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“Los restos de Luis Fernando estaban diseminados por un bosque de pinos. De mi mamá había aprendido que la fe mueve montañas. Era un miércoles santo y habíamos hecho la búsqueda sin encontrar nada. Como a las tres de la tarde se fue el sol y el juez que acompañaba la diligencia me dijo: ‘No podemos seguir aquí, mire a ver usted qué hace que yo no puedo volver’”.
“Yo me senté en una roca a llorar. Y dije a los cielos: ‘Señor, sabemos que Luis Fernando está aquí, no me lo dejes enterrado. Tú no puedes colaborar con la impunidad’. Y en eso aparecieron los rayos de sol por entre esos pinos y la luz marcó cerca de un árbol en donde estaban buscando una antropóloga y un campesino. Ellos levantaron algo de tierra y ahí apareció la ropa de Luis y parte de los restos”.
“Pero no encontramos todo; tuvimos que volver. En la segunda exhumación había un árbol que me llamaba la atención, más arriba de donde encontramos los primeros restos. Les dije que buscáramos ahí. Pero el equipo me decía: ‘Señora, entienda que ese árbol está 100 metros más arriba de donde encontramos los restos. Hay que buscar abajo, donde los animales o la tierra lo hayan podido mover’. Pues yo no me voy de aquí hasta que busquen arriba, en la raíz de ese árbol. Cuándo van a entender que a los desaparecidos les violan hasta la ley de gravedad”. Y al fin fueron con mi hija y ahí encontraron el cráneo y otros restos”.
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En abril de 1992, después de tanto tocar puertas, enviar cartas, de tanto persistir e impulsar los procesos judiciales, Fabiola Lalinde encontró los restos de su hijo Luis Fernando, torturado y asesinado por unidades del Batallón Ayacucho del Ejército, el 3 de octubre de 1984 en la vereda Verdún, en Jardín (Antioquia). El joven estudiaba sociología y hacía parte de las Juventudes Comunistas.
El proceso tiene varias características que lo hacen emblemático. Fue el primer caso de desaparición forzada por el que Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se pronunció; abrió camino a otros procesos por el mismo flagelo. Además, Fabiola Lalinde construyó un archivo que documenta los años de su búsqueda. El mismo que empezó con una hoja de vida en la que se describía a su hijo y con la que lo buscaba los días posteriores a su desaparición.
El archivo de Fabiola Lalinde es una de las herramientas de su estrategia para evitar que la desaparición de su hijo quede en la impunidad, una “operación”, como ella misma la denomina, que le ha valido persecuciones, intimidaciones telefónicas, el exilio de uno de sus hijos y hasta prisión.
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“Un año después del asesinato de Héctor Abad Gómez, quien llevó el caso ante la CIDH, la Comisión declaró al Estado colombiano responsable de la desaparición de mi hijo en una resolución del 16 de septiembre de 1988. El 23 de octubre de ese año allanaron mi casa sin orden judicial. El capitán del operativo sacó una bolsa con coca de debajo del armario de Luis Fernando”.
“Me presentaron como la jefe de la narcoguerrilla en Antioquia, con una mesa repleta de droga y banderas con siglas. Así salí en el noticiero. Mi abogada me explicó que era una forma de sacarme de circulación, porque yo me había vuelto incómoda luego de la resolución de la Comisión. Después de la indagatoria me llevaron a la cárcel del Buen Pastor, a la que yo llamaba el ‘hotel del Gobierno’. ‘Señorita, yo hace 20 años que no tenía vacaciones’, le dije a una muchacha. Y como no tenía nada qué hacer me puse a leer sobre el proceso”.
“Un día, en el Buen Pastor, pensando en mi infancia, recordé que mi papá me decía que yo parecía un sirirí. Los sirirís son unos pájaros amarillos que persiguen al gavilán cuando se lleva a los pichones de su nido. Vuela detrás, le chilla y le canta pero nunca le hace daño, hasta que el gavilán suelta al pichón. Entonces caí en cuenta de que la desaparición de Luis Fernando se dio en la Operación Cuervo, así que dije que yo iba a tener mi propia operación. La bauticé Sirirí, porque voy a buscar a mi hijo hasta la muerte. Y yo me volví así, insistente, persistente, incómoda”.
“El 3 de noviembre quedé libre. Era evidente que la droga no era mía. Salí fortalecida de esos días en prisión. El delirio de persecución y el miedo de seguir con la búsqueda quedó en esa celda”.
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Una parte de la Operación Sirirí era la conformación del archivo de la búsqueda. Cartas, papeles enviados a la CIDH, fotos, agendas, recortes de prensa, certificados. Todo organizado en carpetas por orden cronológico. Fabiola Lalinde empezó a darse cuenta de la importancia del trabajo que adelantaba con esos documentos cuando una estudiante de sicología de Bogotá, que hacía su tesis de grado sobre desaparición forzada, viajó hasta Medellín para conocer el archivo. Y en adelante las visitas se hicieron frecuentes, vinieron hasta de Dinamarca para conocer el acervo documental que cumple una función pedagógica, para que la sociedad conozca los hechos, pero también es un soporte ante la justicia que aún está en deuda con Fabiola Lalinde.
En octubre de 2014, el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), como una forma de visibilizar la memoria de las víctimas, digitalizó el archivo de la Operación Sirirí, el mismo que luego postuló ante la Unesco. Así se convirtió en la segunda propuesta del CNMH en ser incorporada al Registro Regional del Programa Memoria del Mundo, después del libro “Tiberio vive hoy: testimonios de la vida de un mártir”, que cuenta la historia del asesinato del sacerdote Tiberio Fernández, a partir de los escritos y dibujos de los habitantes del municipio de Trujillo (Valle del Cauca), en donde oficiaba como sacerdote.
“El pronunciamiento de la Unesco es un reconocimiento a la lucha larguísima y anónima que llevan muchas mujeres como ella”, sostiene Gonzalo Sánchez, director del CNMH. Fabiola Lalinde dice que el reconocimiento le hace sentir que tanto dolor no ha sido inútil. “Estoy orgullosa, aunque yo me veo como una hormiguita ante tantos otros luchadores de los derechos humanos”.