Un mes de paro nacional y sin salidas claras
Problemas que venían de antes, agudizados por la pandemia, tienen a la gente en las calles en un mes ininterrumpido de protestas. La desconfianza en las instituciones, los intereses electorales y la debilidad de la administración Duque hacen más difícil salir de la crisis.
Sandra Borda*
Constantemente se escuchan expresiones de sorpresa frente al tiempo que ha durado y la intensidad que ha adquirido la protesta. Ya cumplimos un mes de paro y el Gobierno no parece tener una propuesta clara para responder a las demandas de la gente que marcha y, consecuentemente, la gente que marcha no tiene razón alguna para dejar de hacerlo. Es como si el Gobierno y quienes se manifiestan hablasen dos idiomas distintos, sin que al menos existan unas palabras en común: el primero habla el lenguaje del orden público, el terrorismo y las amenazas a la seguridad, y los segundos, el lenguaje de la pobreza, del acceso a la fuerza laboral y a la educación. A duras penas se alcanzan a oír.
Con un 6,8 % más de población en pobreza, con casi 30 millones de colombianos que viven con menos de $330.000 al mes, con las mujeres empobreciéndose más rápido que los hombres, y los jóvenes cada vez con menos acceso a la fuerza laboral y al sistema educativo, es difícil entender la indiferencia del Gobierno. Por supuesto que hay quienes, de un lado y del otro, están pescando en río revuelto para generar caos. Pero seguir pensando que el problema se resuelve usando esos casos para borrar los legítimos reclamos de la población empobrecida y desesperada solo genera más frustración, desesperanza y más gente en la calle.
Los barrios pobres de las grandes ciudades han sido donde la movilización se ha tornado más masiva y, en ocasiones, más violenta. Es una situación mala que ha empeorado gracias a la pandemia. En muchos casos, en estos lugares operan grupos ilegales (ya sean disidencias de la guerrilla, grupos dedicados al microtráfico u otras formas de criminalidad) que ven en estos jóvenes posibilidades de reclutamiento. Estos barrios recibieron y reciben familias desplazadas que abandonaron todo para buscar protección en el anonimato de las ciudades. Y los jóvenes allí sufren de un desarraigo que termina de acentuarse en la falta de oportunidades laborales y de educación.
Y, por si fuera poco, su relación con la Policía es de tensión constante: asedio, detenciones ilegales y abusos son pan de todos los días. Lo que era un problema, solo empeoró con la pandemia por las facultades adicionales que recibió la Fuerza Pública para hacer cumplir las medidas de bioseguridad. Mientras estos jóvenes y sus familias se empobrecían encerrados, en la calle, la Policía era más poderosa y dueña del espacio público. Cuando la situación económica no se pudo contener más, el choque entre la frustración de los jóvenes y la fuerza policial fue de una brutalidad sin precedentes en el pasado reciente. Hoy vemos el saldo en las violaciones a derechos humanos, que el Gobierno no reconoce.
Hay un problema adicional. La ciudadanía colombiana ha venido desarrollando una creciente desconfianza en las instituciones y los partidos políticos. En el 2004, según el Observatorio de la Democracia, la satisfacción con las instituciones era de un 57,7 % y hoy es de tan solo un 18,2 %, además de una caída en la confianza en los medios de comunicación y las organizaciones sociales. Por esto, a veces ni siquiera el Comité del Paro pareciera hablar por quienes protestan. Allí también hay un déficit de representación que no ha sido resuelto. En ese orden, la única forma en la que muchos creen que pueden obtener respuestas a sus demandas es a través de la protesta.
Han perdido la fe en que una respuesta adecuada se pueda lograr a través de la democracia representativa. La consecuencia es que los canales de comunicación entre el Gobierno y manifestantes están taponados. Todos insisten en que la única salida, después de un mes de paro, es la negociación. Pero no es una tarea fácil identificar a los interlocutores. El Gobierno, mientras tanto, ha preferido apostarle con vehemencia a una estrategia de orden público: criminaliza la protesta, hace un énfasis desproporcionado en el daño material, se presenta como víctima de intereses electorales y, al final, solo resta agencia y voz a quienes protestan.
Si a eso se le suma su complicidad y nula actitud crítica frente al abuso policial, es fácil deducir que es el Gobierno mismo el que ha contribuido a que el paro se prolongue y se haga cada vez más masivo. La inmensa debilidad de la administración Duque, a quien ni siquiera su propio partido acompañó a sacar adelante la reforma tributaria que desencadenó las manifestaciones, es el principal obstáculo para salir del atolladero. No tiene capacidad de convocatoria para liderar un diálogo de concertación alrededor de las medidas necesarias y, por tanto, su única salida es muy poca zanahoria y grandes dosis de garrote en las calles.
Pero el garrote produce más escenarios de posibilidad para la violencia policial y la reacción internacional ante las violaciones de derechos humanos lo hace ver acorralado. Al punto que, en una decisión sin precedentes, el Gobierno rechazó, y luego admitió, el pedido de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para hacer una visita in loco que permita evaluar la situación en el país. Lo más dramático es que cada día que pasa es un día que se pierde en el proceso de implementar medidas de emergencia para ayudar a paliar la desesperación económica de tantas familias empobrecidas.
Cada día que pasa, la estrategia del Gobierno contribuye a minar más la confianza en las maltrechas instituciones. Los organismos de control, que deberían velar por el respeto de los derechos de los ciudadanos, fueron cooptados por el Gobierno y perdieron su capacidad de ser entes de vigilancia. La clase política, por su parte, parece sumida en un sueño profundo por los intereses electorales, ya activados con miras a 2022. La izquierda, siempre protagonista de las reivindicaciones sociales, es cautelosa para que no la acusen de los desmanes de la protesta. La derecha hábilmente espera al acecho su oportunidad para reencauchar el discurso anti-castrochavista y de la mano dura. Y el centro político decidió entrar en crisis justo ahora.
Los otros sectores sociales siguen sumidos en las condenas equidistantes que poco o nada hacen para sacarnos de la crisis. La indignación no nos ayuda a tramitar nada y solo contribuye a acomodarnos en nuestros pedestales morales en medio de esta incómoda situación. Llamar a la unidad y al regreso a la normalidad, como sugiere el profesor Andrés Parra en un escrito reciente, no ayuda si no pasa por una resolución de los problemas de pobreza y desempleo que se han agudizado con la pandemia. En otras palabras, y como él mismo lo sugiere, el problema es justamente la normalidad.
*Profesora Asociada del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de Los Andes. Una versión preliminar, diferente y más extensa de este artículo fue publicada en la página web de la Revista Nueva Sociedad de la Friedrich Ebert Stiftung
Constantemente se escuchan expresiones de sorpresa frente al tiempo que ha durado y la intensidad que ha adquirido la protesta. Ya cumplimos un mes de paro y el Gobierno no parece tener una propuesta clara para responder a las demandas de la gente que marcha y, consecuentemente, la gente que marcha no tiene razón alguna para dejar de hacerlo. Es como si el Gobierno y quienes se manifiestan hablasen dos idiomas distintos, sin que al menos existan unas palabras en común: el primero habla el lenguaje del orden público, el terrorismo y las amenazas a la seguridad, y los segundos, el lenguaje de la pobreza, del acceso a la fuerza laboral y a la educación. A duras penas se alcanzan a oír.
Con un 6,8 % más de población en pobreza, con casi 30 millones de colombianos que viven con menos de $330.000 al mes, con las mujeres empobreciéndose más rápido que los hombres, y los jóvenes cada vez con menos acceso a la fuerza laboral y al sistema educativo, es difícil entender la indiferencia del Gobierno. Por supuesto que hay quienes, de un lado y del otro, están pescando en río revuelto para generar caos. Pero seguir pensando que el problema se resuelve usando esos casos para borrar los legítimos reclamos de la población empobrecida y desesperada solo genera más frustración, desesperanza y más gente en la calle.
Los barrios pobres de las grandes ciudades han sido donde la movilización se ha tornado más masiva y, en ocasiones, más violenta. Es una situación mala que ha empeorado gracias a la pandemia. En muchos casos, en estos lugares operan grupos ilegales (ya sean disidencias de la guerrilla, grupos dedicados al microtráfico u otras formas de criminalidad) que ven en estos jóvenes posibilidades de reclutamiento. Estos barrios recibieron y reciben familias desplazadas que abandonaron todo para buscar protección en el anonimato de las ciudades. Y los jóvenes allí sufren de un desarraigo que termina de acentuarse en la falta de oportunidades laborales y de educación.
Y, por si fuera poco, su relación con la Policía es de tensión constante: asedio, detenciones ilegales y abusos son pan de todos los días. Lo que era un problema, solo empeoró con la pandemia por las facultades adicionales que recibió la Fuerza Pública para hacer cumplir las medidas de bioseguridad. Mientras estos jóvenes y sus familias se empobrecían encerrados, en la calle, la Policía era más poderosa y dueña del espacio público. Cuando la situación económica no se pudo contener más, el choque entre la frustración de los jóvenes y la fuerza policial fue de una brutalidad sin precedentes en el pasado reciente. Hoy vemos el saldo en las violaciones a derechos humanos, que el Gobierno no reconoce.
Hay un problema adicional. La ciudadanía colombiana ha venido desarrollando una creciente desconfianza en las instituciones y los partidos políticos. En el 2004, según el Observatorio de la Democracia, la satisfacción con las instituciones era de un 57,7 % y hoy es de tan solo un 18,2 %, además de una caída en la confianza en los medios de comunicación y las organizaciones sociales. Por esto, a veces ni siquiera el Comité del Paro pareciera hablar por quienes protestan. Allí también hay un déficit de representación que no ha sido resuelto. En ese orden, la única forma en la que muchos creen que pueden obtener respuestas a sus demandas es a través de la protesta.
Han perdido la fe en que una respuesta adecuada se pueda lograr a través de la democracia representativa. La consecuencia es que los canales de comunicación entre el Gobierno y manifestantes están taponados. Todos insisten en que la única salida, después de un mes de paro, es la negociación. Pero no es una tarea fácil identificar a los interlocutores. El Gobierno, mientras tanto, ha preferido apostarle con vehemencia a una estrategia de orden público: criminaliza la protesta, hace un énfasis desproporcionado en el daño material, se presenta como víctima de intereses electorales y, al final, solo resta agencia y voz a quienes protestan.
Si a eso se le suma su complicidad y nula actitud crítica frente al abuso policial, es fácil deducir que es el Gobierno mismo el que ha contribuido a que el paro se prolongue y se haga cada vez más masivo. La inmensa debilidad de la administración Duque, a quien ni siquiera su propio partido acompañó a sacar adelante la reforma tributaria que desencadenó las manifestaciones, es el principal obstáculo para salir del atolladero. No tiene capacidad de convocatoria para liderar un diálogo de concertación alrededor de las medidas necesarias y, por tanto, su única salida es muy poca zanahoria y grandes dosis de garrote en las calles.
Pero el garrote produce más escenarios de posibilidad para la violencia policial y la reacción internacional ante las violaciones de derechos humanos lo hace ver acorralado. Al punto que, en una decisión sin precedentes, el Gobierno rechazó, y luego admitió, el pedido de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para hacer una visita in loco que permita evaluar la situación en el país. Lo más dramático es que cada día que pasa es un día que se pierde en el proceso de implementar medidas de emergencia para ayudar a paliar la desesperación económica de tantas familias empobrecidas.
Cada día que pasa, la estrategia del Gobierno contribuye a minar más la confianza en las maltrechas instituciones. Los organismos de control, que deberían velar por el respeto de los derechos de los ciudadanos, fueron cooptados por el Gobierno y perdieron su capacidad de ser entes de vigilancia. La clase política, por su parte, parece sumida en un sueño profundo por los intereses electorales, ya activados con miras a 2022. La izquierda, siempre protagonista de las reivindicaciones sociales, es cautelosa para que no la acusen de los desmanes de la protesta. La derecha hábilmente espera al acecho su oportunidad para reencauchar el discurso anti-castrochavista y de la mano dura. Y el centro político decidió entrar en crisis justo ahora.
Los otros sectores sociales siguen sumidos en las condenas equidistantes que poco o nada hacen para sacarnos de la crisis. La indignación no nos ayuda a tramitar nada y solo contribuye a acomodarnos en nuestros pedestales morales en medio de esta incómoda situación. Llamar a la unidad y al regreso a la normalidad, como sugiere el profesor Andrés Parra en un escrito reciente, no ayuda si no pasa por una resolución de los problemas de pobreza y desempleo que se han agudizado con la pandemia. En otras palabras, y como él mismo lo sugiere, el problema es justamente la normalidad.
*Profesora Asociada del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de Los Andes. Una versión preliminar, diferente y más extensa de este artículo fue publicada en la página web de la Revista Nueva Sociedad de la Friedrich Ebert Stiftung