Las Águilas Negras volaron a Venezuela
El Espectador recorrió el Táchira, donde estos grupos montaron estructuras ilegales que se convirtieron en un poder que controla casi todo y ofrece hasta seguros de vida.
Enrique Rivas G. / Enviado especial al Táchira
Pedro Díaz está seguro de que hasta enero del próximo año vivirá sin miedo a morir y que tampoco atacarán a los suyos. Él se blindó de estos males comprando un seguro de vida de cuatro millones de bolívares que las Águilas Negras le vendieron por cuotas y que le permite transitar con claves y señales en todo el Táchira, un estado en el que a estos grupos se les atribuye el 85% de los 506 homicidios registrados en 2008.
El seguro forma parte de la realidad venezolana, sobre todo en San Cristóbal, San Antonio del Táchira, Ureña, Rubio, La Fría y Barrancas, poblaciones de la frontera colombo-venezolana donde trabaja Díaz, director de la fundación Una Luz por la Vida, ONG que se encarga de contabilizar las víctimas del sicariato.
A Pedro lo contactaron el 4 de enero pasado a través de una llamada a su celular. Lo citaron luego a la iglesia de La Consolación de Táriba, un municipio cuya cabecera es Barrancas. Ya dentro del templo, le hicieron firmar un documento y le entregaron una calcomanía que le sirve de identificación para el carro. Es un escudo, aparentemente del Deportivo Táchira, que lleva un águila y tiene una clave que no es fácil de identificar, según él.
No es la única señal que contempla el seguro: cuando sale para Elorza, en el estado de Apure (en límites con Arauca), presenta una cuchara, o cuando va a La Fría, frente a Puerto Santander (Colombia), muestra en la alcabala (puesto de control policial) un jabón de baño. “Se llama la vacuna de la vida”, dice sin pudor Pedro, al resaltar también que prefiere pagar por su seguridad a estos grupos que confiar en los escoltas que le brinda el gobierno.
Pero no es sólo con el seguro que las Águilas Negras están haciendo dinero. Según Díaz, ellos están cobrando por protección a personas del barrio Obrero, plazas de mercado, algunos inversionistas del centro comercial Sambil, vendedores ambulantes y las zonas industriales de San Cristóbal y Barrancas, donde alias Toyota es el poder en la sombra.
Un poder mimetizado que no escapa al escrutinio público. La gente, desde el anonimato, advierte que las autoridades casi siempre atribuyen los homicidios en el Táchira y la frontera, con 12.000 víctimas entre 2003 y 2008, a enfrentamientos entre delincuentes cuando en realidad sólo el 15% de las muertes es adjudicable a la guerrilla y a bandas sicariales.
“Llegó un momento en que San Cristóbal tuvo más sicarios y ‘perros’ (como les dicen a los delincuentes comunes que cobran las vacunas de los ‘paras’), que buhoneros (vendedores ambulantes)”, afirma Díaz con cierta sorna.
De estas “vacunas” no se escapan los taxistas. Durante un recorrido de dos días por San Cristóbal, los conductores le dijeron a El Espectador que ellos pagan a los paracos 10.000 bolívares mensuales, los cuales cancelan directamente a las empresas donde están afiliados. Claro está, aclaran que no todo este gremio —de unos 20.000 transportadores— está pagando, aunque creen que sí lo hace un 50% de ellos.
Lo anterior es apenas una parte de ese liso y gran tapete que cubre los males del Táchira y la frontera con Colombia, que cuando se sacude y la polvareda reposa, se descubre un estado con más de un millón de habitantes presa de los delincuentes.
Inocultable violencia que no deja de preocupar al director del Cuerpo Técnico de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas de San Cristóbal (Cicpc), comisario Ramón Maldonado, quien enfatiza en la lucha frontal de su país contra la delincuencia. Sin embargo, la “invasión” de las Águilas Negras es un hecho que no se puede desconocer, y prueba de ello es la captura esta semana de 13 presuntos integrantes de estos grupos en Mérida y Maracay.
Del lado nuestro la Policía Metropolitana de Cúcuta registra 620 capturas de ‘paras’ entre 2003 y los diez primeros días de este año. Sea cual sea el dato cierto, las dos versiones evidencian la gravedad de lo que pasa en una frontera binacional cuya balanza comercial supera los US$6.000 millones al año.
Aún así, las fundaciones Progresar y Una Luz por la Vida creen que no es fácil acabar con estos grupos, pues su poder ha llegado a tal punto que en el área fronteriza manejan secuestros; contrabando de gasolina, víveres, precursores químicos para procesar cocaína, hierro y acero, así como narcotráfico y robo de vehículos.
Aseveraciones con las que también está de acuerdo David Corredor, del Movimiento Socialista Bolivariano (MSB), una organización chavista de Cúcuta que trabaja en el tema. Para él, el problema comenzó a ser más evidente cuando el gobierno decidió entregar la ciudadanía a los colombianos. “Chávez es víctima del proceso de nacionalización de unos 3.000 nacionales, muchos de los cuales podrían ser de ellos”, denunció Corredor.
Así entraron
El ingreso de estas organizaciones en el Táchira comenzó en 2003 por Rubio, donde viven más de 70.000 habitantes que mantienen un activo comercio con Cúcuta. Ese año, según los habitantes, algunos comerciantes contrataron a unos miembros de las Autodefensas del Catatumbo, bloque que llevó inicialmente a la región unos 500 hombres, los que causaron la muerte, entre 1998 y 2006, de unas 5.600 personas y desplazaron a otras 80.000.
Primero fueron diez los que llegaron y luego más de cien, entre ellos, alias El Chino Albeiro, un jefe paramilitar que se instaló en el sector de El Mirador de La Palmita, desde donde comenzó operaciones de exterminio contra ladrones, drogadictos, homosexuales y pandilleros. Homicidios que continuaron durante el mandato de otros tres “jefes” que cerraron un pavoroso ciclo de cinco años con 200 rubienses muertos.
Después de una relativa calma que duró hasta septiembre del año pasado, reaparecieron nuevamente a través de un comunicado que hicieron circular en el centro de Rubio con las mismas sentencias de muerte de años atrás, hecho que volvió a sembrar el terror entre los habitantes.
Pero Rubio no fue únicamente el punto de partida para que los ‘paras’ se lanzaran hacia los estados de Zulia y Apure, e incluso Caracas. Aquí también el secuestro hizo de las suyas. Según Porfirio Dávila, de la ONG Venezuela Libre de Secuestros, el año pasado en esta localidad se registraron 35 plagios, muchos de los cuales fueron cometidos por delincuencia común que vendió las víctimas a la guerrilla o al mejor postor.
La frontera caliente
La del Táchira es una situación que no sólo afecta el lado venezolano, en el que las víctimas de Una Luz por la Vida ya sobrepasaron las 3.000, sino también a Norte de Santander. Una frontera de 540 kilómetros que, según Wilfredo Cañizares, empezó a deteriorarse desde 1999, cuando el bloque Catatumbo de las Auc llegó hasta Cúcuta y terminó controlando el área metropolitana, según la Fundación Seguridad y Democracia y el Sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría (SAT)
Según Progresar, la capital nortesantandereana y el departamento pasaron a tener los índices más altos de violencia al promediar hasta 800 homicidios anuales. El comandante de la Policía Metropolitana, coronel Jorge Flórez, asegura que este indicador fue reducido el año pasado.
Es así como estos grupos, que en un comienzo fueron integrados por miembros de las Auc, luego desmovilizados y ahora con el rótulo de Águilas Negras, lograron permear y traspasar una frontera donde el 50% de los homicidios tienen como víctimas a ciudadanos colombianos.
A esta situación, según Pedro Díaz, no se pudo llegar sin la colaboración de miembros de la Guardia Nacional y la Policía, organismos que no tienen reparo en cobrar por el paso ilegal de la frontera entre 20.000 y 50.000 bolívares, representados en tarjetas prepago o dinero en efectivo.
Esta corrupción comienza en el mismo San Antonio del Táchira y se reedita con los transportadores de servicio público y contrabandistas de gasolina, ambos envueltos en ese círculo ilegal de reventa del combustible en Cúcuta. Ellos, según el testimonio de los ayudantes, deben depositar diariamente 10.000 bolívares en una urna que tiene instalada la Guardia Nacional en un quiosco de Coca-Cola frente al caserío de Bojal, por la vía a Rubio.
Así es la frontera viva, la que tiene familiares en ambos lados, la que hace oídos sordos cuando Bogotá y Caracas desechan las vías diplomáticas, la que intenta no dejarse morir de hambre y la que permite que las Águilas Negras abran “franquicias” o crucen como Pedro por su casa por 190 trochas clandestinas. La misma línea imaginaria a través de la que Pedro Díaz denuncia el trasteo de muertos de un lado a otro para que los homicidios no dañen la imagen local.
Pero los moradores de la zona fronteriza del Táchira están decididos a vivir al precio que sea, así tengan que pagar la “vacuna de la vida” o ayudar a movilizar a los habitantes de Rubio para marchar el próximo 6 de marzo en contra de los paracos.
Pedro Díaz está seguro de que hasta enero del próximo año vivirá sin miedo a morir y que tampoco atacarán a los suyos. Él se blindó de estos males comprando un seguro de vida de cuatro millones de bolívares que las Águilas Negras le vendieron por cuotas y que le permite transitar con claves y señales en todo el Táchira, un estado en el que a estos grupos se les atribuye el 85% de los 506 homicidios registrados en 2008.
El seguro forma parte de la realidad venezolana, sobre todo en San Cristóbal, San Antonio del Táchira, Ureña, Rubio, La Fría y Barrancas, poblaciones de la frontera colombo-venezolana donde trabaja Díaz, director de la fundación Una Luz por la Vida, ONG que se encarga de contabilizar las víctimas del sicariato.
A Pedro lo contactaron el 4 de enero pasado a través de una llamada a su celular. Lo citaron luego a la iglesia de La Consolación de Táriba, un municipio cuya cabecera es Barrancas. Ya dentro del templo, le hicieron firmar un documento y le entregaron una calcomanía que le sirve de identificación para el carro. Es un escudo, aparentemente del Deportivo Táchira, que lleva un águila y tiene una clave que no es fácil de identificar, según él.
No es la única señal que contempla el seguro: cuando sale para Elorza, en el estado de Apure (en límites con Arauca), presenta una cuchara, o cuando va a La Fría, frente a Puerto Santander (Colombia), muestra en la alcabala (puesto de control policial) un jabón de baño. “Se llama la vacuna de la vida”, dice sin pudor Pedro, al resaltar también que prefiere pagar por su seguridad a estos grupos que confiar en los escoltas que le brinda el gobierno.
Pero no es sólo con el seguro que las Águilas Negras están haciendo dinero. Según Díaz, ellos están cobrando por protección a personas del barrio Obrero, plazas de mercado, algunos inversionistas del centro comercial Sambil, vendedores ambulantes y las zonas industriales de San Cristóbal y Barrancas, donde alias Toyota es el poder en la sombra.
Un poder mimetizado que no escapa al escrutinio público. La gente, desde el anonimato, advierte que las autoridades casi siempre atribuyen los homicidios en el Táchira y la frontera, con 12.000 víctimas entre 2003 y 2008, a enfrentamientos entre delincuentes cuando en realidad sólo el 15% de las muertes es adjudicable a la guerrilla y a bandas sicariales.
“Llegó un momento en que San Cristóbal tuvo más sicarios y ‘perros’ (como les dicen a los delincuentes comunes que cobran las vacunas de los ‘paras’), que buhoneros (vendedores ambulantes)”, afirma Díaz con cierta sorna.
De estas “vacunas” no se escapan los taxistas. Durante un recorrido de dos días por San Cristóbal, los conductores le dijeron a El Espectador que ellos pagan a los paracos 10.000 bolívares mensuales, los cuales cancelan directamente a las empresas donde están afiliados. Claro está, aclaran que no todo este gremio —de unos 20.000 transportadores— está pagando, aunque creen que sí lo hace un 50% de ellos.
Lo anterior es apenas una parte de ese liso y gran tapete que cubre los males del Táchira y la frontera con Colombia, que cuando se sacude y la polvareda reposa, se descubre un estado con más de un millón de habitantes presa de los delincuentes.
Inocultable violencia que no deja de preocupar al director del Cuerpo Técnico de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas de San Cristóbal (Cicpc), comisario Ramón Maldonado, quien enfatiza en la lucha frontal de su país contra la delincuencia. Sin embargo, la “invasión” de las Águilas Negras es un hecho que no se puede desconocer, y prueba de ello es la captura esta semana de 13 presuntos integrantes de estos grupos en Mérida y Maracay.
Del lado nuestro la Policía Metropolitana de Cúcuta registra 620 capturas de ‘paras’ entre 2003 y los diez primeros días de este año. Sea cual sea el dato cierto, las dos versiones evidencian la gravedad de lo que pasa en una frontera binacional cuya balanza comercial supera los US$6.000 millones al año.
Aún así, las fundaciones Progresar y Una Luz por la Vida creen que no es fácil acabar con estos grupos, pues su poder ha llegado a tal punto que en el área fronteriza manejan secuestros; contrabando de gasolina, víveres, precursores químicos para procesar cocaína, hierro y acero, así como narcotráfico y robo de vehículos.
Aseveraciones con las que también está de acuerdo David Corredor, del Movimiento Socialista Bolivariano (MSB), una organización chavista de Cúcuta que trabaja en el tema. Para él, el problema comenzó a ser más evidente cuando el gobierno decidió entregar la ciudadanía a los colombianos. “Chávez es víctima del proceso de nacionalización de unos 3.000 nacionales, muchos de los cuales podrían ser de ellos”, denunció Corredor.
Así entraron
El ingreso de estas organizaciones en el Táchira comenzó en 2003 por Rubio, donde viven más de 70.000 habitantes que mantienen un activo comercio con Cúcuta. Ese año, según los habitantes, algunos comerciantes contrataron a unos miembros de las Autodefensas del Catatumbo, bloque que llevó inicialmente a la región unos 500 hombres, los que causaron la muerte, entre 1998 y 2006, de unas 5.600 personas y desplazaron a otras 80.000.
Primero fueron diez los que llegaron y luego más de cien, entre ellos, alias El Chino Albeiro, un jefe paramilitar que se instaló en el sector de El Mirador de La Palmita, desde donde comenzó operaciones de exterminio contra ladrones, drogadictos, homosexuales y pandilleros. Homicidios que continuaron durante el mandato de otros tres “jefes” que cerraron un pavoroso ciclo de cinco años con 200 rubienses muertos.
Después de una relativa calma que duró hasta septiembre del año pasado, reaparecieron nuevamente a través de un comunicado que hicieron circular en el centro de Rubio con las mismas sentencias de muerte de años atrás, hecho que volvió a sembrar el terror entre los habitantes.
Pero Rubio no fue únicamente el punto de partida para que los ‘paras’ se lanzaran hacia los estados de Zulia y Apure, e incluso Caracas. Aquí también el secuestro hizo de las suyas. Según Porfirio Dávila, de la ONG Venezuela Libre de Secuestros, el año pasado en esta localidad se registraron 35 plagios, muchos de los cuales fueron cometidos por delincuencia común que vendió las víctimas a la guerrilla o al mejor postor.
La frontera caliente
La del Táchira es una situación que no sólo afecta el lado venezolano, en el que las víctimas de Una Luz por la Vida ya sobrepasaron las 3.000, sino también a Norte de Santander. Una frontera de 540 kilómetros que, según Wilfredo Cañizares, empezó a deteriorarse desde 1999, cuando el bloque Catatumbo de las Auc llegó hasta Cúcuta y terminó controlando el área metropolitana, según la Fundación Seguridad y Democracia y el Sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría (SAT)
Según Progresar, la capital nortesantandereana y el departamento pasaron a tener los índices más altos de violencia al promediar hasta 800 homicidios anuales. El comandante de la Policía Metropolitana, coronel Jorge Flórez, asegura que este indicador fue reducido el año pasado.
Es así como estos grupos, que en un comienzo fueron integrados por miembros de las Auc, luego desmovilizados y ahora con el rótulo de Águilas Negras, lograron permear y traspasar una frontera donde el 50% de los homicidios tienen como víctimas a ciudadanos colombianos.
A esta situación, según Pedro Díaz, no se pudo llegar sin la colaboración de miembros de la Guardia Nacional y la Policía, organismos que no tienen reparo en cobrar por el paso ilegal de la frontera entre 20.000 y 50.000 bolívares, representados en tarjetas prepago o dinero en efectivo.
Esta corrupción comienza en el mismo San Antonio del Táchira y se reedita con los transportadores de servicio público y contrabandistas de gasolina, ambos envueltos en ese círculo ilegal de reventa del combustible en Cúcuta. Ellos, según el testimonio de los ayudantes, deben depositar diariamente 10.000 bolívares en una urna que tiene instalada la Guardia Nacional en un quiosco de Coca-Cola frente al caserío de Bojal, por la vía a Rubio.
Así es la frontera viva, la que tiene familiares en ambos lados, la que hace oídos sordos cuando Bogotá y Caracas desechan las vías diplomáticas, la que intenta no dejarse morir de hambre y la que permite que las Águilas Negras abran “franquicias” o crucen como Pedro por su casa por 190 trochas clandestinas. La misma línea imaginaria a través de la que Pedro Díaz denuncia el trasteo de muertos de un lado a otro para que los homicidios no dañen la imagen local.
Pero los moradores de la zona fronteriza del Táchira están decididos a vivir al precio que sea, así tengan que pagar la “vacuna de la vida” o ayudar a movilizar a los habitantes de Rubio para marchar el próximo 6 de marzo en contra de los paracos.