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Marihuaneros cívicos

La penalización de la dosis mínima reabre el debate sobre si la solución al fenómeno de las drogas tiene que ver más con salud pública que con represión.

Daniel Pacheco / Especial para El Espectador, Cali
22 de mayo de 2010 - 10:00 p. m.
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"¡Vos no entendés: esto es una revolución!", dice en estado alterado de conciencia Hugo, un caleño de 26 años, alto, de rasgos aindiados, hombros anchos y antiguo miembro de los Barones Rojos, la barra más brava del América. Ahora Hugo, o Trauma, como le dicen, es parte de otra tribu, la tribu Dakota.

Y es que no es fácil entender por qué el parque Dakota, en la comuna 5 de Cali, donde desde la mañana empiezan a llegar jóvenes a fumar y vender marihuana, no es simplemente otra olla, como las muchas que pululan en las ciudades de Colombia.

En noviembre de 2008, los representantes de la comunidad de consumidores entraron invitados a la estación de Policía La Rivera, a hablar con el comandante del Distrito 2 de la Policía de Cali, el coronel Ibarra, y el comandante de la estación, el teniente Mateus. Más allá de la informalidad del encuentro y de que no se levantaron actas, para los muchachos sentarse a hablar con los policías que, según ellos, los encerraban en la estación para maltratarlos o pedirles plata como condición de su libertad, fue un hito. La reunión selló un pacto frágil de tolerancia, que hasta hoy más o menos se mantiene, entre los miembros de la Policía y los jóvenes que impunemente inundan de humo el parque Dakota.

El territorio y la ley

Dakota es el parque más grande de la comuna 5, una de las más pobladas de Cali, con 100.358 habitantes. Lo rodean barrios residenciales de estrato 3, con calles pavimentadas, andenes con árboles, casas de dos y tres plantas y conjuntos de pequeños edificios. Tiene una cancha reglamentaria de fútbol, cercada y bien iluminada, dos canchas pequeñas más, barras para hacer ejercicio, juegos de niños y un quiosco grande sobre una loma que domina el terreno.

Sin embargo, el idilio de clase media con este lugar público se deterioró a finales de los 90. “Trotando por las mañanas, empecé a ver grupos de tres o cuatro pelaos fumando”, afirma Juan Carlos Escobar, un ingeniero que ha vivido 17 años en la zona. Pronto los cuatro se volvieron cien, aparecieron jíbaros, muchachos inhalando pegante y fumando basuco, se dispararon las riñas y los robos, y empezaron los choques con la Policía. “Dejé de ir por allá, daba miedo”, dice el ingeniero Escobar. Igual le pasó a la comunidad.

El principio de siglo encontró un parque deteriorado. Nadie volvió a ocuparse de recoger la basura, de cortar el pasto o cuidar las matas. Entre los jóvenes, las cosas también empeoraron, “se veían peleas a cuchillo entre los parches de los distintos barrios que se reúnen acá”, recuerda Julián Ruiz, quien con 33 años, todos vividos en el barrio, es un veterano del grupo.

La comunidad alrededor del parque reaccionó buscando soluciones de parte de la Policía. Empezaron a ver en el fenómeno del consumo una causa a todos los problemas de la zona: delincuencia, basuras, vagancia, ruido.

A su manera, la Policía respondió. César Clavijo, un joven pálido, flaco y de mirada nerviosa, relata cómo, por esa época, lo pilló un policía con un cigarrillo de marihuana. “Me dijo, ‘cométela’ y ahí mismo me hizo tragar el bareto”. Ingerida por vía oral la marihuana tiene un efecto varias veces más potente, y en menos de una hora César estaba vomitando sobre un campo que no dejaba de dar vueltas. Los agentes de la ley no pararon en la violencia psicotrópica. Llegaban, recogían a los jóvenes que quedaban mal parados, y en la estación de Policía, según el ánimo de la ley, los consumidores recibían golpizas, eran extorsionados, obligados a hacer aseo a los baños o simplemente retenidos hasta por 72 horas.

Una foto a cien micos

Cualquier iniciativa organizada entre los jóvenes del parque Dakota parecía imposible. ¿Cómo establecer orden en un lugar al que acudía la gente precisamente porque estaba al margen de ley? “Eso fue como tomarle una foto a cien micos”, dice Fausto Prieto, el líder actual de la tribu Dakota, que fundó la organización que en el barrio se conoce como Piensa Joven.

Irónicamente, lo que estableció lazos comunes entre los distintos parches que llegaban al parque fue la represión policial y la estigmatización de la comunidad. Luego de incontables charlas nocturnas entre el humo y la paranoia de que llegara la Policía, Fausto y Julián decidieron comenzar un movimiento de resistencia. Fausto había crecido en el barrio de Siloé y a los 14 años, luego del asesinato de los “duros” de su banda, heredó la comandancia sobre 60 muchachos. Gracias a las oportunidades de un programa de la Alcaldía contra la delincuencia juvenil, Fausto logró cambiar las armas por los estudios en derechos humanos.

‘El Profe’, como lo conoce todo el mundo, empezó a poner la cara frente a la Policía. Sentado en su casa, a dos cuadras del parque, cuenta que convenció a la gente de la importancia de denunciar las violaciones de derechos humanos, y muestra evidencia de varias quejas ante la Procuraduría que nunca prosperaron. Este trabajo le trajo el reconocimiento del grupo de consumidores y la enemistad de la Policía. Fausto le atribuye esa enemistad a que la Policía haya enviado, entre otros cuerpos de choque, a un contingente de una fuerza especial armada con fusiles y caras pintadas, cuyos miembros, luego de ver a una pandilla de marihuaneros desarmados, se preguntaron qué hacían ahí.

Con el terreno abonado con los jóvenes, Fausto pasó de defender derechos a establecer deberes. “Vos no podés pedir respeto si no lo das a los otros”, dice. El grupo de Piensa Joven prohibió el consumo en la cancha cuando había niños, hace jornadas de aseo continuo y mantenimiento al parque. Frank Girón, el entrenador de la escuela de fútbol que funciona en la cancha, cuenta que “antes de Piensa Joven los pelaos metían vicio en frente de los niños, en los entrenamientos”. Y aunque mientras hablamos, parados sobre la cancha un jueves a las 4 de la tarde, con sus pupilos entrenando al lado, se siente el olor de los muchachos que se traban lejos de la cancha, Frank afirma que “esto, comparado a como era antes, ha mejorado de uno a diez”.

Para cambiar la percepción de inseguridad que el grupo de consumidores generaba, Piensa Joven organizó una Guardia Indígena (hoy reconocida por Aida Quilcue, del CRIC) para luchar contra la delincuencia, que, dice Fausto, “siempre ha existido, sino que nos la empezaron a achacar a nosotros”. La idea dio resultados concretos, como sucedió el pasado diciembre, cuando una señora del barrio recién atracada acudió a ellos y, luego de una persecución en bicicletas y motos, lograron agarrar al ladrón y lo entregaron a la Policía con el arma hechiza que portaba.

El reconocimiento que han logrado frente a los vecinos ha quedado por escrito en varias cartas de la JAL del barrio. Una de ellas, del 12 de noviembre de 2009, dice: “Queremos dar las gracias por la labor que están realizando y por la participación que tuvieron con nosotros en la actividad del 31 de octubre, donde se notó la colaboración de los muchachos en la decoración del quiosco, la traída y llevada de equipos... y el compromiso de seguridad para el no consumo frente a nuestras familias”.

¿Y el microtráfico?

El comandante de la Policía de Cali, general Miguel Bojacá, conoció lo que sucede en el parque Dakota a raíz de esta investigación. Al enterarse de la tolerancia por parte de la Policía con el consumo y el tráfico de drogas, lanzó una orden teatral: “Arrase eso, coronel”, le dijo a su comandante operativo, el coronel Castrillón, que estaba parado al lado.

Para Fausto, el tema de la venta de marihuana y cocaína, las únicas sustancias que se comercian en el parque, no deja de ser preocupante. Sin embargo, su experiencia ofrece una mirada menos radical. “Aquí los que venden son los mismos muchachos que consumen. Van a las ollas serias de los barrios de al lado, se compran su paco y con lo que venden acá se financian su consumo. En Dakota nadie se ha hecho rico vendiendo drogas”. Desde la óptica de Piensa Joven, el microtráfico es un problema que ya venía de antes.

“Lo que necesitan estos pelaos son opciones de trabajo,” dice Fausto. “No somos una población marginal, no queremos trabajos de barrenderos o mensajeros. Queremos ser jóvenes jefes, no empleados”, agrega. Y ya algunos lo son. Con el impulso de Piensa Joven, los muchachos del barrio han abierto varios negocios. Hay un taller de confecciones, un taller de estampados, una cerrajería y un puesto de frutas.

El tiempo dirá si la diferencia entre el enfoque policial y el de los jóvenes del parque Dakota resulta del todo incompatible. ¿Arrasarán con la tribu Dakota?

Por Daniel Pacheco / Especial para El Espectador, Cali

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