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Ser corresponsal de guerra

Hay pocos reporteros capaces de trabajar en medio de las balas y salir ilesos. ¿Cuál es su deber y de qué están hechos?

Nelson Fredy Padilla
05 de mayo de 2012 - 09:03 p. m.
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En su último viaje a Colombia, el legendario periodista polaco Ryszard Kapuscinski dijo que el corresponsal de guerra necesita valentía, además de los cinco sentidos al servicio del deber de acercarse a la verdad de un conflicto. Y no todos los reporteros tienen ese arrojo, ese ADN como lo comparó hace poco en Bogotá Nic Robertson, el periodista que cubrió para CNN Internacional las revueltas de la Primavera Árabe.

El inolvidable Kapu resumía el perfil con esta anécdota: “Yo escribí un libro que se llama El Sha porque nuestra agencia decidió enviar a Irán a un periodista que me dijo: ‘Estoy desesperado, me quieren mandar a cubrir esta revolución y yo no quiero, no me interesa, tengo miedo’. Yo le dije: ‘Si quieres puedo ir en tu lugar y voy con mucho gusto’. Fuimos donde el jefe de redacción y viajé yo”. Fue una de las 27 revoluciones que vivió, especialmente las de poscolonización en África; siempre viajando solo, trabajando independiente, viviendo no con alguna de las partes en conflicto, sino con la gente humilde, el pueblo víctima de la violencia, no en hoteles de cinco estrellas. “Esta profesión requiere el sentido de una misión, de una vocación, porque es muy dura, y si no se tiene esa valentía es mejor cambiar de oficio”. Kapu rechazó cubrir la Guerra de Irak porque no podría viajar de un frente a otro ni reportar el movimiento de las tropas, como lo hizo en Angola y Somalia, “iba a depender de los boletines del estado mayor”. También se quedó sin cubrir la “narcoguerra” colombiana porque la muerte se le adelantó en 2007.

Ahora que los corresponsales de guerra volvieron sus ojos a Colombia, por el presunto secuestro por parte de la guerrilla del periodista francés Roméo Langlois —la semana pasada en combates entre el Ejército y las Farc en Caquetá—, se desata de nuevo el debate sobre cómo informar de un conflicto desde su epicentro. La responsabilidad del periodista moderno quedó clara desde la Guerra de Vietnam, donde terminó sabiéndose la verdad gracias a aquellos que no se dejaron manipular por las fuerzas norteamericanas o por las vietnamitas. Esa exigencia profesional fue ratificada en 2010 por los corresponsales sobrevivientes que tuvieron como centro de operaciones a Saigón. Se reunieron allí para honrar la memoria de sus compañeros muertos o desaparecidos en el frente de batalla, en medio del fuego cruzado.

Independencia. Gustavo Sierra, corresponsal del diario argentino Clarín, ileso en la guerra de Irak mientras a su lado caía muerto, de un impacto de metralla en la frente, su amigo el camarógrafo español José Couso, espera que su colega Langlois no haya usado pertrechos del Ejército colombiano a la hora de hacer su trabajo en la selva del Caquetá: “Lamento mucho lo que le sucede y me sumo al pedido de su inmediata liberación”.

Antes de dar su opinión sobre el caso, advierte que no quiere que se entienda como una crítica a Roméo, “que en este momento necesita todo nuestro apoyo”, pero sí como una reflexión: “Sin tener información específica de las circunstancias en que su secuestro pudo ocurrir, mantengo una posición muy clara: los corresponsales de guerra jamás deben vestir el uniforme de ningún bando en conflicto. Tampoco deben llevar armas de ningún tipo. Si uno va a una zona de guerra debe hacerlo con un equipo básico de chaleco antibalas y casco —proporcionados por la empresa para la que se trabaja o por uno mismo si se es free-lance— en los que se lea claramente que se trata de un miembro de la prensa. También exhibir todo el tiempo nuestras credenciales. Puede ser que todo eso no nos salve la vida y nos secuestren, nos hieran o nos maten, como sucede a diario en las zonas de conflicto de todo el mundo, pero se trata de los riesgos específicos de nuestro oficio”.

El propio Kapu y corresponsales de guerra actuales, como Jon Lee Anderson, cronista de The New Yorker y colaborador de El Espectador, advirtieron que el sentido humanístico construido con el sacrificio de muchos colegas se desdibujó después de los atentados de las Torres Gemelas. La llamada estrategia contra el terrorismo llevó al gobierno de los Estados Unidos a instigar el llamado “periodismo patriótico”, por medio del cual escoge y forma periodistas como corresponsales de guerra para acompañar a las tropas en las líneas de combate, portando el uniforme y la bandera de su país. La primera baja de la guerra es la verdad y así ha sido y será hasta que algún perseverante corresponsal, “no un cínico”, escarba en las cenizas de campos de batalla como Kosovo.

En Colombia ese periodismo llegó a estar formalizado en los años 90. El Ministerio de Defensa exigía a quienes cubrían el conflicto hacer curso de corresponsal de guerra y los carnetizaba para ir a las zonas de combate bajo sus reglas. Los carnés se acabaron, pero hoy casi toda la información del conflicto se conoce casi exclusivamente a partir de versiones militares o policiales y quien entrevista a guerrilleros o paramilitares termina estigmatizado y en graves problemas judiciales y de seguridad.

“La censura nunca funcionó en las guerras —destaca Gustavo Sierra—. Tarde o temprano se sabe la verdad. Los iraquíes intentaron confiscar nuestros teléfonos satelitales sin mayor éxito. Los escondíamos en los huecos del aire acondicionado que no funcionaba o los colgábamos de los balcones y los dejábamos suspendidos en el aire hasta que pasaba la ‘razzia’. En Bagdad el ejército estadounidense creaba una suerte de campana por sobre las comunicaciones en el momento en que comenzaban los bombardeos, pero una hora más tarde se podía volver a transmitir sin mayores problemas”. Hoy la tecnología ayuda: “La gran diferencia entre Vietnam e Irak es la tecnología. Los teléfonos satelitales y la internet lograron romper el aislamiento”.

Hay que partir de la buena fe del corresponsal, así intenten desacreditarlo sin éxito como Kapuscinski. Bien se pregunta Gustavo Sierra: “¿Quién puede verificar ciertos datos de hechos ocurridos bajo el fuego, entre cañones, en terrenos que van a ser modificados por las bombas, con testigos que mueren, con gente que queda perturbada por lo que ocurre? ¿Qué sucede si uno, el reportero, es el único testigo (o por lo menos el único periodista que estuvo en el lugar) de un hecho extraordinario como los que ocurren en las guerras? Ahí aparece la honestidad del periodista, sus fuentes, la ética del reportero”.

También está el estrés postraumático que sufren los corresponsales, admitido por Robertson, a quien CNN le pagó terapias antes y después de la Primavera Árabe y por Sierra, que cuenta: “Los de Vietnam no tuvieron tratamientos adecuados hasta 20 años después de terminada la guerra. Los que volvimos de Irak y Afganistán teníamos ya la información y acudimos de inmediato a terapia”.

Pero el riesgo mayor es la muerte. El 22 de febrero pasado la víctima fue la periodista estadounidense Mary Colvin, de 56 años, la corresponsal del semanario The Sunday Times, quien ya había perdido un ojo hace 11 años en Sri Lanka. A su lado murió el fotógrafo francés Rémi Ochlik. La violencia en Siria ha cobrado este año la vida de una decena de periodistas, según Reporteros sin Fronteras.

Aunque actores del conflicto y periodistas lo olvidan, no sobra recordar que la Resolución 1738 del Consejo de Seguridad de la ONU exige a los Estados que garanticen la seguridad de los periodistas en situaciones de conflicto y reclama a los medios de comunicación su neutralidad.

Gustavo Sierra recuerda: “Debemos saber que somos civiles y como tales estamos expuestos a los peligros que pueden sufrir los civiles en una zona de guerra. Nunca debemos olvidar que estamos allí sólo para hacer un trabajo específico, que es el de informar a nuestros lectores, internautas, televidentes u oyentes sobre lo que sucede. Lo demás no tiene nada que ver con el periodismo”.

Testimonio de guerra en Afganistán

Llega a Colombia el libro El cártel de Bagram (LID Editorial, colección Gallus), basado en la experiencia de Gustavo Sierra, corresponsal del Clarín en la guerra de Afganistán y reconocido periodista ganador de premios como el Maria Moors Cabot. La historia novelada se acaba de publicar en Argentina, México y España, y se basa en Juan Torres, un inmigrante argentino en Estados Unidos que nunca se resignó a aceptar las razones que le dio el Pentágono para explicar la muerte de su hijo. El soldado John Torres apareció muerto en las letrinas de la base estadounidense de Bagram, en Afganistán. Al argentino, nacido en Córdoba, le faltaban dos meses para regresar a Texas y casarse. Estaba asqueado de la guerra porque suboficiales utilizaban la repatriación de cadáveres de soldados para traficar heroína. Su padre enfrentó a los servicios de inteligencia y pasó semanas protestando frente al rancho de George W. Bush y la Casa Blanca. Torres descubrió que detrás estaba una multinacional que vende medicina para la malaria y venció en juicio.

 

Para que las guerras no queden en el olvido

Aparte de alguno de los 20 libros de Kapuscinski basta leer Nada y así sea, de Oriana Fallaci, para entender y casi sentir “el valor” que se requiere para cubrir una guerra de verdad: “Los vietcong disponen de morteros ligeros, transportables: te metes por una calle que parece tranquila, oyes un silbido y no tienes ni tiempo de arrojarte al suelo, porque el proyectil ya ha explotado. ¡Cuidado, a tierra! ¡A tierra! Una nube de polvo se nos mete en los ojos y nos cae encima una lluvia de piedrecillas”.

Para sobrevivir un 9 de febrero: “También entre nosotros se mezcla la comedia con la tragedia. Ayer por la noche, mientras se discutía el caso de Francois Mazure (un periodista de France Presse acusado de informar de manera parcializada), los vietcong fusilaron a dos periodistas”.

Para reportar: “vi y oí aquella ráfaga, larga, larga, y de pronto sentí un gran dolor, sentí tres cuchillos de fuego que entraban en mí, cortando, quemando, un cuchillo en la espalda y dos en la pierna”. Para conmoverse y confesar que se siente miedo: “la muerte que yo conocía era la de los hospitales. Es decir, una muerte limpia, entre sábanas, con la enfermera a la cabecera de la cama. En la guerra la muerte es sucia, sola, y está llena de sangre”.

No es el Vietnam visto desde el distanciamiento literario de Flannery O’Connor, es el testimonio de primera mano, tan contundente como el de Isaac Babel en Caballería roja (1926), obra prologada por Borges que relata la guerra de los cosacos: “la crueldad y el heroísmo apenas se diferencian. La vida íntima de un soldado, en una noche de luna —verde como un lagarto—, es tan trivial o tan asombrosa como el frente de batalla”. El resultado de la observación y el rigor del mensaje, una responsabilidad que según el escritor William Ospina heredamos de Homero, “el primer cronista de guerra y quien no desdeña la atrocidad: sigue la trayectoria de una lanza entre el tumulto salvaje de las llanuras troyanas, muestra cómo se clava en la nuca de un guerrero, y no vacila en mostrarnos cómo la punta de hierro asoma entre los dientes”.

La única forma de escribir para que las guerras no queden en el olvido. Según el escritor Juan Villoro, “las verdades inverificables que concede la memoria”. Como la definió el maestro y testigo de siete guerras Javier Darío Restrepo: “la verdad provisional y fragmentaria de un periodista”.
 

Por Nelson Fredy Padilla

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