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*Director del Grupo de Prisiones, Universidad de Los Andes
La situación de tensión social y de violencia que está viviendo Colombia, en la que ya han muerto al menos 28 personas y hay cientos de heridos y desaparecidos, es grave mas no excepcional si se mira desde una perspectiva amplia e histórica. A pesar de las diferentes expresiones de indignación y demandas de los protestantes, todas tienen algo en común: el hartazgo de las mujeres, los jóvenes, los campesinos, los grupos étnicos, los excluidos, las clases media y trabajadora frente a una insoportable situación de pobreza, desigualdad e injusticia social, en buena medida toleradas y propiciadas por el Estado. Colombia es, y ha sido por décadas, uno de los países más inequitativos de Latinoamérica, la región más inequitativa del mundo. Tal situación de injusticia tiene un impacto negativo en la convivencia social; no es de extrañar que la violencia sea espejo de la desigualdad: Colombia es, y ha sido por largo tiempo, uno de los países más violentos de América Latina, la región más violenta del globo.
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En este contexto con altos niveles de injusticia social y de violencia, amplios grupos de la población, en su mayoría constituidos por jóvenes urbanos marginales, sin educación, empleo ni esperanza de un futuro, acuden a la violencia y a actividades ilegales de subsistencia, y también son victimizados de forma desproporcional por estas. Pero la ilegalidad y la violencia como formas de vida no son simplemente el resultado de un cálculo frío y racional de sujetos inescrupulosos, como muchas veces lo presenta el discurso oficial que condena el delito y justifica su represión. La ilegalidad y la violencia también son expresiones de frustración, rabia, protesta y rebeldía de una considerable parte de la población en contra de un Estado y una sociedad que, no sólo no le han otorgado oportunidades ni los derechos establecidos en la Constitución, sino que la han despreciado y maltratado toda su vida. ¿Se puede esperar y exigir que estas personas respeten la ley y el orden cuando lo único que ha hecho el Estado por ellas es desconocer de forma sistemática sus derechos más básicos? ¿Cuando su principal manera de relacionarse con el Estado y sentir su presencia es por intermedio de las fuerzas de seguridad que las vigilan, las controlan, las reprimen?
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Tales fenómenos, estructurales y de larga trayectoria, se han condensado y han explotado en medio de una de las crisis económicas y sociales más graves de la historia de Colombia. Han sido propiciados y alimentados por la torpeza, indolencia y cinismo de un gobierno que en las protestas sólo ve desorden, vandalismo y desafío a la autoridad. Quienes protestan y mueren por las balas del Estado no son ciudadanos sino vándalos, terroristas, subversivos. No es de extrañar que policías y militares adiestrados bajo esta doctrina vean a los protestantes como enemigos del Estado que deben ser reprimidos por la fuerza, incluso a costa de sus vidas.
Tal miopía y cinismo no son sólo responsabilidad de este gobierno sino de un establecimiento político y económico que a lo largo de nuestra historia ha mantenido y aumentado su poder a costa de los derechos y dignidad de una parte importante de la población colombiana y de una visión incluyente de país. Los mismos problemas y las mismas respuestas del establecimiento se manifiestan en diversas esferas de la vida social; las cárceles son un caso paradigmático. La población privada de la libertad en Colombia está constituida en su gran mayoría por hombres (y cada vez más mujeres) jóvenes, de contextos urbanos, quienes viven en situación de exclusión social y económica; tienen poco acceso a la educación y el mercado laboral; han sufrido diversas formas de violencia, también por parte del Estado. Un número significativo de esta población es reincidente, lo que indica que la supuesta función resocializadora de las cárceles es más discurso que realidad. Las prisiones en Colombia son más bien espacios de segregación y control de grupos sociales excluidos y discriminados, condenados al estigma de haber estado tras las rejas y a una vida en los márgenes de la sociedad y la ley. Las cárceles colombianas son de hecho un factor criminógeno pues el paso por ellas incrementa las posibilidades de que las personas vuelvan a delinquir al ser desocializadas. Esta forma de exclusión a su vez aumenta el resentimiento y desconfianza de las personas privadas de la libertad frente a un Estado que no las “rehabilita”, al decir del discurso penitenciario, sino que, por el contrario, viola sistemáticamente sus derechos, como lo ha establecido la Corte Constitucional al declarar en cuatro ocasiones el estado de cosas inconstitucional en las prisiones colombianas.
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Frente a esta grave, sistemática y masiva violación de derechos humanos de un grupo vulnerable (pues todos los aspectos de la existencia de las personas privadas de la libertad dependen del Estado) la respuesta estatal ha sido construir más cárceles para depositar en ellas más individuos “peligrosos”, siempre en condiciones deplorables de vida y con escasas perspectivas de un futuro mejor. Cuando las personas privadas de la libertad se levantan y protestan por esta situación inaceptable, el Estado responde con su fuerza letal, tal y como sucede en las calles colombianas estos días. La COVID-19, y la falta de una respuesta oportuna y adecuada del gobierno, fueron la chispa que desató la protesta y la violencia en las cárceles, como lo fue la insensata reforma tributaria en el caso de las protestas sociales que sacuden hoy a Colombia. Ante la protesta carcelaria, el Estado hizo presencia por medio de su fuerza letal: 24 personas privadas de la libertad murieron en la Modelo el 21 de marzo de 2020, la mayoría de ellas por balas disparadas por agentes estatales. Decenas resultaron heridas y otras tantas fueron objeto de tratos crueles, inhumanos y degradantes e incluso de torturas. Y una vez más, como en las calles, el discurso del enemigo justificó la represión estatal: no eran protestantes sino delincuentes; no exigían derechos, pretendían fugarse y sembrar el caos, bajo el manto conspirativo de oscuros grupos criminales. Frente a esta masacre, las autoridades no han establecido responsabilidades y no parecen querer hacerlo, a pesar de que anuncian reiteradamente que hay procesos en curso, pero con escasos resultados. Tal y como sucede con las investigaciones con respecto a las 10 personas que fueron asesinadas en Bogotá el 9 de septiembre en medio de las protestas en contra de la violencia policial, las cuales cayeron muertas por disparos probablemente hechos por policías, que además hirieron al menos a 75 personas.
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Las protestas en las prisiones y las calles y su brutal represión ponen de manifiesto varias cosas: que el abuso de la violencia estatal no se reduce a “algunos” casos aislados, como insisten el gobierno y la fuerza pública, sino que son reiterados, amplios y sistemáticos, lo que muestra un preocupante patrón de conducta de las fuerzas de seguridad estatales, con el apoyo del gobierno, como lo confirman el alto número de víctimas en diversas partes del país y en distintos escenarios de protesta; que los jóvenes excluidos en contextos urbanos son las víctimas desproporcionadas de la violencia letal del Estado; que, a pesar de la diversidad de las protestas y de sus manifestantes, les une un problema común, estructural y de larga trayectoria, que es la extrema injusticia social y económica que caracteriza a Colombia, alimentada por la indiferencia del Estado y de los sectores económicos más poderosos; que, en consecuencia, la respuesta estatal, en defensa de los intereses de grupos privilegiados, es el uso autoritario, excesivo y letal de la fuerza; que todo lo anterior no hace más que ampliar le brecha social y las tensiones que la acompañan, lo que a su vez es caldo de cultivo para una mayor deslegitimación del Estado y su autoridad, el aumento de las protestas y la consecuente reacción de un aparato estatal cada vez más autoritario y menos democrático.
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Que todo esto suceda al mismo tiempo, tanto en las calles como en las cárceles de Colombia, no es causal; como tantas veces se repite, pero pocas se escucha, las prisiones son un reflejo de nuestra sociedad. Por esto es importante que como ciudadanos sepamos, entendamos y nos hagamos cargo de lo que les sucede a las personas privadas de la libertad y que también marchemos por ellas; la próxima protesta, la próxima masacre en alguna cárcel del país pueden ser un anuncio de lo que sucederá en nuestras calles si no hacemos algo al respecto, distinto a disparar.