Sorda y ciega, pero justicia
A Soledad Castrillón y a Reinaldo Gómez les dijeron que no tenían lo necesario para ser abogados: la primera, el oído y el segundo, la vista. Pero ambos, contra todo pronóstico, obtuvieron su título y hoy laboran en el sistema judicial colombiano.
Diana Carolina Durán Núñez
A Soledad Castrillón le faltaron $15 para morir en el holocausto del Palacio de Justicia. Llevaba un año trabajando en la Federación Nacional de Sordos de Colombia (Fenascol) como auditora fiscal, y había escogido ese miércoles 6 de noviembre de 1985 para ir al edificio de los altos tribunales y buscar al magistrado de la Corte Suprema Manuel Gaona Cruz. “Voy si me pagan”, pensó en la víspera. Pero el cheque no llegó a sus manos ese día. Gaona Cruz murió; ella todavía vive para contarlo.
La suya es una historia de vida atravesada por la supervivencia. Mientras jugaba en un columpio, con 8 años de edad, tuvo un pequeño accidente que años después significaría el fin de los sonidos en su mundo. Poco a poco comenzó a escuchar cada vez menos. Y a medida que sus oídos perdían su razón de ser, veía cómo muchos de sus amigos se iban esfumando. “Fue una época en la que lloré mucho —recuerda Soledad—, pero lo que uno ve como malo no siempre lo es”.
Reinaldo Gómez perdió la vista en una situación mucho menos inocente. Transcurría el año 1958. La violencia bipartidista persistía. Su padre, un conservador desde la cuna, sentía su vida y la de su familia amenazada por los liberales que dominaban Caracolí (Magdalena Medio antioqueño), así que tomó a su esposa, sus hijos, una vaca, un caballo y todos salieron huyendo. En el camino Cisneros, Reinaldo se cayó de un puente. Once años después, con 15 años de edad, dejó de ver en un abrir y cerrar de ojos.
Soledad quería ser juez desde pequeña. “En mi familia cuentan que cuando nací, yo no lloré sino que alegué”, dice entre risas. Fue la menor de 17 hijos, y aunque todos los demás se inclinaron por la enseñanza, ella eligió las leyes. Deseo que, en la adolescencia, casi se convierte en su más grande pesadilla, cuando tuvo que dejar los audífonos porque su sordera ya era profunda e irreversible. “Pero soñaba con ser jueza”, repite. “Aunque una de mis frustraciones es no haber sido maestra. Porque llevo la vocación en la sangre”.
Reinaldo no sabía que lo suyo era la abogacía hasta que ingresó a la Universidad Pedagógica, en Bogotá, para ser licenciado en educación especial. Un par de semestres más tarde se inscribió en la Universidad Santo Tomás como estudiante de Derecho. “Necesitaba una universidad cercana para poder hacer las dos carreras”, recuerda. Viajó hasta Bucaramanga para conseguir un segundo crédito en el Icetex y así terminó materias en ambas instituciones.
El paso por la universidad fue, para ambos, un asunto de supervivencia. De cómo culminar sus carreras sin que su
discapacidad fuera una incapacidad. Reinaldo buscó entre sus compañeros a los “menos juiciosos” e hizo un pacto con ellos: si le leían los textos, él hacía los análisis. Soledad, quien recuerda a sus amigos de la U. como “maravillosos”, aprendió a leer los labios para nunca dejar de entenderle a un maestro o a cualquier otra persona. Aun así, su profesor de derecho administrativo la expulsó de su cátedra.
Estos dos funcionarios laboran en la rama judicial por la gestión de dos hombres ajenos a sus vidas. El primero fue Aldemar Muñoz, un abogado ciego que, a principios de los años 80, fue trasladado a un juzgado de Envigado, en donde no fue bien recibido. Muñoz denunció la situación ante los magistrados del Tribunal de Medellín, quienes, a su vez, demandaron el Artículo 16 del decreto 250 de 1970, el cual prohibía que invidentes, sordos y mudos se desempeñaran en la Rama Jurisdiccional.
Cuando la demanda del Tribunal llegó a la Corte Suprema, apareció el segundo hombre: el magistrado Ricardo Medina. En su ponencia, Medina expresó que “descartar a priori a los sordos, mudos o invidentes de la administración de Justicia es aceptar una discriminación (...) que abriría el paso a otras nuevas y seguramente más sofisticadas, pero contrarias a la igualdad de todas las personas”. En marzo de 1985, la Corte derogó el artículo, y ocho meses más tarde, Medina murió en el holocausto del Palacio.
A Soledad Castrillón le tomó nueve años para entrar en la rama judicial. Desde 1989 hasta 1996, cuando fue trasladada a Montebello, su fuerte fue lo penal. Pero empezó a recibir amenazas y sus superiores la trasladaron en 1997 a Apartadó, en el Urabá antioqueño, como jueza laboral. En 2000 regresó a Medellín, en donde aún es la jueza 16 laboral del circuito. Sólo una vez estuvo a punto de ser amonestada, por petición del entonces magistrado del Tribunal de Antioquia Sigifredo Espinoza, pero la acusación disciplinaria fue desestimada.
Reinaldo Gómez, en cambio, ha sido más ‘variado’ en su ejercicio. Fue director del Instituto Nacional para Ciegos de la seccional Meta entre 1984 y 1989; inspector de Policía de Villavicencio entre 1990 y 1991; juez promiscuo de Santa Rita (Vichada); asesor jurídico de la Gobernación y de la Lotería del Meta. En 2007 ingresó por primera vez a la Fiscalía, en Puerto Asís, Putumayo; y luego de siete meses, fue trasladado a Villavicencio, en donde es el fiscal 30 local de la Sala de Atención al Usuario (SAU).
Tanto el fiscal como la jueza son una paradoja de su propia vida. El amor por la lectura del primero lo hace buscar una voz amiga que narre lo que él no puede ver. “Hay una máquina que escanea y lee, pero vale unos $5 millones”, dice. Soledad, por su parte, adora la música. Asegura recordar con bastante claridad las melodías de la canción Dos Guitarras, las sinfonías de Beethoven y su favorita, La golondrina, la cual escuchó en la voz de Alfonso Ortiz Tirado. “Si yo recuperara mi oído no volvería a leer: escucharía música y cantaría hasta morir”.
A Soledad Castrillón le faltaron $15 para morir en el holocausto del Palacio de Justicia. Llevaba un año trabajando en la Federación Nacional de Sordos de Colombia (Fenascol) como auditora fiscal, y había escogido ese miércoles 6 de noviembre de 1985 para ir al edificio de los altos tribunales y buscar al magistrado de la Corte Suprema Manuel Gaona Cruz. “Voy si me pagan”, pensó en la víspera. Pero el cheque no llegó a sus manos ese día. Gaona Cruz murió; ella todavía vive para contarlo.
La suya es una historia de vida atravesada por la supervivencia. Mientras jugaba en un columpio, con 8 años de edad, tuvo un pequeño accidente que años después significaría el fin de los sonidos en su mundo. Poco a poco comenzó a escuchar cada vez menos. Y a medida que sus oídos perdían su razón de ser, veía cómo muchos de sus amigos se iban esfumando. “Fue una época en la que lloré mucho —recuerda Soledad—, pero lo que uno ve como malo no siempre lo es”.
Reinaldo Gómez perdió la vista en una situación mucho menos inocente. Transcurría el año 1958. La violencia bipartidista persistía. Su padre, un conservador desde la cuna, sentía su vida y la de su familia amenazada por los liberales que dominaban Caracolí (Magdalena Medio antioqueño), así que tomó a su esposa, sus hijos, una vaca, un caballo y todos salieron huyendo. En el camino Cisneros, Reinaldo se cayó de un puente. Once años después, con 15 años de edad, dejó de ver en un abrir y cerrar de ojos.
Soledad quería ser juez desde pequeña. “En mi familia cuentan que cuando nací, yo no lloré sino que alegué”, dice entre risas. Fue la menor de 17 hijos, y aunque todos los demás se inclinaron por la enseñanza, ella eligió las leyes. Deseo que, en la adolescencia, casi se convierte en su más grande pesadilla, cuando tuvo que dejar los audífonos porque su sordera ya era profunda e irreversible. “Pero soñaba con ser jueza”, repite. “Aunque una de mis frustraciones es no haber sido maestra. Porque llevo la vocación en la sangre”.
Reinaldo no sabía que lo suyo era la abogacía hasta que ingresó a la Universidad Pedagógica, en Bogotá, para ser licenciado en educación especial. Un par de semestres más tarde se inscribió en la Universidad Santo Tomás como estudiante de Derecho. “Necesitaba una universidad cercana para poder hacer las dos carreras”, recuerda. Viajó hasta Bucaramanga para conseguir un segundo crédito en el Icetex y así terminó materias en ambas instituciones.
El paso por la universidad fue, para ambos, un asunto de supervivencia. De cómo culminar sus carreras sin que su
discapacidad fuera una incapacidad. Reinaldo buscó entre sus compañeros a los “menos juiciosos” e hizo un pacto con ellos: si le leían los textos, él hacía los análisis. Soledad, quien recuerda a sus amigos de la U. como “maravillosos”, aprendió a leer los labios para nunca dejar de entenderle a un maestro o a cualquier otra persona. Aun así, su profesor de derecho administrativo la expulsó de su cátedra.
Estos dos funcionarios laboran en la rama judicial por la gestión de dos hombres ajenos a sus vidas. El primero fue Aldemar Muñoz, un abogado ciego que, a principios de los años 80, fue trasladado a un juzgado de Envigado, en donde no fue bien recibido. Muñoz denunció la situación ante los magistrados del Tribunal de Medellín, quienes, a su vez, demandaron el Artículo 16 del decreto 250 de 1970, el cual prohibía que invidentes, sordos y mudos se desempeñaran en la Rama Jurisdiccional.
Cuando la demanda del Tribunal llegó a la Corte Suprema, apareció el segundo hombre: el magistrado Ricardo Medina. En su ponencia, Medina expresó que “descartar a priori a los sordos, mudos o invidentes de la administración de Justicia es aceptar una discriminación (...) que abriría el paso a otras nuevas y seguramente más sofisticadas, pero contrarias a la igualdad de todas las personas”. En marzo de 1985, la Corte derogó el artículo, y ocho meses más tarde, Medina murió en el holocausto del Palacio.
A Soledad Castrillón le tomó nueve años para entrar en la rama judicial. Desde 1989 hasta 1996, cuando fue trasladada a Montebello, su fuerte fue lo penal. Pero empezó a recibir amenazas y sus superiores la trasladaron en 1997 a Apartadó, en el Urabá antioqueño, como jueza laboral. En 2000 regresó a Medellín, en donde aún es la jueza 16 laboral del circuito. Sólo una vez estuvo a punto de ser amonestada, por petición del entonces magistrado del Tribunal de Antioquia Sigifredo Espinoza, pero la acusación disciplinaria fue desestimada.
Reinaldo Gómez, en cambio, ha sido más ‘variado’ en su ejercicio. Fue director del Instituto Nacional para Ciegos de la seccional Meta entre 1984 y 1989; inspector de Policía de Villavicencio entre 1990 y 1991; juez promiscuo de Santa Rita (Vichada); asesor jurídico de la Gobernación y de la Lotería del Meta. En 2007 ingresó por primera vez a la Fiscalía, en Puerto Asís, Putumayo; y luego de siete meses, fue trasladado a Villavicencio, en donde es el fiscal 30 local de la Sala de Atención al Usuario (SAU).
Tanto el fiscal como la jueza son una paradoja de su propia vida. El amor por la lectura del primero lo hace buscar una voz amiga que narre lo que él no puede ver. “Hay una máquina que escanea y lee, pero vale unos $5 millones”, dice. Soledad, por su parte, adora la música. Asegura recordar con bastante claridad las melodías de la canción Dos Guitarras, las sinfonías de Beethoven y su favorita, La golondrina, la cual escuchó en la voz de Alfonso Ortiz Tirado. “Si yo recuperara mi oído no volvería a leer: escucharía música y cantaría hasta morir”.