Segovia: 30 años de una masacre anunciada

El viernes 11 de noviembre de 1988, el paramilitarismo protagonizó la más cruenta masacre de la sucesión de matanzas de ese año para diezmar el avance político de la izquierda democrática en el nordeste antioqueño.El escritor y periodista Juan Miguel Álvarez visitó el municipio y recobró las memorias de la gente que se niega a olvidar lo sucedido.

Juan Miguel Álvarez
10 de noviembre de 2018 - 03:42 a. m.
Fachada actual de la iglesia en la plaza de Segovia, uno de los escenarios de la masacre.  / Juan Miguel Álvarez
Fachada actual de la iglesia en la plaza de Segovia, uno de los escenarios de la masacre. / Juan Miguel Álvarez
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En Segovia hay un acuerdo general: nadie olvidará nunca el 11 de noviembre de 1988. Todos los habitantes, no importa si nacidos y criados o recién llegados, han elaborado alguna relación con los hechos o con los lugares que hoy permiten recordarlos.

Los que son raizales y sobrevivieron a la masacre se han encargado de contarles a los jóvenes qué pasó, cómo ocurrió y quiénes fueron. Los recién llegados han escuchado esta historia en un bar, en el mercado, en el trabajo o han debido cruzar el parque central y topar de frente con el obelisco que contiene una placa con el resumen de lo sucedido y otra con la lista de víctimas mortales.

Una de las certezas del pueblo dice que si en las horas previas no hubiera arreciado una tempestad, más gente hubiese salido de la casa y más gente habría sido asesinada. Otra dice que todos sabían que algo así iba a ocurrir, lo que no podían adivinar era cuándo. Y una última: todos sabían, desde el primer disparo, que la Fuerza Pública no solo era culpable por omisión, sino también por participación.

Segovia está situado a cinco horas largas de Medellín, al final de una carretera de curvas mareantes que atraviesa una región conocida como el nordeste antioqueño. En la actualidad su población ronda los 40 mil habitantes, pero por los días de la masacre eran 15 mil menos. Los primeros escamoteos del conflicto armado tuvieron lugar a comienzos de la década del 70, con la irrupción del Eln y la construcción de la base para el batallón Bomboná.

En la primera mitad de los años 80 sobrevinieron los ataques paramilitares, la avanzada guerrillera y los triunfos locales en disputa electoral de partidos de izquierda. De un lado, los hermanos Castaño, comandados por Fidel, venían cometiendo masacres y asesinatos selectivos de miembros del Partido Comunista (PC) en veredas de los municipios vecinos de Remedios y Amalfi, desde 1982. Del otro, las guerrillas del Eln y de las Farc se expandieron en el nordeste antioqueño para captar recursos a punta de extorsiones y secuestros de civiles, y participación en las minas de oro. Infiltraron, también, los sindicatos y la base obrera que laboraba en las mineras multinacionales.

Para 1985, cuando se constituyó la Unión Patriótica (UP) y salió a contienda política, la vida en Segovia ya era una prueba diaria de supervivencia. Mientras que Fidel Castaño y sus hombres mataban y desaparecían, las guerrillas se movían con cierta libertad en parajes próximos al casco urbano. Un año después, tras las elecciones para integrar concejos municipales, comenzaron los crímenes y el asedio contra quienes se declararan abiertamente políticos, activistas o simpatizantes de izquierda.

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Una banda que se hizo llamar Muerte a Revolucionarios del Nordeste (MRN) empezó a amenazar concejales electos de la UP mediante grafitis en las paredes de las casas del centro de Segovia y a asesinar campesinos militantes del partido. Lo mismo hizo con los alcaldes electos en el nordeste, luego de los comicios para las alcaldías en abril de 1988, alcanzando a asesinar al de Remedios, Elkin de Jesús Martínez.

El MRN aparentaba ser una continuación regional de lo que en el Magdalena Medio había sido el MAS —Muerte a Secuestradores—. Fidel Castaño se presentaba como el “guerrero contrainsurgente” que había sido capaz de juntar una fuerza letal de sicarios civiles con miembros del Ejército y de la Policía que fueran anticomunistas fanáticos. Así que cada grafiti, cada panfleto, venía cargado con el odio reaccionario: “Títere comunista”, “escoria marxista” y anunciaba una “gran tragedia por venir”, “un gran golpe mortal”.

A partir de octubre la Fuerza Pública se quitó parcialmente la máscara. Luego de que el Eln matara en combate en calles de Segovia a tres agentes de policía, patrullas mixtas de Ejército y Policía hicieron allanamientos ilegales y detenciones arbitrarias de personas que sometieron a interrogatorios bajo tortura. Después un soldado llevó al palacio municipal sobres con amenazas contra la alcaldesa Rita Ivonne Tobón y sus funcionarios, que habían sido mecanografiadas en las máquinas de escribir del batallón Bomboná.

Hubo tardes y noches, incluida la del 31 de octubre con niños disfrazados, en que entre el Ejército y la Policía disparaban al aire en pleno parque central para atemorizar a los habitantes. Decían que estaban preparando un operativo de defensa ante un inminente ataque guerrillero.

Hubo habitantes que se dieron cuenta de gente extraña que había venido al pueblo a tomar fotos y apuntes desde las ventanas del hotel y en las cafeterías del centro. Luego se sabría que se trató de paramilitares de Puerto Boyacá, liderados por alias el Negro Vladimir, que estuvieron detectando posibles víctimas y lugares para atacar durante la masacre.

Ante todas estas situaciones, el Concejo municipal, la Inspección de Policía y la Personería enviaron cartas a las autoridades nacionales en las que pedían evitar que en Segovia sucediera lo que estaba pasando en el Urabá y en el Magdalena Medio: masacres a campo abierto y a plena luz del día. “Atienda nuestro llamado”, rogaban. “Aún no es tarde”.

Nadie atendió el llamado.

El viernes 11 de noviembre, a partir de las 6:40 de la tarde, tres camperos entraron al pueblo, tomaron calles distintas y comenzaron a disparar contra las personas que se cruzaban a su paso. Hubo niños baleados por la espalda, peatones que cayeron sin darse cuenta quién disparó, clientes de una taberna acribillados a tiros de ametralladora, casas atacadas con granadas de mano.

Los camperos tardaron una hora y media matando gente indefensa. Del comando de policía nadie salió a enfrentar a los asesinos. Del batallón Bomboná, situado a cinco minutos del parque central, tampoco. Es más, cuando los camperos salieron del casco urbano los militares levantaron el puesto de control que mantienen en la vía que comunica con Remedios y permitieron que llegaran hasta la vereda La Cruzada en donde continuaron la masacre.

(Lea:Masacre de Segovia, la huella de una guerra política)

Quedaron 46 muertos y 60 heridos. Y como no paraba de llover y las calles de Segovia son empinadas, la gente recuerda que se veían “arroyos de sangre” bajando por la calzada.

Antes del amanecer del día siguiente los cadáveres fueron levantados y acarreados hasta el hospital en una volqueta. Horas después la comunidad, liderada por el cura párroco, organizó un sepelio colectivo. Cada familia iba a cargar el ataúd de su ser querido durante las seis cuadras que separaban el parque central del cementerio.

Para darle dignidad pública al cortejo se dispuso que una banda marcial precediera la marcha. Pero apenas el bombo mayor dio el primer golpe, la gente dejó caer los ataúdes y huyó en desbandada. “Había tanto silencio, que ese tambor se escuchó como si fuera una bomba”, recuerda Medardo Tejada, habitante del pueblo. “Corrimos en estampida y quedaron heridos en el suelo de gente que pasó por encima”.

Al percatarse de que era una falsa alarma, las familias volvieron a levantar los féretros. Encontraron cuerpos que se habían salido de los cajones dejando nuevas manchas de sangre sobre el pavimento. “Olvidamos todo el protocolo. La gente llevó sus seres queridos hasta el cementerio tan rápido como pudo”, añade Óscar Heriberto Tejada.

La tensión y la zozobra de que en cualquier momento podía ocurrir otra masacre les duró varios meses a la gente. “Mi mamá lloraba de angustia cada vez que se acordaba de la masacre. Los muertos que vio en la calle”, detalla Yuliet Ramírez. “Mi abuela quedó con paranoia y ambas escuchaban cualquier cosa rara, un estallido sin importancia, y se encerraban llenas de pánico”.

Marca de brutalidad

En Segovia han tenido lugar otras masacres, incluida la de las 84 personas carbonizadas en el corregimiento de Machuca luego de que el Eln hiciera explotar el paso de un oleoducto, en 1998. Sin embargo, cuando los estudios del conflicto armado colombiano aluden a la “masacre de Segovia” se refieren, indefectiblemente, a los hechos del viernes 11 de noviembre de 1988.

Al menos dos aspectos hacen de este crimen múltiple una marca particular. Uno tiene que ver con la cantidad de víctimas. Ninguna de las masacres que ocurrieron a partir de 1979, cuando se puede señalar un punto de partida del paramilitarismo contemporáneo con la aparición de “Los escopeteros de Ramón Isaza” en el Magdalena Medio, alcanzó a registrar un número tan alto de muertos. La que se conoce como la de “La mejor esquina”, acaecida en el departamento de Córdoba en abril de 1988, es la segunda y dejó 27 personas asesinadas.

El otro aspecto es el de la centralidad. Esta masacre fue la primera, desde 1979, infligida en pleno casco urbano de un municipio y sin discriminación de víctimas. Las anteriores, sin excepción, sucedieron en veredas, parajes o áreas rurales siempre alejadas de la cabecera municipal, lo que obligaba a los asesinos a no perder el foco de sus acciones.

En el informe del Centro de Memoria Histórica, que lleva por nombre “Silenciar la democracia”, queda claro que esta masacre solo fue posible en la medida en que fue planeada y ejecutada por miembros de la Fuerza Pública, pues eran los únicos capaces de asumir las consecuencias. La investigación judicial probó que el MRN nunca existió como una banda constituida semejante al MAS.

Fue “una etiqueta que enmascaró una empresa criminal que operó dentro del batallón Bomboná”. Fueron estos militares los que “elaboraron los comunicados, los que pintaron los grafitis y los que enviaron las amenazas del MRN. En consecuencia, el MRN fue “una suma de acciones militares encubiertas que fueron presentadas como acciones paramilitares”.

(Vea: Podcast: La masacre de Segovia, 30 años de verdades a medias)

 

Por Juan Miguel Álvarez

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