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“Soy Darla Cristina González, el niño que sobrevivió al reclutamiento”

Esta es la historia de uno de los 18.677 niños que fueron secuestrados y reclutados a manos de las extintas Farc. A propósito de los 25 años de la toma guerrillera de San Luis(Antioquia), Darla González, una mujer trans, escribió para El Espectador la historia de cómo la guerra entró muy temprano a su vida. En estas palabras, recuerda la forma cómo escapó de la guerrilla y las innumerables veces que también, ha huido de la muerte.

Darla Cristina Muñoz - Sobreviviente de reclutamiento forzado
15 de diciembre de 2024 - 05:36 p. m.
Darla Cristina González, uno de los 18.677 niños reclutados en la guerra, cuenta por primera vez la historia de cómo sobrevivió a la guerrilla y 25 años después, sigue luchando contra las violencias.
Darla Cristina González, uno de los 18.677 niños reclutados en la guerra, cuenta por primera vez la historia de cómo sobrevivió a la guerrilla y 25 años después, sigue luchando contra las violencias.
Foto: Cortesía
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Escribir estas líneas es el resultado de derribar un muro más; uno que puse hace 25 años cuando fui reclutada forzadamente por las Farc y que solo hasta hoy empieza a desmoronarse. Lo hago para revivir lo que me pasó en 1999 y porque en Colombia regresó el reclutamiento. O quizás nunca se fue. Pero es necesario luchar contra él. Esta es la historia de uno de los 18.677 menores atrapados por la guerra. Esta es mi historia.

Vengo de San Luis (Antioquia), un pueblo llamado la “perla verde del oriente”, por sus fuentes hídricas y el verde de su vegetación, su gente es de las más amables del departamento. Nadie que lo visite puede olvidar la mazamorra, el sabor de la panela o la cascada de Cuba. Todos esos atractivos empezaron a quedar desiertos por la década de los 90, pues San Luis se transformó en un municipio lleno de miedo: un pueblo que pasó de 16.000 habitantes a escasos 6.000 porque la gente huía por el temor de que sus hijos fueran reclutados.

Por ese entonces merodeaba el Frente 9° de las Farc, comandado por alias “Fabio”; el 47°, a la cabeza de Karina; el ELN y los paramilitares de Ramón Isaza. Se volvieron habituales las pescas milagrosas, los vehículos quemados y ver cómo los niños nos escondíamos de los helicópteros Black Hawk cada vez que aparecían. Ellos hicieron del paraíso un infierno.

Yo tenía 14 años cuando empezó la toma guerrillera de San Luis. El 11 de diciembre empezaron las metrallas, los cilindros de gas cargados de dinamita y la imagen de medio pueblo destruido y 11 personas muertas entre civiles, policías y el personero municipal. A los cuatro días, luego de alejarnos de un pueblo en ruinas, fuimos reclutados cuatro menores de la vereda Sopetrán. Estábamos jugando en la cancha de la escuela cuando llegaron los hombres. Recuerdo que en esa primaria estaba una imagen de la virgen, y justo debajo de ella aparecieron los hombres vestidos de uniforme militar con sus AK-47 y sus fusiles Galil 762.

Nos miraron de frente. Nos llamaron y nos dieron la orden: “Nos tenemos que ir”. En un silencio total nos mirábamos y preguntamos: “¿por qué?, ¿para dónde?”, y complementaron su frase diciendo: “los paracos vienen para acá. Si no se van con nosotros los tenemos que matar, no podemos exponernos a que ustedes den información”.

Nos dimos cuenta de que habíamos sido reclutados ya cuando estábamos en Granada. Había muchos guerrilleros, muchos menores de edad y casi 300 niños campesinos. Un par de noches después de dormir allí, iniciamos el largo camino del reclutamiento forzado. Teníamos órdenes claras: no tomar agua en los arroyos, coser nuestro bolso con un pedazo de lona verde y cargar el fusil de madera para acostumbrarnos a cargar su peso siempre.

Los días comenzaban con un silbato. En la espesa capa de vegetación se armaban cambuches en los que cabían hasta cuatro personas. A eso le llamábamos la “caleta”. Formábamos fila india en orden de escuadras. Allí recibíamos las órdenes de mando: “¡Firmes!”, “Vista al frente”, “media vuelta”. Éramos solo niños.

Solo teníamos 15 minutos para bañarnos y lavar nuestra ropa antes de ser enviados a la cocina, a hacer guardia o a cortar leña y cargar agua. Los demás entraban a “entrenamientos” políticos y militares para conocer los estatutos de la guerrilla, los ideales de las Farc y la historia del movimiento revolucionario. Aprendíamos cómo hacer guardias nocturnas, cómo encontrar las vías de escape o qué hacer si recibíamos un ataque de los “chulos”, que era como le decían al enemigo. También hacíamos simulacros con papeletas de pólvora. En cuestión de segundos teníamos que ser capaces de desarmar las caletas y correr hasta el puesto de guardia.

Si fallábamos en el simulacro, la penitencia era cargar leña, cavar trincheras o perder los domingos, que era nuestro único día de descanso. Perico era el comandante de la escuela; pero nosotros le decíamos “papá”.

***

Del abuso sexual y el control de los cuerpos allí no se hablaba, pero para que dos personas se pudieran relacionar dependían de la autorización del comandante, que eran los únicos que podían tener pareja permanente. Eran “socios”, no novios, ni pareja. Para que fuera posible, solo se podía entre un hombre y una mujer, ella tenía que estar planificando y era la enfermera del campamento la que brindaba los anticonceptivos.

De la homosexualidad se decía que era una moda de los “yankees”: una aberración exportada de los gringos, que eran además nuestros enemigos y los rivales del comunismo.

Siendo yo un niño de 14 escasos años, ya sabía que mis preferencias sexuales eran distintas a las de los demás. Sentía atracción por los hombres, pero tenía claro que no podía dejar que me descubrieran porque me matarían por eso. Una compañera que me había descubierto mirando con otros ojos a un compañero, me dijo: “Tienes que tener cuidado, acá encontraron dos mujeres besándose en el puesto de guardia, a una le hicieron juicio de guerra, la otra salió del campamento y no supimos más de ella”.

Esos juicios de guerra solo tenían dos opciones. Nos sentaban a todos y enfrente ponían amarrados a los acusados. Nos preguntaban qué opinión teníamos frente a la falta que cometió y, al final, solo podíamos decidir en si “ajusticiarlos (asesinarlos) o sancionarlos”. Allí, a la opinión de todos, la mayoría terminaban ajusticiados.

Y ser gay o lesbiana, por supuesto, también era considerada una razón para ser llevado al juicio de guerra. Fue solo hasta la Séptima Conferencia de las Farc (1982), que se asepto la homosexualidad pero para ese entonces muchos habían sido asesinados ya por amar diferente.

Era de conocimiento de todos que a los guerrilleros e incluso a los que ostentaban rangos de alto mando, les gustaban las relaciones con los de su mismo sexo; así fueran no consentidas. De esos 18.677 casos de reclutamiento a menores que halló la JEP, muchos fuimos víctimas de abuso sexual. Éramos niños que veíamos cómo otro hombre se metía en nuestra caleta, con armas y amenazas. Si nos resistíamos a los manoseos u órdenes para hacer actos sexuales, corríamos el riesgo de ser ajusticiados. Pensé por mucho tiempo que lo que me sucedió en la caleta con otros guerrilleros era un castigo por ser diferente.

***

Perico, el comandante al que le decíamos “papá”, llegó a salvarme la vida. Él me sugirió “tomar la decisión correcta en el momento correcto” y decidí que tenía que escaparme. Yo tenía 14 años y mientras cavábamos los chontos (baños improvisados en la tierra) empezó la idea de volarme.

Me ordenaron acompañar a la enfermera del campamento por medicamentos a un municipio cercano. Inventé una coartada creíble e ingenié una familia imaginaria para poder seguir el libreto y que no me descubrieran. Yo era bueno en el polígono, era bueno en el desempeño. Incluso me dijeron que ya estaba “listo para la guerra” y pasó. Una noche huí, caminé sin descanso de regreso a mi casa luego de atravesar veredas y trochas hasta que llegué a la puerta de mi hogar.

Mis padres no sabían qué decir cuando me vieron. Ya habían pasado dolor y miedo. Me enteré ahí que cuando nos reclutaron fueron a exigir a que les devolvieran su único hijo hombre y, a cambio, fueron torturados. Lo primero que dijo mamá fue: “antes de que amanezca tienes que irte de aquí”. Vamos a salir al pueblo y coges derecho hasta Medellín”.

penas llegamos, nos dimos cuenta de que en el pueblo estaba el Ejército, que bien sabíamos que contaba con el apoyo de los paras de Ramón Isaza. Tuve miedo de que me descubrieran, pues mi espalda tenía las marcas de haber cargado el bolso y el fusil. Así que me escondí en un sótano y me colé en el primer bus que salía del pueblo.

Llegó el momento del retén, algo que no esperaba. Subió un soldado, miró las caras y por fortuna, no pidió papeles ni hizo preguntas. Estaba a punto de dejar mi vida en Antioquia e ir a refugiarme a Cali.

Allí llegué siendo un niño. Junto con mi padrino me dediqué a vender frutas y verduras en la central de abastos. Pero incluso la guerrilla llegó hasta allí y tuve que huir hacia Buenaventura, donde miles de desplazados de San Luis habían llegado años atrás, incluidos mis familiares.

Ya estando en Buenaventura me dediqué a vender Bonice y jugo de naranja en el parque. Vivía en una habitación de un señor del pueblo que me acogió en su casa. Un día llegó mi tía Carmen con mi hermana menor, venía de San Luis, y me contó que a mi papá, mi mamá y a mi otra hermana los habían secuestrado, les exigían decir dónde estaba yo, “el desertor”.

Por más torturas que vivieron, nunca dijeron nada. Yo con solo 15 años me hice cargo de mi hermana, que también huyó de San Luis. Tuvo que trabajar conmigo, con solo ocho años, para sobrevivir y pagarnos el sustento.

Un día llegó un hombre al semáforo donde vendía los jugos. Yo vi la muerte en su mirada; me habían encontrado. Se acercó y mi hermana le ofreció jugo, él solo preguntó: “¿Es su hermana?”. Le contesté que sí, con el corazón a punto de salirse por mi boca. Y sus palabras fueron: “no te mato porque estás trabajando por ella”.

Otra vez había escapado de la muerte. Mientras tanto, mis padres fueron secuestrados y torturados para decir mi ubicación. Un día, los dejaron en libertad, pero para ellos, la libertad era sinónimo de muerte. Las Farc les dio 24 horas para salir del pueblo.

En un carrito pequeño ellos empacaron cuanto pudieron y huyeron. Yo me culpaba. Si no me hubiera dejado llevar, si mejor me hubiera hecho matar, nada de eso habría pasado. Ellos no contaban mucho de lo que vivieron.

Fue hasta que nos reunimos todos. La familia que fue fracturada por el reclutamiento forzado se juntaba otra vez. Y decidimos irnos a Bucaramanga, que era un sitio mucho más tranquilo y vivir libres de las persecuciones de las Farc.

Pero allí, luego de tres años de escapar de la muerte, de la guerrilla y del reclutamiento, empezó el otro conflicto que tuvo que llegar a mi vida. Recién llegué a Bucaramanga inició la historia de dejar de ser Cristian Camilo, el niño reclutado por la guerrilla, y convertirme en quien de verdad sentía que era: Darla Cristina, la mujer que soy hasta ahora. Soy Darla Cristina González, el niño que sobrevivió al reclutamiento, escapó de la muerte y hoy, como mujer trans, sigo resistiendo a la violencia.

Yo soy uno de los 18.677 niños reclutados por las Farc. Esta es mi historia.

Por Darla Cristina Muñoz - Sobreviviente de reclutamiento forzado

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JUAN(i5w8f)Hace 1 hora
Que dura historia. Cuánto dolor nos deja la guerra...
Pablo(88449)Hace 2 horas
Valeroso o valerosa, éxitos.
conrado(xybxp)Hace 2 horas
Dios,le siga bendiciendo.
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