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Un politólogo y una barbera imputados por incendiar un CAI y por agredir a policías, a pesar de que aseguran que nunca ayudaron a quemar nada y que, al contrario, los policías los golpearon hasta el cansancio; una enfermera imputada por terrorismo, también por quemar un CAI, a pesar de que dice que ni siquiera se acercó a ese lugar; 14 personas capturadas en una sonada operación de la Fiscalía porque supuestamente eran parte de un grupo criminal, pero a las que luego un juez dejó libres al considerar que el operativo fue ilegal.
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Esos son tan solo tres casos que ilustran las posibles arbitrariedades que han cometido la Fiscalía y la Policía contra personas que hoy afrontan procesos judiciales por crímenes que esas instituciones aseguran que ellas cometieron en la noche del 9 de septiembre de 2020, sin que hasta ahora existan pruebas contundentes que las involucren.
Son casos de los que poco se ha hablado, pero que encierran dramas personales porque afrontar sus procesos les ha traído dificultades para encontrar empleo, para estar al lado de sus hijos e, incluso, para comer tres veces al día.
La magnitud de lo ocurrido quedó consignada en un documento elaborado por la SIJÍN de la Policía el 16 de marzo de 2022, al que tuvo acceso esta Relatoría. Es un oficio de 40 páginas que recopila las capturas del 9S. Dice que fueron 138 en flagrancia, es decir, contra personas que supuestamente estaban cometiendo delitos cuando cayeron en manos de los uniformados. Y lo desglosan así: 72 capturas por daño en bien ajeno agravado, 18 por daño a bien ajeno, 37 por violencia contra servidor público, 6 por obstrucción a vías públicas, 3 por empleo o lanzamiento de sustancias u objetos peligrosos, 1 captura por hurto a entidades financieras y 1 por violación a habitación ajena. Pero según el mismo documento de la Sijín, 30 de esos capturados salieron en libertad por “vulneración de garantías procesales”, lo que da cuenta de abusos en el momento de las aprensiones.
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Ninguna captura en flagrancia, además, fue contra policías ni por cargos de homicidio, a pesar de que esa noche 14 personas fueron asesinadas, entre las que hay 11 casos atribuibles a la Fuerza Pública, como lo concluyó esta Relatoría en diciembre de 2021. Los delitos por los que fueron capturadas las personas dan cuenta de que la acción se centró en manifestantes o delincuentes comunes.
El CAI Galán
Seis personas enfrentan hoy un proceso judicial por el incendio del CAI del barrio Galán, en Puente Aranda, al sur de Bogotá. Aquí las historias de dos de ellas: Wilson* y Luisa Leguizamón.
Él es un politólogo que cuenta que cuando empezaron las protestas estaba haciendo diligencias en un centro comercial lejos del barrio, y que llegó a su casa pasadas las 9:00 de la noche. Volvió a salir y se encontró con una persona que le mostró videos de lo que había pasado en el CAI, que había sido incinerado por manifestantes, y él se quedó en la calle participando en la protesta.
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Después de que la Policía aseguró el CAI y acordonó el área, grupos de uniformados empezaron a capturar a personas que estaban por la zona. Wilson cuenta que hacia las 10:00 de la noche estaba a unas seis cuadras del CAI cuando lo alcanzaron agentes que iban en moto, le robaron el celular y una bicicleta. Lo condujeron al CAI en una moto en la que iban dos uniformados y le dijeron que quedaba arrestado por terrorismo.
Luisa Leguizamón, una barbera de 34 años, había salido esa noche a protestar con su hermana. A las 10:00 de la noche, cuando dice que se devolvían para su casa, a unas cuatro calles del CAI, vieron que unos jóvenes tumbaron a unos policías de una moto. Ellas se quedaron mirando mientras los manifestantes intentaban incendiar el vehículo. Pocos segundos después llegó un grupo de motorizados de la Policía y, como a Wilson, las detuvo. Unas mujeres del Esmad se acercaron: “Ellas nos decían cosas muy feas: que éramos unas perras, que éramos unas guerrilleras, que nosotras éramos prácticamente lo peor de la humanidad, y nos pegaron”. Cuenta que las golpearon con los bolillos en las piernas, las costillas y los brazos mientras caminaban hasta el CAI.
Wilson recuerda que en el CAI el maltrato se extendió durante toda su detención. “Un policía me agrede, me pega un puño, me rompe las gafas y me bota al suelo” mientras estaba esposado, relata. Luego lo embarcaron en una van de la Policía en la que lo hicieron esperar mientras llegaban más capturados. De ahí, según sus cuentas, llevaron a unas 10 u 11 personas a una estación de Policía al respaldo de la URI de Puente Aranda.
Luisa coincide con el de Wilson en que a las personas que la Policía trasladó al CAI esa noche les pegaron puños “A mí me quitaron mi gorro, me halaron el cabello y a mi hermana también”, recuerda. El camino de ellas se separó del de los demás detenidos: las subieron a un carro aparte, en el que solo iban las dos junto a uniformados que las custodiaban. “Nos cogió un policía para subirnos a una patrulla y el señor fue muy abusivo”, dice. “Pensamos que nos iban a hacer algo sexual porque el man nos dijo: ‘ahora sí las vamos a hacer sufrir’”.
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Al llegar a la URI de Puente Aranda los maltratos continuaron. En ese lugar, cuenta Luisa, una policía le pegó una bofetada con el reverso de la mano y a su hermana le golpeó la espalda.
Wilson, que seguía en la estación de Policía detrás de la URI, dice que allá los dejaron a la intemperie por más de dos horas y algunos uniformados los amenazaron varias veces con desaparecerlos. Un policía le pegó un golpe en una oreja, que le reventó el tímpano y le dejó como secuela un pitido constante y pérdida parcial de la audición. Wilson también vio que una policía le pegó una patada en el pecho a otro detenido.
Les acercaron un papel. “Nos dijeron: ‘firme y no lea’”, afirma. Él y los demás capturados obedecieron por temor y firmaron constancias de buen trato. Fue cuando los trasladaron a la URI de Puente Aranda.
Esperando que le hicieran la reseña judicial, hacia las 7:00 u 8:00 de la mañana del 10 de septiembre, Wilson se empezó a quedar dormido porque no habían tenido tiempo para descansar. La patada que le dio un policía lo sacó de su letargo. “Ustedes no pueden dormise acá”, le dijo el agente. Durante la requisa, recuerda, “nos pegaban calvazos (palmadas en la cabeza)” y les quitaron las chaquetas, lo que los obligó a aguantar frío. Los guiaron hacia una celda, pero antes de llegar lo separaron del grupo: dos policías lo metieron en una habitación y le empezaron a pegar. “Fue la golpiza más dura que me dieron. Me empezaron a ahorcar, me pegaban patadas en las piernas, puños en el pecho, en el estómago. Intentaban no pegarme en la cara”. Calcula que eso duró entre 5 y 10 largos minutos. Cuando terminaron, lo llevaron a la celda y le prohibieron sentarse por media hora. A lo largo de día y medio, desde la captura, los tuvieron sin comida y sin bebida, y los agentes que cuidaban las celdas les prohibían a otros detenidos brindarles algo: “estos son una plaguita de revolucionarios de mierda”, les decían, según Wilson.
Al final, a pesar de los maltratos, un juez declaró legal su captura, algo para lo que, según él, fue fundamental el papel de buen trato que los policías les obligaron a firmar. Quedó libre a los cinco días porque el juez no le dio medida de aseguramiento, pero salió con el miedo a que la Policía cumpliera la amenaza de desaparecerlos.
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Hoy, más de tres años después, carga a cuestas un proceso judicial por incendio, agresión a servidor público y destrucción de propiedad privada.
Dentro del mismo proceso penal, a Luisa y a su hermana la Fiscalía les imputó los delitos de violencia contra funcionario público, daño en bien ajeno e incendio, y las señala de participar en la destrucción de la moto de la que unos manifestantes tumbaron a dos agentes de la Policía.
Eso les ha traído afectaciones laborales. Su hermana fue rechazada de un trabajo por estar inmersa en ese caso. Luego de la detención, a Luisa se le volvió intolerable el ambiente laboral en la barbería donde trabajaba y renunció. “Yo antes andaba en bici, pero después de esos hechos, cuando se me acercaba una moto, sentía que me iban a coger. Quedé super traumada”. Nunca denunciaron ante las autoridades los maltratos sufridos, por miedo a represalias violentas y por las afectaciones psicológicas que tuvieron que soportar.
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Wilson todavía recuerda el rostro de los policías que lo maltrataron. Él califica el caso como un “falso positivo judicial” y afirma que la Policía miente sobre la hora en la que se dio el incendio del CAI: según él, fue a las 8 de la noche, pero los agentes aseguran que fue a las 11:00 para justificar la demora en el traslado a la URI de Puente Aranda. Además, ha tenido que invertir unos 10 millones de pesos en investigadores privados buscando controvertir los argumentos de la Fiscalía para no terminar condenado, y calcula que le faltan otros 15 millones hasta finalizar el proceso. Su situación judicial también le generó conflictos familiares y un desgaste psicológico para las personas más cercanas, que viven entre el temor y la intranquilidad.
Luisa insiste en su inocencia: “No hicimos nada de todo eso por lo que nos están acusando”. Cinco meses después del 9S, fundó un colectivo llamado “Las Bárbaras”, que agrupa a barberas y barberos que hacen labores sociales, como impartir formación gratuita sobre ese oficio. “Uno no es guerrillero, uno no es mala persona; uno está generando cambios entre la comunidad en la que uno vive”, dijo. Sin embargo, no volvió a asistir a protestas por miedo.
Esta relatoría no conoció casos de judicialización de uniformados por tortura, lesiones personales o amenazas la noche del 9S. Para 2021, la mayoría de casos que investigaba la Fiscalía por supuestas extralimitaciones de policías frente a civiles estaban tipificados como “abuso de autoridad”, sin precisar la gravedad de casos como los relatados.
CAI La Florida
Por supuestos delitos cometidos el 9S también hubo capturas posteriores. Un caso de especial importancia por los cargos que la Fiscalía imputó es el del CAI del barrio La Florida, en la localidad de Engativá, al occidente de Bogotá. Esa noche, según el relato de Lina Verónica Mayorga, enfermera de 28 años, ella se encontraba en su casa cuando recibió una llamada de su hermano que estaba en la manifestación. Se preocupó y fue a buscarlo.
Al llegar al lugar se encontró con la protesta y con que su hermano estaba discutiendo con dos civiles (de los cuales esta relatoría conoce los nombres, pero se abstiene de hacerlos públicos teniendo en cuenta que hay un proceso judicial en curso). Un hombre había hecho disparos y había herido a un menor de edad, por lo que Lina le recriminó, lo retó y lo insultó, a lo que él respondió intentando agredirla con un palo. La familia del adolescente herido no quiso denunciar porque en el barrio le temen al pistolero. Tras ese altercado, los manifestantes obligaron a los dos civiles a meterse a su casa en medio de pedradas. Lina dice que ella no estuvo entre las personas que agredió a los civiles. Tras esos hechos, los manifestantes accedieron al CAI y lo quemaron. Igual suerte corrió un vehículo particular que estaba estacionado junto a la instalación policial.
Lina volvió a su casa y empezaron a sucederse unos hechos que terminarían en su captura. El 23 de septiembre de 2020, ella y su hermano se encontraron en la calle con un uniformado del CAI que, cuenta ella, lo agredió a él a patadas, y tras una discusión, el agente les pidió documentos, a los que les sacó fotografías.
El 28 de septiembre le llegó una amenaza por mensaje de texto. El mismo día, siguiendo el relato de Lina, unos policías empezaron a perseguir a su hermano en la calle gritando que era un ladrón y varias personas que estaban en el sector lo golpearon. Por esos hechos a él le tuvieron que coger 14 puntos en la cabeza y la moto de Lina, en la que él se movilizaba, quedó averiada.
El 6 de octubre policías del CAI le quitaron una bicicleta a Lina en la calle. Ante los reclamos de ella, cuenta que le mostraron una bolsa con marihuana y le dijeron que se la iban a plantar entre sus pertenencias. Y la amenazaron con quitarle a su niña de dos años, con la que iba en ese momento. Así se llevaron la bicicleta.
Por todo eso, cuando el 16 de octubre llegaron a su casa personas sin chaquetas verdes y dijeron que la iban a capturar, ella no les creyó. Pero al rato llegaron cuatro camionetas y seis motos. La captura estuvo a cargo de la Sijín. La llevaron al CAI de La Florida, donde los policías asignados a esa instalación policial empezaron a celebrar su captura y a empujarla mientras estaba esposada. Un agente de la Sijín que vio el maltrato, dice ella, les advirtió que se podían meter en problemas. La sacaron del CAI en una camioneta y se la llevaron para legalizar la captura ante un juez. A los pocos días salió con una medida de prisión domiciliaria que se extendió por un año.
La Fiscalía le imputó a Lina el delito de terrorismo agravado, el cual contempla unas penas de entre 16 y 30 años de cárcel. En el escrito de acusación en su contra se lee: “Una vez que estos ciudadanos, en compañía de otras personas, logran hacer que los policías se alejen del CAI, proceden a lanzar piedras y objetos en contra de las instalaciones del Centro de Atención Inmediata, rompiendo los vidrios de seguridad (vidrios blindados) y arrojando botellas con alguna sustancia inflamable al interior del mismo”. El documento está en plural porque junto a Lina fue imputado otro joven señalado por los mismos hechos. Pero ella insiste: “Nunca le tiré una piedra al CAI, ni me acerqué al CAI, ni ingresé al CAI. Nada. Estoy señalada de algo que ni siquiera hice”.
En el oficio de la Sijín citado al comienzo de este aparte sobre judicializados, esa dependencia de la Policía reporta la captura de Lina junto a otras cuatro en un apartado titulado “Estructura delincuencial organizada desarticulada frente a la protesta social”. Es decir: la vinculó como integrante de un grupo delincuencial.
El proceso penal ha acarreado serias afectaciones en su vida. Durante el año que estuvo en prisión domiciliaria no pudo trabajar, por lo que junto a su hija de dos años, dice, tuvo que pasar hambre. “Ella y yo teníamos una comida diaria, una comida que teníamos que distribuir en tres. Yo no comía para darle a ella las tres comidas”, cuenta. “Verla llorar y decirme que quería salir a un parque sin yo poder llevarla era algo traumático”. Ella siempre ha trabajado como enfermera particular, pero la han rechazado de varios trabajos por los cargos en su contra. “¿A ti quién te va a dar trabajo con un proceso por terrorismo?”. Su caso fue expuesto en varios medios, por lo que la clientela de una microempresa de su familia se vio afectada a tal punto que quebró. “A mi hija grande -de 7 años en el momento de la captura- le decían en el colegio que tenía una mamá delincuente y me tocó llevarla a psicólogo”.
La Fiscalía llegó a un preacuerdo con el hombre al que había señalado por los mismos hechos. Y llama la atención que en el documento de esa decisión, constató esta Relatoría, la Fiscalía admite que los hechos supuestamente desplegados por esa persona (los mismos de Lina) no se ajustan a la definición jurídica del delito de terrorismo.
Esto dice: “Lo anterior, en tanto la conducta desplegada por este ciudadano no reviste las características propias del tipo penal de Terrorismo, a saber: (i) originar en un sector identificable de la sociedad o en toda ella un estado generalizado de miedo, sensación de amenaza o inseguridad o prolongarlo en el tiempo, (ii) que tal resultado se obtenga mediante el despliegue de actos que elevan el riesgo a bienes jurídicos fundamentales o a elementos básicos de la vida en comunidad y (iii) que dichos actos de peligro se realizaran por medios lo suficientemente idóneos para causar daños considerables a las personas o a las cosas. Por el contrario, lo que se pudo determinar es la participación de este ciudadano en el desarrollo de actos encaminados a causar alarma, y zozobra en un sector de la población, en este caso los vecinos del CAI -FLORIDA a los miembros de la Policía Nacional mediante el empleo de elementos contundentes para atemorizar y amenazar a los mismos”.
El caso “Trasiego”
Seis meses después del 9S, el 28 de abril de 2021, el país se levantó con la noticia del inicio del Paro Nacional que movilizó a decenas de miles de personas. Ese día, el fiscal general Francisco Barbosa también dio un parte de victoria: “Pudimos dar un golpe contundente contra estas estructuras del terrorismo urbano”[2], dijo refiriéndose a una serie de capturas que se adelantaron en Bogotá, Cali e Ibagué.
Las movilizaciones opacaron el impacto mediático de ese anuncio, pero se trataba de 14 capturados y nueve allanamientos. La Sijín, en el oficio citado varias veces en este texto, reseñó el hecho en el apartado “Estructura delincuencial organizada desarticulada frente a la protesta social”. Según ese documento, a la operación se le bautizó como “Trasiego”, y da cuenta de las incautaciones de ese día: celulares, computadores, una libreta, bauchers de banco, 1 bandera del M-19 (guerrilla que firmó la paz con el Estado en 1990), 1 bandera de Colombia y dos pañoletas del Consejo Regional Indígena del Cauca, una organización social.
En el mismo oficio quedó consignado que los delitos por los que fueron detenidas esas personas estaban relacionados con hechos sucedidos el 9 y 10 de septiembre de 2020. El fiscal que solicitó las órdenes de captura era Jorge Enrique Jiménez (el mismo que lleva el caso de Lina, la enfermera).
Sin embargo, el juzgado 33 penal municipal declaró ilegales los allanamientos y dejó en libertad a los 14 detenidos. El proceso judicial sigue activo, aunque estancado y por eso las personas que fueron capturadas siguen en vilo.
Lo que demuestra el caso es que la Fiscalía siguió judicializando supuestos manifestantes por los hechos del 9S y que la identificación de responsables ha tenido dos ritmos diferentes: la de los policías, que llega a 11, y la de los capturados por delitos asociados a las protestas, que ya asciende a, por lo menos, 26, según los procesos que pudo rastrear esta relatoría.
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