Los indígenas: las víctimas invisibles de falsos positivos en el Cesar
La JEP tiene listo el documento de imputación de cargos por las ejecuciones extrajudiciales que habrían cometido militares pertenecientes a esta unidad militar radicada en Valledupar. Según la investigación, uniformados asesinaron a 12 miembros de la comunidad kankuama y wiwa y los presentaron como guerrilleros muertos en combate.
Nohemí Pacheco Zabata tenía 13 años cuando el Ejército le disparó ocho balas. El hecho ocurrió el 9 de febrero de 2005 y las heridas fueron letales. Estaba embarazada. Era indígena Wiwa de la Sierra Nevada de Santa Marta y un escuadrón de las AUC la señaló como objetivo militar. Su familia suplicó para que no se la llevaran. La amordazaron y le amarraron un trapo en la boca para ahogar sus gritos de auxilio. Vivía en una carpa de papel en el corregimiento Atánquez, una de las 12 comunidades del resguardo Kankuamo, junto a su pareja en precarias condiciones alimentarias y de seguridad social. A él también lo mataron y, al igual que a la niña, los uniformados los reportaron como bajas en combate.
Estos detalles “atroces y espeluznantes” los consignó la Jurisdicción Especial para la Paz en el auto en el que le imputa cargos a al menos 10 militares, entre ellos dos oficiales, pertenecientes al Batallón La Popa, ubicado en Valledupar, que habrían cometido al menos 70 ejecuciones extrajudiciales. El Espectador tuvo acceso al documento de 361 páginas en el que, además de consignar los contextos y detalles de la estructura criminal compuesta por varios integrantes del Ejército que asesinaron a más de 170 personas, recopiló información vital para entender el error que vivió el pueblo indígena de la Sierra Nevada por cuenta de los llamados falsos positivos.
(En contexto: ¿Qué hay detrás de las cifras de la JEP sobre los falsos positivos?)
Nohemí Pacheco Zabata es una de las 12 víctimas indígenas que murieron en manos del Ejército y fueron presentados como personas sin identificar o como guerrilleros heridos en combate. El caso de la niña de 13 años es uno de los más crudos de toda la investigación de la JEP, que hace parte del macrocaso 003 que tiene la tarea de estudiar el tema de los falsos positivos en el país. Para la Sala de Reconocimiento que estudia el expediente, el caso de Pacheco Zabata ocurrió en razón a un exacerbado estado de vulnerabilidad, no solo por estar en condiciones de extrema pobreza, sino porque era niña, era mujer y era indígena. Este último, un rasgo que no era indiferente para algunas tropas del Batallón La Popa.
Así lo determinó la JEP al analizar que, entre las tácticas para dar resultados de operaciones o simplemente para acceder a una recompensa (que podía ser una hamburguesa), el Ejército desplegó una estrategia en la que hizo pasar a por lo menos 126 civiles como guerrilleros. La situación en la Sierra Nevada, parte del territorio de operaciones de esta fracción de la fuerza pública, fue especialmente crítica. No solamente porque existía una orden institucional de 2002 de aumentar la presencia de uniformados por el incremento de la violencia contra las comunidades indígenas por cuenta de la presencia de las Farc y grupos de autodefensas, sino porque existía en el Ejército una estigmatización hacia los indígenas, dice el documento.
La medida, según la JEP, resultó contraproducente, pues justamente fue en ese periodo de tiempo cuando empezaron a suceder los asesinatos de los 12 miembros de las comunidades kankuamo y wiwa que, en teoría, debían estar especialmente protegidas por el Estado. “Las víctimas del pueblo Kankuamo constituyeron poco más del 7% de las víctimas totales determinadas por esta Sala. Sin embargo, las verdaderas dimensiones de esta victimización se visibilizan cuando se tiene en cuenta que esta población es minoritaria en el Cesar y no alcanza a representar el 1% de la población del departamento”, explica el auto de la jurisdicción especial.
(Le puede interesar: Ejército pedirá perdón a los Wiwa)
Además de caracterizar los territorios donde sucedieron los hechos y la sistematicidad de los asesinatos ejecutados por varios hombres del Batallón La Popa, la JEP agregó que, en el caso de los falsos positivos contra indígenas, no tuvieron un carácter fortuito. Por una sencilla razón: los soldados sabían perfectamente dónde estaban ubicadas las comunidades, especialmente en el corregimiento de Atánquez y otros sectores que estaban debidamente identificados como resguardos. Y como si la delimitación de sus espacios ancestrales no fuera la única señal de que esos asesinatos no fueron casos “aislados”, la jurisdicción especial recalcó que asimismo los soldados tenían una “perspectiva generalizada” de que los pueblos indígenas estaban relacionados con la guerrilla.
Varias de las versiones voluntarias que dieron exsoldados de este batallón a la JEP dieron cuenta de que la percepción de algunos soldados era que los kankuamos eran guerrilleros o le ayudaban a la guerrilla. Para la JEP no hay duda de que los indígenas fueron estigmatizados por varios soldados que fueron desplegados en la zona y que esa discriminación fue la razón que algunos militares ordenaran ejecuciones extrajudiciales en contra de miembros de la comunidad. La gravedad del asunto la sabían los superiores. Así quedó plasmado en un libro de programas del Batallón La Popa, por una anotación que hizo el coronel (r) Juan Carlos Figueroa Suárez, precisamente investigado por estos hechos.
El exoficial escribió en septiembre de 2004 la siguiente entrada: “Las relaciones con las comunidades indígenas manejarlas con guante blanco. Estamos fallando con las comunidades indígena (sic), tener tacto para manejar las costumbres de lo contrario nos exponemos a denuncias. Hemos traspasado la línea negra profanado los sitios de pagamento, irrespetando los indígenas, robando los animales y los frutos de los cultivos. No entremos a las casas indígenas, ni a los cultivos y mucho menos mirar sus mujeres”. Al igual que Figueroa, la JEP vinculó al caso al general (r) Publio Hernán Mejía, y a otros 13 uniformados como máximos responsables llamados a reconocer su autoría en los asesinatos.
Las víctimas
La Sala de Reconocimiento de la JEP tiene identificados a los 12 indígenas que fueron presentados como falsos positivos. Los nombres de los kankuamos son: Carlos Arturo Cáceres; Uriel Evangelista Arias; Ever de Jesús Montero Mindiola; Juan Enemías Daza Carrillo; Néstor Raúl Oñate Arias; Enrique Laines Arias; Víctor Hugo Maestre; Daiver José Mendoza Montero; Hermes Enrique Carrillo Arias. Y de los wiwa: Carlos Mario Navarro, Luis Eduardo Oñate y, por supuesto, la niña Nohemí Esther Pacheco Zabata. El auto señala que varias de las víctimas fueron retenidas en su territorio o en sus viviendas y posteriormente asesinadas. De algunas de ellas, la jurisdicción especial para la paz revisó miles de documentos, de víctimas y oficiales, para determinar qué sucedió.
(Le recomendamos leer: Las tres fases de los “falsos positivos” del Batallón La Popa)
Por ejemplo, en el caso de Carlos Arturo Cáceres se sabe que estaba regresando a su casa con algo de mercado para su esposa que recién había dado luz a su hijo y fue retenido por el Ejército. Los soldados lo trasladaron hasta las afueras del corregimiento de Guatapurí y allí lo asesinaron. En el caso de Juan Enemías Daza Carrillo, el indígena estaba caminando en compañía de sus dos hijos, de regreso a su casa en la zona conocida como La Pepa, cuando uniformados los detuvieron sin ninguna razón. Los niños corrieron a avisarle a su mamá, quien días después se enteró que a su esposo lo había matado el Ejército y lo había reportado como un guerrillero sin identificar.
De Néstor Raúl Oñate Arias, Enrique Laines Arias y Víctor Hugo Maestre se sabe que fueron retenidos y asesinados en el corregimiento indígena de Atánquez. Néstor Raúl fue sacado de su vivienda y luego llevado a una zona aledaña, donde los efectivos del Ejército acabaron con su vida . “Enrique Laines fue asesinado en la zona de El Brinco . Y Víctor Hugo retenido cuando se dirigía a su vivienda. Fue llevado a la zona de El Peligro, donde lo asesinaron y presentaron como baja en combate (...) Ever de Jesús fue raptado por integrantes de las AUC y entregado al Ejército, cuyos agentes lo asesinaron y presentaron como baja en combate”, añadió la JEP.
(Lea también: ‘Espero lealtad’: así hablaba el coronel Mejía de falsos positivos, según la JEP)
Los familiares de varios de los indígenas que fueron asesinados por el Ejército le contaron a la JEP lo que vivieron entre enero de 2002 y julio de 2005. Esos relatos, más informes de organizaciones sociales y de estas comunidades, se convirtieron en las bases para que la jurisdicción construyera las bases para entender la dimensión de la afectación que vivieron estos pueblos y para que la justicia especial logre lo que no ha podido hacer la ordinaria: juzgar a los responsables de las afectaciones y repare a quienes vivieron un daño que realmente solo pueden entender quienes viven y guían sus vidas a través de la palabra y la cultura de kankuama y wiwa. Aun así, la JEP intentó explicar su dimensión.
De entrada, la jurisdicción especial aclara que se dieron todos los daños a la integridad, el buen nombre y la vida de estos indígenas, pero aclaró que, además, se creó un perjuicio a la tierra, a su cultura y a la pervivencia de los pueblos. A manera de ejemplo, el auto explica que casi la totalidad de los falsos positivos ocurrieron en territorio sagrado y supusieron la profanación y destrucción de los lugares y “la pérdida del disfrute del territorio como ámbito de vida cultural, social, económico y espiritual”. El alcance de este daño se lo explicó a la JEP un miembro de la comunidad, de quien los magistrados reservaron su nombre, pero apuntaron textualmente.
“El territorio para nosotros es un ser vivo, la montaña es un ser vivo, el árbol es un ser vivo, el agua, el río representa a la mujer, la laguna, las montañas son el hombre, los minerales son la sangre. Ahí está todo y si el territorio es afectado, nosotros nos enfermamos del cuerpo. Si yo me cuido el cuerpo, está sano el territorio, pero los cerros estos fueron acribillados, los tenían de prueba, de polígonos, encima de sitios sagrados, porque nosotros les decíamos a los militares no se metan ahí”. Aun así, mataron a los suyos en sus lugares de adoración. Por eso, la JEP considera que el territorio debe entenderse como víctima “en el sentido que le atribuyen las comunidades indígenas, esto es, como interlocutor, sujeto de derechos, de consulta, de bienestar y de medidas de reparación”.
Los asesinatos a los 11 hombres de las comunidades también alteró su cultura. La JEP explicó que con la ausencia de esas figuras, las mujeres tuvieron que asumir tareas que su cosmovisión no había contemplado antes para ellos. Pasaron de ser las encargadas de dar consejos, sanar y transmitir su cultura a través de relatos mientras cocían mochilas con hilo y aguja, a proveer a sus hogares de comida y otros insumos. Y, en muchos casos, de ser las encargadas de buscar a sus seres queridos y de sacar a sus familias del territorio luego de recibir amenazas. Un daño más a su cultura que está directamente relacionada con la tierra en la que habitan.
Los indígenas sabían que al ser kankuamos eran, inevitablemente, objetivos militares. Así se lo hicieron saber a la JEP, instancia a la que también le relataron que muchos de sus miembros se enfermaron a raíz de los asesinatos (muchos de ellos de tristeza) y que eso generó una afectación más. Esa interrupción en sus maneras de vivir y en su cultura también afectó las tareas asignadas a cada generación. Los abuelos, enfermos por perder a sus hijos, ya no transmitían su conocimiento a los menores. Las mujeres, dedicadas a otras tareas, no tenían otra opción que buscar cómo sobrevivir. Y los niños, ante la necesidad de ayudar en la casa, salieron a buscar trabajo alejados de las tradiciones de su pueblo.
(Le puede interesar: Hay más de 300 posibles víctimas de ejecuciones extrajudiciales en el Caribe)
La jurisdicción considera que la violencia que vivieron estas comunidades indígenas fue absolutamente desproporcionada, atroz y espeluznante. El auto recalca que las afectaciones fueron de todo tipo y espera poder ampliarlas cuando haga una diferenciación entre la cultura kankuama y la wiwa porque, aclara, cada una tiene una cosmovisión diferente. En últimas, una afectación directa a la memoria de las comunidades indígenas que, hasta ahora, no han visto ni un asomo de justicia o indemnización. La JEP tiene un reto mayor porque, en este caso, se enfrenta a una reparación inusual: encontrar la fórmula para reparar la memoria perdida, las generaciones rotas y la pérdida de las tradiciones indígenas que ocasionó la guerra en la Sierra Nevada de Santa Marta.
Nohemí Pacheco Zabata tenía 13 años cuando el Ejército le disparó ocho balas. El hecho ocurrió el 9 de febrero de 2005 y las heridas fueron letales. Estaba embarazada. Era indígena Wiwa de la Sierra Nevada de Santa Marta y un escuadrón de las AUC la señaló como objetivo militar. Su familia suplicó para que no se la llevaran. La amordazaron y le amarraron un trapo en la boca para ahogar sus gritos de auxilio. Vivía en una carpa de papel en el corregimiento Atánquez, una de las 12 comunidades del resguardo Kankuamo, junto a su pareja en precarias condiciones alimentarias y de seguridad social. A él también lo mataron y, al igual que a la niña, los uniformados los reportaron como bajas en combate.
Estos detalles “atroces y espeluznantes” los consignó la Jurisdicción Especial para la Paz en el auto en el que le imputa cargos a al menos 10 militares, entre ellos dos oficiales, pertenecientes al Batallón La Popa, ubicado en Valledupar, que habrían cometido al menos 70 ejecuciones extrajudiciales. El Espectador tuvo acceso al documento de 361 páginas en el que, además de consignar los contextos y detalles de la estructura criminal compuesta por varios integrantes del Ejército que asesinaron a más de 170 personas, recopiló información vital para entender el error que vivió el pueblo indígena de la Sierra Nevada por cuenta de los llamados falsos positivos.
(En contexto: ¿Qué hay detrás de las cifras de la JEP sobre los falsos positivos?)
Nohemí Pacheco Zabata es una de las 12 víctimas indígenas que murieron en manos del Ejército y fueron presentados como personas sin identificar o como guerrilleros heridos en combate. El caso de la niña de 13 años es uno de los más crudos de toda la investigación de la JEP, que hace parte del macrocaso 003 que tiene la tarea de estudiar el tema de los falsos positivos en el país. Para la Sala de Reconocimiento que estudia el expediente, el caso de Pacheco Zabata ocurrió en razón a un exacerbado estado de vulnerabilidad, no solo por estar en condiciones de extrema pobreza, sino porque era niña, era mujer y era indígena. Este último, un rasgo que no era indiferente para algunas tropas del Batallón La Popa.
Así lo determinó la JEP al analizar que, entre las tácticas para dar resultados de operaciones o simplemente para acceder a una recompensa (que podía ser una hamburguesa), el Ejército desplegó una estrategia en la que hizo pasar a por lo menos 126 civiles como guerrilleros. La situación en la Sierra Nevada, parte del territorio de operaciones de esta fracción de la fuerza pública, fue especialmente crítica. No solamente porque existía una orden institucional de 2002 de aumentar la presencia de uniformados por el incremento de la violencia contra las comunidades indígenas por cuenta de la presencia de las Farc y grupos de autodefensas, sino porque existía en el Ejército una estigmatización hacia los indígenas, dice el documento.
La medida, según la JEP, resultó contraproducente, pues justamente fue en ese periodo de tiempo cuando empezaron a suceder los asesinatos de los 12 miembros de las comunidades kankuamo y wiwa que, en teoría, debían estar especialmente protegidas por el Estado. “Las víctimas del pueblo Kankuamo constituyeron poco más del 7% de las víctimas totales determinadas por esta Sala. Sin embargo, las verdaderas dimensiones de esta victimización se visibilizan cuando se tiene en cuenta que esta población es minoritaria en el Cesar y no alcanza a representar el 1% de la población del departamento”, explica el auto de la jurisdicción especial.
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Además de caracterizar los territorios donde sucedieron los hechos y la sistematicidad de los asesinatos ejecutados por varios hombres del Batallón La Popa, la JEP agregó que, en el caso de los falsos positivos contra indígenas, no tuvieron un carácter fortuito. Por una sencilla razón: los soldados sabían perfectamente dónde estaban ubicadas las comunidades, especialmente en el corregimiento de Atánquez y otros sectores que estaban debidamente identificados como resguardos. Y como si la delimitación de sus espacios ancestrales no fuera la única señal de que esos asesinatos no fueron casos “aislados”, la jurisdicción especial recalcó que asimismo los soldados tenían una “perspectiva generalizada” de que los pueblos indígenas estaban relacionados con la guerrilla.
Varias de las versiones voluntarias que dieron exsoldados de este batallón a la JEP dieron cuenta de que la percepción de algunos soldados era que los kankuamos eran guerrilleros o le ayudaban a la guerrilla. Para la JEP no hay duda de que los indígenas fueron estigmatizados por varios soldados que fueron desplegados en la zona y que esa discriminación fue la razón que algunos militares ordenaran ejecuciones extrajudiciales en contra de miembros de la comunidad. La gravedad del asunto la sabían los superiores. Así quedó plasmado en un libro de programas del Batallón La Popa, por una anotación que hizo el coronel (r) Juan Carlos Figueroa Suárez, precisamente investigado por estos hechos.
El exoficial escribió en septiembre de 2004 la siguiente entrada: “Las relaciones con las comunidades indígenas manejarlas con guante blanco. Estamos fallando con las comunidades indígena (sic), tener tacto para manejar las costumbres de lo contrario nos exponemos a denuncias. Hemos traspasado la línea negra profanado los sitios de pagamento, irrespetando los indígenas, robando los animales y los frutos de los cultivos. No entremos a las casas indígenas, ni a los cultivos y mucho menos mirar sus mujeres”. Al igual que Figueroa, la JEP vinculó al caso al general (r) Publio Hernán Mejía, y a otros 13 uniformados como máximos responsables llamados a reconocer su autoría en los asesinatos.
Las víctimas
La Sala de Reconocimiento de la JEP tiene identificados a los 12 indígenas que fueron presentados como falsos positivos. Los nombres de los kankuamos son: Carlos Arturo Cáceres; Uriel Evangelista Arias; Ever de Jesús Montero Mindiola; Juan Enemías Daza Carrillo; Néstor Raúl Oñate Arias; Enrique Laines Arias; Víctor Hugo Maestre; Daiver José Mendoza Montero; Hermes Enrique Carrillo Arias. Y de los wiwa: Carlos Mario Navarro, Luis Eduardo Oñate y, por supuesto, la niña Nohemí Esther Pacheco Zabata. El auto señala que varias de las víctimas fueron retenidas en su territorio o en sus viviendas y posteriormente asesinadas. De algunas de ellas, la jurisdicción especial para la paz revisó miles de documentos, de víctimas y oficiales, para determinar qué sucedió.
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Por ejemplo, en el caso de Carlos Arturo Cáceres se sabe que estaba regresando a su casa con algo de mercado para su esposa que recién había dado luz a su hijo y fue retenido por el Ejército. Los soldados lo trasladaron hasta las afueras del corregimiento de Guatapurí y allí lo asesinaron. En el caso de Juan Enemías Daza Carrillo, el indígena estaba caminando en compañía de sus dos hijos, de regreso a su casa en la zona conocida como La Pepa, cuando uniformados los detuvieron sin ninguna razón. Los niños corrieron a avisarle a su mamá, quien días después se enteró que a su esposo lo había matado el Ejército y lo había reportado como un guerrillero sin identificar.
De Néstor Raúl Oñate Arias, Enrique Laines Arias y Víctor Hugo Maestre se sabe que fueron retenidos y asesinados en el corregimiento indígena de Atánquez. Néstor Raúl fue sacado de su vivienda y luego llevado a una zona aledaña, donde los efectivos del Ejército acabaron con su vida . “Enrique Laines fue asesinado en la zona de El Brinco . Y Víctor Hugo retenido cuando se dirigía a su vivienda. Fue llevado a la zona de El Peligro, donde lo asesinaron y presentaron como baja en combate (...) Ever de Jesús fue raptado por integrantes de las AUC y entregado al Ejército, cuyos agentes lo asesinaron y presentaron como baja en combate”, añadió la JEP.
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Los familiares de varios de los indígenas que fueron asesinados por el Ejército le contaron a la JEP lo que vivieron entre enero de 2002 y julio de 2005. Esos relatos, más informes de organizaciones sociales y de estas comunidades, se convirtieron en las bases para que la jurisdicción construyera las bases para entender la dimensión de la afectación que vivieron estos pueblos y para que la justicia especial logre lo que no ha podido hacer la ordinaria: juzgar a los responsables de las afectaciones y repare a quienes vivieron un daño que realmente solo pueden entender quienes viven y guían sus vidas a través de la palabra y la cultura de kankuama y wiwa. Aun así, la JEP intentó explicar su dimensión.
De entrada, la jurisdicción especial aclara que se dieron todos los daños a la integridad, el buen nombre y la vida de estos indígenas, pero aclaró que, además, se creó un perjuicio a la tierra, a su cultura y a la pervivencia de los pueblos. A manera de ejemplo, el auto explica que casi la totalidad de los falsos positivos ocurrieron en territorio sagrado y supusieron la profanación y destrucción de los lugares y “la pérdida del disfrute del territorio como ámbito de vida cultural, social, económico y espiritual”. El alcance de este daño se lo explicó a la JEP un miembro de la comunidad, de quien los magistrados reservaron su nombre, pero apuntaron textualmente.
“El territorio para nosotros es un ser vivo, la montaña es un ser vivo, el árbol es un ser vivo, el agua, el río representa a la mujer, la laguna, las montañas son el hombre, los minerales son la sangre. Ahí está todo y si el territorio es afectado, nosotros nos enfermamos del cuerpo. Si yo me cuido el cuerpo, está sano el territorio, pero los cerros estos fueron acribillados, los tenían de prueba, de polígonos, encima de sitios sagrados, porque nosotros les decíamos a los militares no se metan ahí”. Aun así, mataron a los suyos en sus lugares de adoración. Por eso, la JEP considera que el territorio debe entenderse como víctima “en el sentido que le atribuyen las comunidades indígenas, esto es, como interlocutor, sujeto de derechos, de consulta, de bienestar y de medidas de reparación”.
Los asesinatos a los 11 hombres de las comunidades también alteró su cultura. La JEP explicó que con la ausencia de esas figuras, las mujeres tuvieron que asumir tareas que su cosmovisión no había contemplado antes para ellos. Pasaron de ser las encargadas de dar consejos, sanar y transmitir su cultura a través de relatos mientras cocían mochilas con hilo y aguja, a proveer a sus hogares de comida y otros insumos. Y, en muchos casos, de ser las encargadas de buscar a sus seres queridos y de sacar a sus familias del territorio luego de recibir amenazas. Un daño más a su cultura que está directamente relacionada con la tierra en la que habitan.
Los indígenas sabían que al ser kankuamos eran, inevitablemente, objetivos militares. Así se lo hicieron saber a la JEP, instancia a la que también le relataron que muchos de sus miembros se enfermaron a raíz de los asesinatos (muchos de ellos de tristeza) y que eso generó una afectación más. Esa interrupción en sus maneras de vivir y en su cultura también afectó las tareas asignadas a cada generación. Los abuelos, enfermos por perder a sus hijos, ya no transmitían su conocimiento a los menores. Las mujeres, dedicadas a otras tareas, no tenían otra opción que buscar cómo sobrevivir. Y los niños, ante la necesidad de ayudar en la casa, salieron a buscar trabajo alejados de las tradiciones de su pueblo.
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La jurisdicción considera que la violencia que vivieron estas comunidades indígenas fue absolutamente desproporcionada, atroz y espeluznante. El auto recalca que las afectaciones fueron de todo tipo y espera poder ampliarlas cuando haga una diferenciación entre la cultura kankuama y la wiwa porque, aclara, cada una tiene una cosmovisión diferente. En últimas, una afectación directa a la memoria de las comunidades indígenas que, hasta ahora, no han visto ni un asomo de justicia o indemnización. La JEP tiene un reto mayor porque, en este caso, se enfrenta a una reparación inusual: encontrar la fórmula para reparar la memoria perdida, las generaciones rotas y la pérdida de las tradiciones indígenas que ocasionó la guerra en la Sierra Nevada de Santa Marta.