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La selva por cárcel

En Araracuara, 40 años después de que la Colonia Penal y Agrícola Sur fuera cerrada, aún viven Alberto Cuéllar y José Araque. Hoy recuerdan cómo pagaron su condena en esta cárcel.

Alfredo Molano Jimeno
05 de junio de 2011 - 09:00 p. m.
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Hace 40 años, en Araracuara, límite entre el Caquetá y el Amazonas, funcionó una de las más temidas prisiones del país: la Colonia Penal y Agrícola del Sur. Alberto Cuéllar y José Araque llegaron como reos a esta indómita selva y hoy, a traspiés, recuerdan lo que fue algún día lo que alguien llamó el infierno verde.

La colonia penal fue pensada desde 1935 por el presidente liberal Enrique Olaya Herrera, a quien se le ocurrió crear tres cárceles de máxima seguridad: Malpelo, Gorgona y Araracuara. Estando de presidente Alfonso López Pumarejo, el 5 de julio de 1937 se inauguró la prisión. Un penal agrícola en el corazón de la selva. Una prisión de la que hasta la misma manigua se empeña en borrar sus huellas.

“Cuentan que Lleras, siendo ministro de Defensa, viajaba en avioneta a Brasil. Al ver la espesa selva dijo: ¡Aquí debe ser el penal!”, relata Alberto Cuéllar, un putumayense de 86 años que pagó 6 en el penal. Un hombre de respuestas cortas, a quien no le interesa recordar lo que allí pasó.

José Araque tiene 71 años. Vino a parar a la colonia cuando tenía 26, por un crimen que evita contar. “Nací en el Huila en una familia campesina. Por esos años andaba de vago. Comerciaba chucherías entre Medellín y el Tolima. Iba de pueblo en pueblo extendiendo mis cositas en las plazas. Andaba con una gallada, pero tuve que entender la frase esa que dice que uno conoce a los amigos en el hospital y en la cárcel”, explica.

Araracuara tiene una historia negra. Hasta allí llegó el coletazo de la guerra del caucho a principios del siglo XIX. Los horrores de la compañía peruana Casa Arana y colonos colombianos, que asesinaron a más de 40.000 indígenas, quedaron cicatrizados en la memoria de su gente. La vorágine. La de José Eustasio Rivera. La de Arturo Cova, quien “jugó su corazón al azar y se lo ganó la violencia”, toma forma en esta jungla. En los rápidos de los ríos Caquetá y Yarí. Mucha es la literatura que este rincón selvático ha inspirado, entre otros, el reporte al Parlamento inglés hecho por Roger Casmentt en 1911, y que Mario Vargas Llosa retrató bellamente en El sueño del celta.

El viejo Cuéllar, como le dicen en la zona, era un joven de 22 años, nacido en La Hormiga, Putumayo, cuando cayó preso por homicidio. “Me iban a mandar a Gorgona, pero cuando llegamos a Buenaventura el barco ya había salido. Entonces me mandaron a La Modelo en Bogotá y allá llegó el director de la colonia a seleccionar gente. Se llamaba Aníbal Guerrero y escogía campesinos, gente de trabajo. Llegamos por agua en una travesía espantosa”, recuerda.

La colonia, más allá de lo que uno se pueda imaginar, no era una sola construcción con celdas encerradas por muros. Eran 12 campamentos y un patio con jaulas. “En cada campamento había como 60 presos.  En esos estábamos los presos especiales y dormíamos en unos galpones, como gallineros, todos en el suelo, en fila. En el patio metían a los presos por robo. Allá estuve muy poco. Nos castigaban mucho. Mucho juete. Lo mantenían a uno de las chagras a las jaulas, encerrados”, recuerda Cuéllar con la mirada perdida en las espirales de humo de su cigarrillo.

Don Araque, también conocido como Satena, se quedó a vivir en Araracuara cuando purgó su pena. Hoy vive junto a su compañera, una mujer menuda que estuvo como enfermera en los tiempos del penal pero que ya no recuerda nada.

“Yo llegué como cualquiera en la vida: por errores del pasado. La vida en el penal era rutinaria. Uno estaba sometido al régimen de la penitencia, a pedir permiso para todo, pa bañarse, pa comer, era un régimen muy verraco. Aquí había sobre todo presos políticos, Recuerdo que estuvo el Hampón 51, un bandido que se robó el Banco de la República. Al poco tiempo de llegar, me sacaron para servicio especial y me mandaron a trabajar a la represa, que generaba la luz para el campamento. A uno le daban un reconocimiento por su trabajo. A mí me pagaban $45”, narra.

Hoy, en Araracuara no hay alumbrado público. Hace tres años se fundieron los generadores de la hidroeléctrica, en esa que trabajó Araque en los tiempos de su presidio, y no ha sido posible arreglarla. 300 habitantes de esta comisaría viven a vela y, los que tienen, con plantas eléctricas.

Don Araque fue de los últimos presos que salieron de la colonia. Volvió a la libertad a finales de 1969. El último preso salió en 1971. Cuando se sumerge en el pasado, en ese parpadeo que busca el recuerdo, Araque pierde la beligerancia, vuelve a ser un preso, un reo que debe aceptar cualquier orden. “Se llamaba colonia agrícola porque los presos veníamos apagar nuestra condena con trabajo forzado. Limpiábamos potreros, arreglábamos las carreteras, sembrábamos yuca, maíz, plátano, había vacas. En esos tiempos, Araracuara era muy productiva, había carros, las carreteras estaban arregladas, había ganado, pescado pa mandar a Bogotá. Donde hoy está el pueblo era desmontado,  la selva ha recuperado su espacio”, le refuta al presente.

Alberto Cuéllar vive en uno de los apartamentos que construyó y abandonó la Corporación Araracuara. un lugar de investigación que durante años fue el centro económico de la región. La casa del viejo Cuéllar era un cuarto frío para conservar el pescado. Para él, recordar el penal es un ejercicio doloroso, su mirada se suspende en el infinito y las palabras se entrecortan entre bocanada y bocanada de cigarrillo. “Fue muy terrible. Murió mucha gente”, tararea para sí en cada intento por traer esos tiempos.

“Yo me quedé porque no tenía nada que hacer en mi tierra. Uno tiene sus enemigos, y volver sólo lo lleva a tres lugares: la cárcel, el cementerio o la clandestinidad. Yo no quiero saber nada de lo que pasó. No quiero recordar nada de eso, usted sabe que el diablo es diablo y viene con la palabra. Sí le puedo decir que aquí murió mucha gente. la verdad es que los recuerdos son sólo de sufrimientos. Enfermedades, muertos, corrupción. Nadie le daba la mano al otro. Era muy cruel. Aquí mataron mucha gente. Uno encontraba muertos en los caminos. Eran los que se habían volado y los encontraban”, anota don Cuéllar.

Lo mismo, en distinta forma, le pasa a Araque. Recuerda sus días en el penal como tiempos de miseria y crueldad. “Había castigos severos, tortura. Por ejemplo, recuerdo mucho una de las peores. Los crucificaban en un lugar llamado Puerto Mosco. Sin ropa, contra un palo hasta que los moscos lo mataban, a los tres días ya estaban muertos Los bicho lo habían reventado. Era muy dura la vida: mucha tortura y garrote”.

Y continúa contando: “El director más malo fue Belisario Cobo Duarte. Era un santandereano y murió en Leguízamo arrepintiéndose de lo que había hecho. Una vez nos mandó a formar. Había un preso que tenía un miquito y lo llevaba al hombro. Entonces le dijo al preso: ‘¿Y cómo se llama ese chimpancé?’. El preso respondió: ‘Belisario’. Y el director respondió: ‘Pues se llamaba Belisario ese hijueputa’. y ¡pa!, le metió una bala en la cabeza al animal. Era un monstruo y tenía una puntería de miedo”.

El viejo Cuéllar y don Araque se quedaron por la misma razón en Araracuara: se habían acostumbrado a este rincón olvidado y temían sumarle a la pena que pagaron en la cárcel la venganza de sus deudos. Para Cuéllar, la conclusión de su vida es que “la realidad, la verdad de lo que ha pasado, es lo que uno ha visto y lo que ha sentido. Lo que ha visto sentir”. Para Araque, por su parte, la conclusión de su experiencia en la cárcel es que “lo que allí pasa no se sale de los muros que la encierran. De los barrotes para adentro pasan muchas cosa y todas bajo la voz del silencio. Yo no quiero recordar nada de eso. Eso es como una pesadilla y como dice el dicho, ‘El muerto al hoyo y el vivo al baile’”.

Para ambos, la prisión ha sido toda su vida, un recuerdo amargo que vaga en sus pesadillas, en su memoria. Un recuerdo que aún los mantiene cautivos y los ata al Araracuara, como si su condena hubiera sido la selva por cárcel.

El avión de la pista

Al aterrizar en Araracuara, lo primero que se encuentra es una pista en recebo y un avión caído que evidencia haber sido dejado en la maleza hace años. Los reclusos construyeron la pista, la hicieron a pica y pala y hoy, 41 años después de haber sido cerrado el penal, continúa idéntica. “´Recuerdo el día que se cayó el avión. Fue en los tiempos de invierno. Cuando el aparato iba a aterrizar caía un aguacero tremendo, de esos que sólo se ven en la selva, y al tocar tierra no pudo frenar y se salió de la pista. Venía lleno de remesas. La mercancía se regó por todas partes. Eran toneladas de arroz, fríjoles, maíz y arvejas”, rememora José Araque.

Por Alfredo Molano Jimeno

 

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