Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
*Profesora de cátedra, Facultad de Derecho, Universidad de los Andes
Para afrontar la pandemia de Covid-19 las personas tenemos la obligación de adoptar mínimo cuatro medidas: lavarnos las manos constantemente, evitar las aglomeraciones, utilizar tapabocas y otros elementos de protección, y aislarnos en la medida de lo posible, especialmente si presentamos síntomas. Pero ¿qué pasa cuando adoptar estas medidas es imposible? Las condiciones de salubridad en las cárceles del país eran precarias antes de que iniciara la pandemia, el hacinamiento una constante y el acceso a bienes de primera necesidad escaso. Con la Covid-19 la situación en los centros de reclusión solo podía empeorar.
Visite aquí el especial completo de COVID-19 en las cárceles
A los 21 días de haber iniciado la pandemia, en las penitenciarías del país se habían presentado varios motines y disturbios y un saldo de 23 reclusos muertos y 83 más heridos en la cárcel Modelo de Bogotá como consecuencia de un supuesto intento de fuga masiva, según el Gobierno Nacional. A eso se sumaba el diagnóstico de 18 casos de Covid-19 en la cárcel de Villavicencio, dos solicitudes radicadas ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para atender las necesidades de la población reclusa ante la pandemia y el clamor de varios sectores de la sociedad en igual sentido. Incluso la Procuraduría General de la Nación pidió que se decretara la emergencia carcelaria.
Ante tal situación el Gobierno Nacional expidió el Decreto Legislativo 546 de 14 de abril de 2020, haciendo uso de las facultades extraordinarias que adquirió mediante la declaración del Estado de emergencia económica, social y ecológica para responder a la crisis sanitaria. En palabras del propio decreto, el propósito de la norma era “adoptar medidas para sustituir la pena de prisión y la medida de aseguramiento de detención preventiva en establecimientos penitenciarios y carcelarios por la prisión domiciliaria y la detención domiciliaria transitorias en el lugar de residencia a personas que se encuentran en situación de mayor vulnerabilidad frente al COVID-19(…)” y adoptar otras medidas para combatir el hacinamiento carcelario y prevenir y mitigar el riesgo de propagación. Es decir, darles a algunas de las personas privadas de la libertad la posibilidad de ser trasladadas a sus domicilios para disminuir el hacinamiento y evitar el contagio de aquellos para quienes contagiarse de Covid-19 podía ser más grave. Para abril de este año se calculaba que entre 4,000 y 5,000 personas saldrían de los centros penitenciarios.
(Lea también: Las cárceles en Ecuador: un sistema a la deriva en el marco de la crisis sanitaria)
De acuerdo con la ministra de Justicia del momento, Margarita Cabello, antes de que iniciara la pandemia en los 132 centros de reclusión del país había 124.000 personas privadas de la libertad entre condenados y procesados. No obstante, según el INPEC, 1.565 de estas ya habían cumplido su pena pero aún se encontraban privadas de la libertad para mayo de este año. Además, 13.724 personas sindicadas llevaban más de un año privadas de la libertad sin que se hubiera adelantado el juicio para la misma fecha.
Aplicando las normas del decreto, podrían solicitar medidas transitorias de reclusión domiciliaria quienes se encontraran cumpliendo una pena privativa de la libertad o una medida de aseguramiento de detención preventiva en establecimiento carcelario y cumplieran dos condiciones. Por un lado, que tuvieran más de 60 años, enfermedades preexistentes que aumentan el riesgo de muerte por contagio de Covid-19, fueran madres gestantes o en general tuvieran condiciones especiales de riesgo. Por otro lado, el delito por el que se encontraban procesados o condenados debía ser de aquellos considerados menos graves, como los delitos culposos, o con menos de cinco años de pena. Además, quedaban incluidos quienes hubieran cumplido el 40% de la pena.
(Le puede interesar: La reducción del hacinamiento carcelario en tiempos de COVID-19)
Hasta allí, probablemente esa medida hubiera podido reducir el hacinamiento carcelario, aunque fuera un poco. La finalidad de la medida de otorgar prisión domiciliaria es legítima. Reducir el número de personas que pueden morir por COVID-19 dentro de las cárceles implica que se puede esperar que el sistema de salud del país tenga la capacidad de atender a los enfermos y evitar la propagación del virus. A esto se suma el llamado que hizo la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas para que se redujera la población privada de la libertad en el marco de la pandemia que sufre la humanidad. Es deber del Estado que los cuidados sanitarios sean oportunos y apropiados y que los factores subyacentes de riesgo para la salud sean manejados a través de medidas idóneas para reducirlos. Este deber era motivación suficiente para la adopción de la medida.
Sin embargo, a renglón seguido, el mismo Decreto Legislativo, en el artículo 6, incorpora una serie de exclusiones que reducen significativamente el grupo poblacional que puede beneficiarse con esta medida. La mayoría de las exclusiones hacen referencia a los delitos imputados a las personas privadas de la libertad. Aunque también se excluye a quienes hayan sido solicitados en extradición, se encuentren dentro de los sistemas de justicia transicional operantes en el país o hayan cometido un delito doloso sancionado con más de cinco años de prisión, que son la gran mayoría de los delitos consagrados en el Código Penal colombiano.
(Lea también: Los efectos del coronavirus en las cárceles de Latinoamérica)
Por tanto, una lectura integral del decreto revela que, en varios aspectos, las decisiones adoptadas resultan violatorias de los derechos fundamentales de las personas privadas de la libertad. Se trata en realidad de utilizar una norma excepcional para transmitir la sensación de que se atiende una grave situación de salud pública. Pero en realidad se han incorporado tantas excepciones que la medida resulta ineficaz para alcanzar los objetivos propuestos. Un análisis cuidadoso de las disposiciones adoptadas permite evidenciar que hay más exclusiones en el decreto que adopta medidas de emergencia que en las normas ordinarias que, aplicadas correctamente, permitirían que más personas fueran privadas de la libertad en sus domicilios, reduciendo así el riesgo de contagio y el hacinamiento carcelario simultáneamente.
Comparando el Decreto Legislativo 546 de 2020 con las medidas ordinarias destinadas a la concesión de la prisión domiciliaria, las exclusiones del artículo 6 del mismo resultan incomprensibles. La primera decisión es excluir del beneficio de prisión domiciliaria a las personas que han sido condenadas por un delito doloso con pena superior a cinco años, cuando el artículo 38B C.P. establece ese límite en ocho años. Se genera así una disparidad de tres años, sin que se justifique que en una situación de emergencia en la que, supuestamente, se está buscando disminuir el hacinamiento para proteger los derechos fundamentales a la vida y a la salud de las personas privadas de la libertad, se permita la concesión del beneficio a un número menor de personas.
La segunda decisión cuestionable es la ampliación de la lista de los delitos que fundamentan las exclusiones. El Decreto, en el parágrafo 4 del artículo 6 establece que no quedan derogados los listados incluidos en los artículos 38G y 68A de Código Penal. Adicionalmente, el inciso 2 del mismo artículo afirma que se seguirá aplicando el artículo 199 de la Ley 1098 de 2006. Esto quiere decir que se siguen aplicando las normas que prohíben que las personas condenadas o procesadas por delitos especialmente graves reciban cierto tipo de beneficios. Sin embargo, el listado de delitos excluidos del beneficio excepcional otorgado por el decreto incluye varios delitos que no se encuentran en las normas ordinarias. Por ejemplo, es cuestionable que se haya incluido un tipo básico como las lesiones personales simples cuando las normas ordinarias solo excluyen del beneficio a personas condenadas por ciertas modalidades agravadas de ese delito. A pesar de lo anterior, es positivo que se haya reducido el porcentaje del cumplimiento de la pena al 40% y que se conceda el beneficio aún a quienes no puedan costear la caución o los dispositivos de seguridad electrónica.
(Vea: Prisiones en el epicentro latinoamericano de la pandemia: el caso brasileño)
A esto se suma el hecho de que, erróneamente, el decreto equipara la situación de las personas que se encuentran privadas de la libertad como consecuencia de una pena de aquellas que sólo cumplen una medida de aseguramiento. Aun cuando en condiciones ordinarias el Estado colombiano suele tratar materialmente igual a las personas en ambas circunstancias, es necesario considerar al menos en esta ocasión de excepción, que ambas situaciones son sustancialmente distintas. La medida de aseguramiento es una medida excepcional y de carácter preventivo de acuerdo con los artículos 306 y siguientes del Código de Procedimiento Penal (Ley 906 de 2004). Quienes están sujetos a esta medida están aún cubiertos por la presunción de inocencia (artículo 29 de la Constitución Política): ningún juez ha determinado más allá de toda duda que cometieron el delito por el que se les investiga y que deben ser sancionados por ello. Por tanto, resulta arbitrario que la medida no dé prevalencia a proteger la salud y la vida de quienes para el derecho son personas inocentes, sobre riesgos abstractos para la sociedad o posibilidades de fuga. Estas personas debieron ser puestas en libertad de manera inmediata, optando por medidas de aseguramiento no privativas de la libertad, pues su permanencia dentro de los centros de reclusión en este momento representa un grave riesgo para la salud y la vida de ellos y de todos los reclusos.
Finalmente, la exclusión de las personas que se encuentren en trámite de extradición, sin discriminar siquiera el delito por el cual están solicitadas, es una medida extrema. Si en otras circunstancias la vida y la salud de los privados de libertad se “ponderaba” con otros derechos fundamentales, en este caso la situación se agrava porque definitivamente, no hay ningún derecho fundamental que pueda ponderarse con los derechos de los internos que están en riesgo. Esto, porque detrás de los intereses de eficacia de este procedimiento administrativo, no hay derechos fundamentales. Se asegura que con la extradición se facilita la cooperación judicial entre los Estados, especialmente con respecto a ciertos delitos que por su forma de comisión resultan imposibles de investigar y sancionar, salvo por la acción conjunta de los Estados. Así mismo, se afirma que se trata del interés de proteger las relaciones diplomáticas y responder a compromisos internacionales. En todos estos casos se trata pues de intereses políticos y no de derechos fundamentales. ¿Priman los intereses del Estado sobre el bienestar de las personas privadas de la libertad? En un Estado constitucional de Derecho, todos los poderes públicos deben dirigir sus actuaciones a respetar, reconocer y salvaguardar los derechos humanos fundamentales, garantizados para todos los ciudadanos independientemente de que estén condenados por haber cometido algún delito.
(Le puede interesar: Encerradas en casa: el domicilio como alternativa al encarcelamiento en la pandemia)
A pesar de que múltiples voces especializadas se pronunciaron en contra de estas normas, alegando que además de todo lo que se ha explicado eran insuficientes, el 22 de julio de 2020 la Corte Constitucional profirió una sentencia en la que determinó que el Decreto Legislativo 546 de 2020 se ajustaba a la Constitución Política, dándole vía libre al Gobierno para que continuara con su implementación. De acuerdo con la sentencia, las modificaciones necesarias consistían en no excluir ninguna forma de discapacidad y en entender que al terminar el plazo establecido para la adopción de las medidas transitorias, las personas condenadas o procesadas que hubieran sido trasladadas a sus domicilios como consecuencia de la aplicación de estas normas no tenían la obligación de retornar al sitio de reclusión si en ellos se presentaban casos de Covid-19, salvo que pudieran permanecer separadas de las personas contagiadas.
Además, afirma la misma sentencia que las personas privadas de la libertad con fines de extradición que sean mayores de 60 años, madres gestantes o tengan otras condiciones de salud que aumenten el riesgo de sufrir consecuencias graves a causa de la Covid-19 deben ser reubicadas en lugares en los cuales pueda minimizarse el riesgo de contagio. Por último, la Corte Constitucional determinó que el procedimiento para acceder a estas medidas debía acompañarse de la posibilidad de que los abogados de las personas privadas de la libertad iniciaran el trámite ante el juez competente.
(Lea también: COVID-19 y el reclamo del derecho a la salud en las cárceles peruanas)
Como lo auguraron quienes criticaron la norma al momento de su expedición, se trató de un decreto tardío, mentiroso e ineficaz, aunque no sorprendía dada la cultura judicial en Colombia. Teniendo en cuenta que en el país somos fanáticos de las medidas privativas de la libertad y del peligrosismo penal, una medida como la adoptada era de esperarse. Esto llevó a la entonces ministra de Justicia Margarita Cabello a afirmar el 4 de junio, antes incluso de que se pronunciara la Corte Constitucional, que el decreto no había producido los resultados esperados, pues sólamente abandonaron los centros de reclusión un poco más de mil personas. Por el contrario, fue la aplicación de las medidas ordinarias la que permitió que alrededor de 5.000 personas abandonaran las cárceles, cifra objetivo de las medidas excepcionales.
Entre tanto, el 29 de julio la cárcel de mujeres El Buen Pastor de Bogotá reportaba 200 contagios. Para la misma fecha, en la cárcel La Picota había 1.744 personas diagnosticadas con Covid-19. Por su parte, en la cárcel La Modelo el reporte era de 102 casos confirmados. La Personería de Bogotá envió una carta al director del INPEC expresando su preocupación sobre el mal manejo de la emergencia sanitaria pero las medidas adoptadas han sido insuficientes. En total, en los 32 centros penitencienarios del país, en julio se reportaban 3.477 casos. Desde luego, varios de estos concluyeron con la muerte de los pacientes en todo el país.
El último reporte del Inpec es del 18 de septiembre, momento en el que el número de contagios comenzaba a descender. Según las cifras presentadas en él, en el país hay un total de 1.569 personas privadas de la libertad contagiadas con Covid-19 y 10.869 se han recuperado de la enfermedad. En 53 establecimientos de reclusión se presentaron casos activos de Covid-19 entre la población carcelaria. Bajo ese panorama, en octubre comenzarán a cumplirse los seis meses que el decreto fija para el fin de la medida transitoria. Para entonces, las personas que habían sido trasladadas a sus domicilios como medida de emergencia deberán reingresar a los centros carcelarios. Es decir que volverá a aumentar la población privada de la libertad en más o menos 2.000 personas. Para esto, la Corte Constitucional previó que deben ser aisladas las personas contagiadas. Falta saber si es esto es siquiera posible.
(Lea también: Encerradas en casa: el domicilio como alternativa al encarcelamiento en la pandemia)
Con o sin esas 2.000 personas dentro de los centros penitenciarios, cabe preguntar qué medidas se han adoptado para garantizar que las personas privadas de la libertad tengan acceso constante a agua limpia y jabón para el lavado de manos, condiciones de higiene de los espacios que habitan e implementos mínimos de bioseguridad como tapabocas o alcohol. Pero, sobre todo, es necesario indagar por las medidas adoptadas para garantizar el distanciamiento social de dos metros cuando las cifras oficiales del INPEC afirman que hay un 25,8% de hacinamiento carcelario en los establecimientos penitenciarios del país. Así pues, las medidas del Gobierno son tan precarias como la situación que pretenden solucionar.