezado a dirigir su mirada a uno de los problemas más ignorados de la crisis penitenciaria: los obstáculos para que, a través del tratamiento penitenciario, mejoren las posibilidades de adquirir un empleo o de dejar atrás el ciclo de criminalidad de las personas que salen de prisión. De acuerdo con un estudio realizado por Susana Ochoa en 2018, en el que se entrevistó a miembros del área de recursos humanos de diferentes entidades privadas, un aspirante a un empleo con antecedentes penales es inmediatamente descartado, “incluso aunque su formación académica y su experiencia sea mayor que la de otros candidatos”. Lo anterior, sin importar el tipo de delito por el que la persona fue condenada ni hace cuánto tiempo cometió el delito. Las barreras en el acceso a un empleo son particularmente graves para las mujeres, pues los estereotipos de género relacionados con las labores de cuidado han conducido a una desmotivación de los empleadores para contratar mujeres. Por ejemplo, en un estudio realizado por Natalia Ramírez Bustamante en 2019, se encontró que los empleadores hacen uso de prácticas discriminatorias para descartar a mujeres del mercado laboral, tales como la toma de una prueba de embarazo o incluso políticas que desincentivan la contratación mujeres en edad fértil, para evadir las cargas laborales propias de una trabajadora que es o será madre.
(Lea también: Incendio en el CAI de San Mateo: el lado más oscuro de la política de seguridad ciudadana)
La mirada de los jueces a los problemas de las mujeres y de la resocialización tiene consecuencias más grandes de las que el gobierno colombiano ha dimensionado hasta el momento. La sentencia del Consejo de Estado permite prever una ola de demandas de personas privadas o que han estado privadas de la libertad solicitando indemnizaciones bajo el mismo sustento jurídico. El Ministerio de Justicia y el INPEC deberían tener sus ojos puestos en lo que podrían ser unas cuantiosísimas indemnizaciones a cargo del Estado. Pero, más allá de las demandas, deberían mostrar la urgencia de buscar soluciones a las problemáticas que viven las mujeres privadas de la libertad, las cuales se han acentuado durante la pandemia.