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Dentro del marco del proyecto COVID en las cárceles, adelantado por El Espectador, FESCOL, el Grupo de Prisiones y el Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas de la Universidad de los Andes, Manuel Iturralde, profesor de la Facultad de Derecho de esta universidad y co-director del Grupo de Prisiones, entrevistó a Yesid Reyes, profesor asociado de la misma Facultad, exministro de Justicia y reconocido penalista y abogado litigante. Durante su charla hablaron sobre las deplorables condiciones de las prisiones colombianas y los factores que han llevado a estas; el impacto de la pandemia sobre el sistema carcelario; la política criminal y la lucha contra el crimen, así como el papel de la academia en la búsqueda de soluciones a los problemas sociales que se manifiestan a través de la criminalidad.
Teniendo en cuenta que el país lleva años en medio de una profunda crisis de su sistema penitenciario y carcelario que se refleja en las condiciones infrahumanas de las cárceles y el hacinamiento, ¿cuáles cree que son las causas de esta crisis y qué papel ha jugado el nuevo sistema penal acusatorio y la Fiscalía?
El principal problema que tenemos con el modelo penitenciario en Colombia es el poco interés que despierta ese tema en la clase política. El asunto penitenciario no suele ser incluido en las campañas políticas y los programas de gobierno porque no sirve para conseguir votos. No es atractivo en una campaña electoral prometer construir cárceles y eso tiene un impacto en dos aspectos distintos del sistema penitenciario. Por un lado, en el aspecto puramente físico, ha llevado a que nosotros tengamos unas cárceles muy antiguas y en muy malas condiciones. De otro lado, el crecimiento de las cárceles en Colombia es muy lento con respecto a las necesidades que tiene el sistema. Adicionalmente, en el país no ha existido una articulación clara entre la política criminal y la política penitenciaria. Si realmente queremos un sistema penitenciario orientado a la resocialización de las personas, eso debe estar consagrado expresamente como parte de la política criminal y penitenciaria del Estado. No podemos tener en un documento la idea de que queremos un sistema penitenciario resocializador y luego construir cárceles como simples jaulas receptoras de personas.
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En cuanto al impacto del sistema penal acusatorio en la crisis penitenciaria, es verdad que cuando se diseñó ese sistema se pensó que impactaría favorablemente por dos razones. Primera, porque se pensaba que la velocidad con que se iban a producir las sentencias iba a permitir una gran rotación en el sistema penitenciario y controlar de alguna manera el hacinamiento. Segunda, porque el Código Procesal Penal fue diseñado para que la detención preventiva solamente se usara de manera excepcional. Sin embargo, el impacto de ese sistema acusatorio no ha sido muy grande porque las sentencias siguen produciéndose con extrema lentitud y porque, en términos generales, se sigue abusando de la detención preventiva como la medida de aseguramiento preferida de fiscales y jueces.
La fórmula habitual que pretende resolver el problema es construir más cárceles o ampliarlas, pero otra solución sería lograr que entren menos personas a las cárceles, lo que implicaría replantear nuestra política criminal para que la prisión no sea la principal forma de castigo o la única manera para resolver los problemas o los conflictos sociales que expresan los delitos. ¿Es la construcción de más cárceles la única solución o podemos pensar en otras alternativas?
Ese es una de las consecuencias de recurrir a soluciones muy simplistas para temas que, en general, suelen ser más complejos. Si uno le transmite a un ingeniero industrial el interrogante que me acaba de formular, seguramente va a responder lo que usted ya insinuó en la pregunta. Si hay una fuga de agua, uno puede poner un balde debajo de la gotera para recoger el agua sin arreglarla, o puede ir al origen de la gotera y resolver el problema.
Yo estoy convencido de que en Colombia necesitamos ampliar los cupos penitenciarios y modernizar las instalaciones de las cárceles. Sin embargo, creo que se puede pensar también en otra clase de soluciones complementarias intermedias; por ejemplo, tratar de revivir en la práctica esa distinción teórica que tenemos en el sentido de que las penitenciarías del Estado deben ser para los condenados, mientras la construcción y mantenimiento de los sitios de reclusión para personas detenidas preventivamente le corresponde a los municipios. Si nosotros sacáramos del sistema penitenciario nacional a las personas que están en detención preventiva, los cupos que tenemos en el sistema penitenciario nacional serían suficientes para albergar a toda la población penitenciaria del país. Eso supondría entonces que cada municipio tuviera sus propias cárceles, como es el caso de Bogotá, para los detenidos preventivamente.
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Ese manejo municipal de las cárceles puede tener varias ventajas. Primero, permitiría que la persona retenida tuviera mayor contacto con su entorno familiar y social, facilitando su reincorporación al grupo social. Segundo, ayudaría a despojar al sistema carcelario de la mala fama que tiene hoy en día y que lleva a la gente a pedir que se construyan más cárceles pero no en su municipio. Eso hace que sea muy difícil buscar lugares de ubicación de las cárceles y obliga a muchas personas a desplazarse a los pocos lugares donde se encuentran las prisiones, haciendo que los alrededores de los centros penitenciarios se conviertan en núcleos sociales conflictivos. Por el contrario, si cada municipio tuviese su propio lugar para las detenciones preventivas no llegarían foráneos a alterar las dinámicas sociales. Además, al municipio se le daría la posibilidad de generar nuevos empleos y adquirir nuevos servicios alrededor de esos pequeños centros de detención.
Es muy importante también buscar mecanismos que hagan mucho más efectiva la reincorporación social de los condenados. Las personas que están en las cárceles tienen una relativa facilidad para recibir educación y trabajo al interior de ellas. Sin embargo, una vez que salen de las cárceles se encuentran con la primera gran barrera práctica: para conseguir trabajo les piden un certificado de carencia de antecedentes penales o no los contratan. Eso es lo que suele disparar los índices de reincidencia que están alrededor del 25%; entonces hay que buscar un mecanismo para conseguir que esa transición se haga de manera más fluida.
Hace unos años, cuando era ministro de Justicia, creamos en Bogotá un modelo llamado Casa Libertad, diseñado por el Ministerio de Justicia, donde se le brindaba preparación técnica y acompañamiento sicológico a las personas que salían de la cárcel. Luego lo que se buscó fue conectar a Casa Libertad con algunos empleadores que se comprometieran a darle opciones de trabajo y hubo muchas empresas que se vincularon con el proyecto. Después de varios años de funcionamiento de este modelo los índices de reincidencia de las personas que pasaron por Casa Libertad son inferiores al 3%. El proyecto fue trasladado hace unos meses a las alcaldías y confío en que no sólo se mantenga, sino que se expanda.
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Unos de los efectos, tal vez imprevistos, de la pandemia en las cárceles fue la impresionante reducción del hacinamiento. Antes de la pandemia había un hacinamiento cercano al 55% y ahora está en aproximadamente en un 23%. El gobierno señala que esto se debe a las medias de emergencia que adoptó. ¿Cuáles cree que son las razones por las cuales disminuyó tanto el hacinamiento?
Sí, ese es uno de los efectos curiosos que ha tenido la pandemia. Cuando empezó, una de las grandes preocupaciones que hubo en Colombia fue la de qué iba a pasar con la población privada de la libertad. El gobierno respondió con un decreto de emergencia que permitía la liberación temporal de personas. Sin embargo, este se quedó bastante corto desde el punto de vista práctico. Si se revisa el impacto real que ha tenido este decreto, se puede observar que ha sido mínimo. La mayoría de las personas que han salido de las cárceles lo han hecho por las causales ordinarias de libertad y no gracias al decreto. El hacinamiento se ha reducido porque se han cumplido unas normas ordinarias que atenúan o bloquean el ingreso de personas a las cárceles. Eso no significa que las personas hayan dejado de ser condenadas ni que se hayan dejado de decretar medidas de aseguramiento privativas de la libertad. Estos condenados y detenidos están llegando a sitios transitorios de reclusión. Entonces estamos muy contentos mostrando que en las cárceles se reduce el hacinamiento pero no miramos lo que pasa en las estaciones de policía y las Unidades de Reacción Inmediata (URIs). Por eso, si no se toman medidas adicionales, en la medida en que empecemos a recuperar la normalidad, volverá a aumentar el hacinamiento en las cárceles.
Es común en nuestro país que se proponga endurecer y aumentar las penas como una forma de combatir y de prevenir el delito. Tenemos el ejemplo más reciente de la cadena perpetua, que después de muchos intentos fue aprobada por el Congreso. ¿Usted cree que el aumento o el endurecimiento de las penas es un mecanismo eficaz para prevenir el delito? ¿Qué otras formas podríamos encontrar para prevenirlo?
Definitivamente no es la solución correcta. Si un Estado quiere resocializar personas condenadas, no puede tener cadena perpetua ni penas de sesenta años de prisión. Si realmente las penas tuvieran un propósito de reincorporación de los condenados a la sociedad, tendrían que ser reducidas. Investigaciones en Europa han demostrado, desde hace muchísimos años, que las penas de 15 o 20 años de prisión pierden sentido como herramientas de resocialización porque alejan a las personas del entorno social durante un periodo muy largo de tiempo.
Debería haber sanciones distintas a la cárcel que envíen el mensaje a la sociedad de que la persona que comete un delito va a responder y tendrá una sanción. Necesitamos una diversificación en el tipo de sanciones que imponemos. Además, es importante cerrar el ciclo de resocialización de las personas que obtienen la libertad, permitiendo realmente que puedan reincorporarse a la sociedad. Eso no solamente reduce la criminalidad en términos globales, sino que además impide que las personas condenadas vuelvan a la cárcel.
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Otro ejemplo del enfoque punitivo del Estado colombiano es la política frente a las drogas ilícitas; usted ha participado en este debate de una manera muy crítica. ¿Cree que podemos encontrar una política alternativa al enfoque punitivo que funcione? ¿Por qué no la hemos intentado en Colombia?
Yo creo que sí se puede y que sí se ha intentado en Colombia; de hecho, esas pequeñas e imperceptibles oscilaciones que ha tenido en los últimos cincuenta años la política de drogas muestran un movimiento muy fuerte en el manejo de la política de drogas hacia su regularización, por encima de un enfoque puramente prohibicionista. Alrededor del 2010, Colombia junto con otros países propuso celebrar una reunión extraordinaria en Naciones Unidas para replantear el problema de las drogas. Esta reunión se llevó a a cabo en 2016 y de ahí salieron algunas conclusiones y recomendaciones importantes desde el punto de vista práctico: una de ellas fue que el tema de los consumidores tiene que ser manejado prioritariamente con un enfoque de salud pública. Eso es muy importante porque el consumo de drogas no es un problema punitivo sino uno que debe manejarse desde el punto de vista de salud pública. Naciones Unidas también autorizó a que cada país interpretara las convenciones internacionales sobre drogas de acuerdo con sus propias realidades. Eso constituye un reconocimiento de que los problemas relacionados con las drogas son completamente distintos en todos los países del mundo; en Colombia, por ejemplo, tenemos un nivel de consumo relativamente bajo pero tenemos grandes mafias del narcotráfico; tenemos sobre todo un enorme problema de producción que no lo tienen países como México o Bolivia.
Naciones Unidas recomendó además que la política de drogas debe formularse de acuerdo con las evidencias que se tengan, lo que permitirá que la política de drogas sea dinámica y se ajuste con fundamentado en la observación de la realidad. Si lo que se viene haciendo funciona, se mantiene; si no funciona, hay que cambiarlo. Si uno mira, por ejemplo, los índices de resiembra después de los programas de erradicación forzosa de cultivos ilícitos, verá que está entre el 40 y el 50%; si, por el contrario, se observan los índices de resiembra con programas de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos, se verá que es sólo del 0,8%. Estos resultados se explican porque la erradicación forzosa no aborda las causas del problema, mientras que un programa de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos sí y, en la medida en que lo hace, ofrece una solución sostenible a largo plazo.
Una última recomendación de Naciones Unidas fue el tratamiento diferencial de los distintos eslabones de la cadena del narcotráfico. Esto ha hecho posible que se mantenga descriminalizada la dosis mínima, a pesar de los reiterados intentos de volver a penalizarla, los cuales desconocen que el consumo en Colombia sigue siendo bajo y que la cárcel no cura las adicciones. En materia de cultivos ilícitos, estas recomendaciones de Naciones Unidas contribuyeron a la suspensión de la fumigación aérea con glifosato, que se ha materializado en importantes decisiones de la Corte Constitucional y del Consejo de Estado.
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Usted fue ministro de Justicia durante el gobierno Santos. ¿Qué cree que le faltó hacer cuando era ministro? ¿Qué problemática cree que le faltó solucionar?
Sobre todo quedó mucho por hacer en el tema de las cárceles, porque con respecto a la política de drogas yo creo que se consiguieron avances importantes, por ejemplo, la regulación con respecto al cannabis medicinal. Lo de las cárceles es un tema muy complejo que no es compatible con soluciones a corto plazo. Temas como la contratación para el mantenimiento de la infraestructura y los servicios que se requieren son bastante complicados. El otro asunto complejo tiene que ver con las demandas del personal del INPEC. Cuando yo llegué había entre 64 y 67 sindicatos, hoy existen alrededor de 80 sindicatos y su número sigue aumentando. Entonces, yo sí creo que una gran frustración fue el tema penitenciario. Se logró avanzar muy poco. Hubo muchas ideas, muchos apoyos de distintos sectores, pero se avanzó muchísimo menos de lo que yo hubiera querido.
Usted se ha desempeñado como académico, abogado litigante y funcionario público, y seguro tiene múltiples perspectivas sobre el fenómeno criminal y las formas de enfrentarlo ¿Qué cree que podría hacer la academia para aportar a la solución de estos problemas?
Yo creo que es muy importante que los abogados dejemos de relacionarnos solamente con abogados para solucionar los problemas; creo que esto necesita un trabajo interdisciplinario. Una forma de trabajo en la que se ha avanzado poco, pero ya se empieza a ver un movimiento en ese sentido al interior de las universidades. En la Universidad de los Andes, en la Universidad de Ibagué y en otras universidades regionales los abogados han empezado a trabajar principalmente con ingenieros para ayudar, por ejemplo, en proyectos de cultivos alternativos a los ilícitos. Uno de los grandes problemas de la criminalidad en Colombia, y que está muy vinculado también al tema de las drogas y al de los pequeños cultivadores de drogas, es la falta de oportunidades en el plan de sustitución de cultivos ilícitos. No se trata solamente de arrancar matas de coca y sembrar yuca. Eso no arregla el problema. Lo que tiene que haber detrás de un programa de sustitución de cultivos ilícitos es la presencia del Estado en esos territorios. Se pueden hacer muchísimas cosas si llevamos la universidad a los territorios, si descentralizamos el conocimiento universitario y hacemos proyectos que le ayuden a la gente a mejorar sus condiciones de vida. Si hacemos esto, contribuimos no sólo al desarrollo territorial, sino que además ayudamos a resolver problemas como el de la creciente criminalidad, frente a los que solemos preocuparnos mucho más por las consecuencias que por las causas.
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Adicionalmente, creo que la academia tiene que conectarse más con los aspectos prácticos en vez de concentrarse tanto en teorías complejísimas. Yo creo que insistir mucho en discursos abstractos, que a los teóricos del Derecho Penal nos encantan, espanta a la gente. Los criminólogos, en cambio, están mucho más cerca de la práctica. Lo importante ahí es un trabajo armónico: uno no puede limitarse solamente a la construcción abstracta de teorías que son muy interesantes, sino que tiene que mostrar la eficacia práctica de esas teorías. Cuando uno consigue un resultado práctico, debería insistir más en el resultado que en la fórmula teórica que llevó a este. Si nos volvemos mucho más hábiles en la transmisión de lo que queremos conseguir, es mucho más fácil obtenerlo. Pero mientras pretendamos comunicarnos priorizando conceptos elitistas, abstractos y excluyentes, va a ser muy difícil impactar la realidad.