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En el tránsito entre la niñez y la adolescencia sintieron el mismo impulso: volverse seminaristas. En el verano de la juventud asumieron idéntico destino: iniciarse en la brega de convertirse en disciplinados policías. Con diferencia de meses, antes de los 30 años se casaron y sus hogares empezaron a crecer en distintas regiones y un desafío común: enfrentar a los violentos. Y en la madurez del medio siglo vivido, después de probarse en apremiantes momentos, llegaron a la cúspide de sus carreras profesionales con semejante misión y honor: generales de la República y directores de la Policía.
Son Francisco Naranjo Franco y Óscar Naranjo Trujillo, padre e hijo, amigos y confidentes, el primero de San Antonio del Prado (Antioquia) y promisorio en Bogotá hasta alcanzar la máxima distinción de su fuerza en 1981, y el segundo, bogotano, de proyección nacional y exaltado por un Presidente antioqueño en 2007. Deportistas por excelencia, entusiasmados por el periodismo, consumados lectores y de excelente trato social, guardianes de la ley y testigos de excepción de las victorias y desdichas de un país que los ha visto recorrer los caminos de los últimos 60 años de su historia.
Apenas se asomaba el año 1950, cuando en la sala de su casa en Medellín, después de resolver el infaltable crucigrama, Francisco Naranjo leyó en las páginas de El Colombiano que en la capital se había abierto un curso extraordinario para oficiales de policía. Después de cuatro años de seminarista en el Colegio Claretiano de Bosa y de uno más probándose como aprendiz de carpintero o gestor de un taller para reparación de bicicletas, el quinto de doce hijos de su laboriosa familia encontró un atrayente motivo para regresar a Bogotá y emprender un oficio afecto a su vocación por la gente.
Eran tiempos difíciles, la violencia arreciaba en el campo y en las ciudades protagonizaba el antagonismo político. Con un estilógrafo, un reloj y $200 que le regaló su padre, Francisco Naranjo viajó a Bogotá y a finales de 1950 ya ejercía como oficial de vigilancia en calidad de subcomisario. Desde entonces la historia política fue marcando sus pasos. En la Estación de Las Aguas se enteró del incendio a los periódicos en 1952, a las 72 horas del “golpe de opinión” de Rojas Pinilla inició curso de ascenso para comisario (hoy capitán). Recién ascendido terminó en los Llanos Orientales en proceso de paz.
Regresó a la capital en 1954 y fue asignado a la Unidad de Transportes. Un día de asueto, el coronel Fabio Trujillo lo invitó a una reunión social y le presentó a su hermana menor Amparo, que había llegado a conocer la ciudad procedente de Betulia (Antioquia). Rápidamente se enamoraron y un duraron año de novios con la complacencia de las familias, aunque la mayoría de encuentros se hicieron por teléfono o por correspondencia. En diciembre de 1955 se casaron en una iglesia de El Poblado en su natal Medellín y al año siguiente llegó el primogénito: Óscar Naranjo Trujillo.
Poco a poco se sumaron al matrimonio seis hijos más y, como corresponde a las familias de los oficiales de la Fuerza Pública, empezó el periplo por Colombia. En 1958 en Medellín, donde Francisco Naranjo ayudó a crear la Escuela Carlos Holguín; en 1959 de regreso a Bogotá, a la Unidad de Transportes y doble oficio adicional para el hiperactivo Naranjo: instructor de motos de alto cilindraje y director de la revista de la Policía. En 1963, recién ascendido a mayor, con su prole camino a Cúcuta, porque el oficial Naranjo Franco fue designado comandante de Policía en Norte de Santander.
Breve retorno a Bogotá y hacia 1969 en Cartagena, donde Francisco Naranjo llegó como comandante de la Policía de Bolívar. Una especie de año sabático en un ambiente turístico y pacífico. “Creo que la única emergencia fue la explosión de un cilindro de gas en el sector de Bocagrande”, rememora nostálgico. En 1970 fue designado como director administrativo en la capital de la República, concluyó el ciclo nómada y empezó su vertiginoso ascenso a las cumbres del poder. Sin embargo, entre las vueltas del destino, su hijo mayor Óscar Naranjo afrontaba el reto de su propia búsqueda.
PERIODISTA Y POLICIA
Como su padre, a la misma edad, además animado por los sacerdotes del colegio Calasanz, donde cursó su bachillerato, su primera ilusión fue iniciarse como devoto seminarista. Después se aferró al deporte, pero a diferencia de su progenitor, que siempre se aficionó por la pelota vasca y sus derivados, escogió el voleibol, empezó a destacarse y alcanzó a ser seleccionado en Bogotá. Cuando concluyó su tiempo escolar y tanteaba el terreno de sus afinidades, le coqueteó a la filosofía y a la sociología, pero terminó matriculándose en la Facultad de Periodismo de la Universidad Javeriana.
Entre tanto, Francisco Naranjo Franco, ya con presillas de coronel, entre otros cargos pasaba por la Inspección General de la Policía y la comandancia de la Metropolitana de Bogotá. Y en estas complejas misiones, en un país que comenzaba a sufrir los rigores del conflicto armado, tenía un espontáneo acompañante: su propio hijo Óscar, quien además de mostrarse cada vez más interesado en los métodos policiales para investigar delitos, descrestaba a los profesores y condiscípulos periodistas con sus reportes judiciales, fortalecidos por alucinantes historias respaldadas en las mejores fuentes.
Un día acompañó a un grupo de oficiales al operativo de rescate de una niña de 11 años que estaba secuestrada por la delincuencia común y le quedó gustando esa adrenalina de intensa acción. Después, el M-19 secuestró al dirigente sindical José Raquel Mercado y en varias ocasiones se unió a su padre en las infructuosas pesquisas para localizarlo. En abril de 1976, Mercado apareció asesinado en el sector de El Salitre. Óscar Naranjo sufrió con todo el país por ese injusto desenlace y un mes después, tras comentárselo a su familia, tomó la decisión de su vida: asumir la carrera de policía.
En mayo de 1976 ingresó a la Escuela General Santander a iniciar curso de subteniente. A las tres semanas, como en un juego de relevos, su padre recibió su grado como brigadier general. En 1978, cuando Óscar Naranjo elegía especializarse en inteligencia, su maestro llegaba a la subdirección de la institución. El aprendiz se casó un año más tarde con Claudia Luque y en poco tiempo su hogar empezó a repetir el destino errante. En 1981 viajó a España a adelantar un curso de operaciones especiales, justo en el momento en que su padre subía el último peldaño de sus 31 años de oficial.
En abril de 1981, el presidente Julio César Turbay, con el aval de su ministro de Defensa Luis Carlos Camacho Leyva, designó al general Francisco Naranjo como director de la Policía. Ocupó el cargo hasta finales de 1983 y como el deber constitucional lo ordena, sin deliberar en política, acompañó el tránsito de los tiempos del Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala a la prisa por la paz de Belisario Betancur. Su aporte fundamental fue perfeccionar el trabajo de los organismos especializados contra el delito y pasó al retiro en el mismo momento en que su hijo Óscar afrontaba sus primeros desafíos.
El general Francisco Naranjo entregó su cargo al general Víctor Delgado Mallarino, al tiempo que el capitán Óscar Naranjo se sumaba a los esfuerzos del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla en su cruzada total contra el narcotráfico. Desde entonces, como lo reconoce el propio Francisco Naranjo desde el cuartel de invierno de su cálido hogar, “el país nunca volvió a ser el mismo”. Y desde aquellos días en que el narcotráfico y los grupos armados ilegales erosionan el presente de Colombia, el oficial Óscar Naranjo Trujillo ha sido baluarte en la defensa de las instituciones y el país.
Su trayectoria pública es ampliamente conocida. Fue uno de los cerebros del plan de inteligencia que desde finales de los años 80 logró desmantelar el Cartel de Medellín y en 1993 dar de baja al capo de capos Pablo Escobar. Sigilosamente ofició como mano derecha del general Rosso José Serrano en las acciones que a partir de 1994 permitieron el derrumbe del Cartel de Cali y el apresamiento de su red de mafiosos. Durante cuatro años ofició como Director de Inteligencia, en los últimos tiempos era el comandante de la Policía Judicial. Los ilegales saben que es su enemigo implacable. Pero ni siquiera su padre se imaginó que llegara tan pronto a la cúspide. El 7 de diciembre de 2005 ascendió a brigadier general y 17 meses más tarde, por encima de 11 generales con suficientes méritos, el presidente Uribe le entregó la Dirección de la Policía con el propósito de que la regente hasta el último día de su gobierno. Entonces volvió a hablarse de su éxitos contra mafiosos de distintas calañas, de los enemigos que intentaron desprestigiar su nombre vinculándolo al narco Wílber Varela, de sus dotes de comunicador estrechamente relacionado con los círculos de poder.
“Yo sé que ha sido un buen oficial, pero ni siquiera puedo saber porque yo mismo llegué tan lejos”, insiste Francisco Naranjo. Reconoce que su modelo de director fue el general Bernardo Camacho y sostiene que el más estudioso que ha tenido la Policía ha sido Miguel Antonio Gómez Padilla. Nunca pensó que el general Serrano alcanzara el máximo mando y referencia bien al general (r) Maza Márquez, quien fue su ayudante. Luego vuelve a sus hijos, no oculta que el menor de ellos, hoy en apremios judiciales, le duele y ama, y que nunca ha sido más feliz que siendo el general de sus 13 nietos, ya casi 14.
El máximo honor toca de nuevo a su familia. 26 años después, su primogénito Óscar Naranjo accede al mismo sitial a donde él llegó con esfuerzo. Su carrera empezó a los 22 años y concluyó a los 55. La de su hijo empezó a los 20 y va en los 50. El discípulo parece ir superando al maestro. “Sólo sé que el general Óscar Naranjo es un oficial muy comprometido y que sus dos hijas están orgullosas de lo que hace”, agrega en tono modesto, aprieta su bastón de mando y concluye con aire esperanzado: “Espero que todo termine bien, porque la vida es una carambola y el futuro es extraño para los hombres”.
*Este texto fue originalmente publicado en 2007 tras el nombramiento del General Óscar Naranjo como Director de la Policía.