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El investigador de Human Rights Watch Juan Pappier explicó para El Espectador por qué resulta problemático darles un estatus político a los grupos de crimen organizado: un error del gobierno de Iván Duque, que parece estar repitiendo el gobierno de Gustavo Petro con su propuesta de paz total. Un equívoco que, además, ya se coló en el proyecto de ley de orden público que radicó el ejecutivo en el Congreso recientemente y que se convertirá en el instrumento que permita sentarse a negociar con grupos sucesores del paramilitarismo y otras organizaciones.
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¿En qué se equivocó el gobierno Duque al tratar a grupos criminales como parte del conflicto?
En Colombia la discusión sobre la clasificación de los grupos armados es clave para la política de seguridad, la labor humanitaria y la estrategia de negociaciones paz. La pregunta no es sencilla, pero es crucial para este momento del país. Si uno analiza lo que hizo el gobierno Duque, en su política de seguridad, con muchas disidencias de las Farc, la conclusión es que, erróneamente, se trató a grupos de crimen organizado como partes del conflicto armado. El gobierno Petro heredó este error y, si no se da esta discusión de forma seria, podemos terminar en la otra cara de la misma moneda. Es decir, que ya no solo en la política de seguridad, pero en la política de paz, terminemos dándole un tratamiento propio del conflicto armado a actores de crimen organizado.
Desde los derechos humanos y el DIH, ¿qué implicaciones puede tener esa clasificación errada de los grupos criminales?
La clasificación errada que hizo el gobierno Duque generó problemas graves de derechos humanos.
Primero, abrió la puerta a un uso abusivo de la fuerza. El uso de la fuerza frente a actores criminales o grupos armados parte del conflicto es muy distinto porque el derecho internacional humanitario permite, frente a partes del conflicto armado, como el Eln, utilizar la fuerza letal de forma mucho más permisiva. Cuando no hay un conflicto armado, se aplica solamente el derecho internacional de los derechos humanos, que solo permite usar la fuerza letal en casos extremos, cuando esté en riesgo inmediato la vida de una persona.
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Esto lo vimos, por ejemplo, en el caso de El Remanso —vereda de Puerto Leguízamo, Putumayo, epicentro de una cuestionada operación militar en marzo de 2022—, donde el Ejército utilizó la fuerza letal bajo el DIH contra presuntos miembros de Comandos de la Frontera, un grupo de crimen organizado que no es parte de un conflicto armado contra el Estado colombiano. Y eso resultó, como hemos podido documentar en terreno, en la muerte de varios civiles.
Además, la estrategia de seguridad necesaria para enfrentar al crimen organizado es muy distinta a la que se emplea en un conflicto armado. Frente al crimen organizado, es mucho más importante ampliar la capacidad de judicialización, enfrentar la corrupción y el lavado del dinero. El gobierno Duque, que siguió viendo conflictos armados donde no los había, nunca entendió esto y en parte por eso su política de seguridad fue un fracaso.
Actualmente, la propuesta del Gobierno Petro para reformar la ley de orden público abre el camino a hacer acuerdos con todos los actores del conflicto, ¿puede ser esto problemático sin esa clasificación de los distintos grupos?
La tradición en Colombia, que tiene algo de sentido, ha sido darle un tratamiento diferenciado a los grupos armados y a los grupos de crimen organizado. Por un lado, las autoridades han llevado a cabo negociaciones de paz que incluyen discusiones sobre políticas públicas con partes en el conflicto armado enfocadas principalmente en perseguir objetivos políticos, tales como las Farc o el Eln. Por otro lado, las autoridades, generalmente encabezadas por la Fiscalía, han buscado el “sometimiento” (o “acogimiento” a la justicia, como lo llama el gobierno Petro) de grupos criminales que están vinculados a actividades de crimen organizado y se perciben como enfocados principalmente en la obtención de rentas ilegales.
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El problema es que en la reforma a la ley de orden público que ha presentado el gobierno se incluye una palabrita que abriría la puerta a negociaciones políticas con grupos de crimen organizado. La ley de orden público actual solo permite negociar con partes del conflicto armado, pero en el proyecto de ley se abriría la puerta también a negociaciones con “estructuras” armadas. En ningún lado se define que son estas supuestas “estructuras”. Sería un error permitir negociaciones políticas con grupos de crimen organizado, que como mucho deberían estar sujetos a una estrategia de sometimiento.
Si uno no hace esta distinción de forma clara entre grupos y abre esta puerta, puede generar el incentivo perverso de que grupos criminales aumenten aún más su reclutamiento y se escondan detrás de unos supuestos discursos políticos solamente para buscar más beneficios en una negociación.
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¿Los desertores del Acuerdo de Paz (las disidencias) podrían aspirar al mismo estatus que se les otorgó en su momento a las extintas Farc-EP para negociar?, ¿o qué camino les queda a las disidencias de las Farc para una salida negociada del conflicto?
Cuando se negoció el Acuerdo de Paz, el mensaje fue claro: a quienes no se acogen o traicionan lo acordado, les cabe todo el peso de la ley. Como máximo, hoy les podemos ofrecer una política de sometimiento o acogimiento a la justicia. Permitirles una negociación política sería un pésimo mensaje para las víctimas y los miles de excombatientes que sí cumplieron el acuerdo. Cumplir con el acuerdo de paz también exige ser firme y contundente, con una política de seguridad sólida, con aquellos que incumplieron.
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