Raíces que resisten contra el silencio
En comunidades de los pueblos Tucano y Emberá, el silencio de las mujeres no ha sido una elección. Durante años, la violencia y el maltrato han impuesto la invisibilidad de sus voces. Hoy, en medio de los esfuerzos por preservar su cultura, las lideresas indígenas comienzan a desafiar esa imposición, reclamando espacios de justicia y participación para frenar la violencia que amenaza sus territorios y sus vidas.
Harold García
María*, lideresa de una de las comunidades del pueblo Emberá en el Chocó, desplazada por la violencia el 15 de enero de 1996, recuerda el día en que las mujeres de su comunidad comenzaron a hablar sobre lo que hasta entonces era un tema casi tabú: la violencia que les atravesaba. “La mayoría de las mujeres casi no hablábamos porque los compañeros indígenas decían que nosotras no teníamos derecho de hablar, era solo lo que ellos opinaban, por eso no teníamos voz para decir lo que pasaba”, dice María, sentada en un espacio de formación contra las violencias basadas en género (VBG), rodeada por otras mujeres que se forman igual que ella, y cuentan historias propias y ajenas de su comunidad en torno a estas temáticas.
Las conversaciones sobre violencia de género, salud mental o desarmonía eran inexistentes. El lenguaje indígena, su cultura, no ofrecía las palabras ni los espacios precisos para describir lo que sentían. Ese cambio ha comenzado a gestarse a lo largo de varios años, pero fue impulsado de manera más estructurada en 2023, por medio de iniciativas en el territorio que buscan desarrollar capacidades entre las mujeres y niñas indígenas para fortalecer sus conocimientos y herramientas que posibiliten una mayor participación en espacios propios e institucionales y exigir el cumplimiento de sus derechos.
“Sí, es necesario hablar sobre la salud mental, porque hay que hacer el esfuerzo para saber qué se hace con esas situaciones”, explica María, refiriéndose a la desarmonía que se genera en las comunidades a raíz de las violencias que viven las mujeres. Situación que desencadena diferentes problemas de salud mental y que son abordados en los encuentros comunitarios en los que las mujeres comparten sus experiencias. “Entendí que la desarmonía no es solo algo espiritual. Es cuando no estás bien con tu entorno, cuando no tienes esa buena relación con lo que te rodea. Entonces, empezamos a preguntarnos: ‘¿Qué es lo que nos está pasando?’”.
La historia de María y de otras mujeres indígenas en el Guaviare y el Chocó refleja el choque entre las prácticas ancestrales y los desafíos que enfrentan en la actualidad. Muchas de ellas, como María, no solo deben aprender a sanar las heridas emocionales y espirituales que ha dejado la violencia, sino también a resignificar las herramientas que ya poseen, integrando su saber tradicional con los enfoques contemporáneos en salud mental y derechos humanos.
Marcela Bolaño Plata, lideresa indígena Wiwa de la Sierra Nevada de Santa Marta, habla de la desarmonía espiritual como un concepto con el que las comunidades indígenas comienzan a reconocer los problemas que afectan su entorno. “Cuando tocamos esas palabras, explica, las comunidades empiezan a entender mejor lo que está pasando, reconocen que algo anda mal en su relación con el entorno, con su contexto”. Desde su experiencia en la Corporación Comunidad de Juristas Akubadaura, donde trabaja en la Línea de Género y Poblaciones, Bolaño resalta cómo este enfoque ayuda a las comunidades a enfrentar sus problemas desde una perspectiva más amplia y conectada con su espiritualidad.
“Una vez identificadas las problemáticas, complementa, surge la pregunta: ¿Qué podemos hacer? Es ahí donde se abren a discutir herramientas de cuidado y autocuidado a nivel tradicional”.
El silencio ha sido una constante para muchas mujeres indígenas de Colombia. Enfrentadas a violencias estructurales y a la brutalidad del conflicto armado, fueron calladas por el miedo, la discriminación y la exclusión. Pero en ese silencio también hubo resistencia, una lucha diaria por la supervivencia de sus pueblos y territorios. Según el “Informe de seguimiento al Capítulo Étnico del Acuerdo de Paz”, presentado por la Defensoría del Pueblo a inicios de 2024, explica que en el año 2022, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) abrió el Caso 09 para investigar los crímenes cometidos contra los Pueblos y Territorios Étnicos durante el conflicto armado. Procesos en los que la justicia ha empezado a escuchar, por fin, esas voces largamente silenciadas.
Este caso, el 09, tiene un alcance significativo: busca investigar, juzgar y sancionar a las Farc-EP, miembros de la fuerza pública, agentes del Estado y terceros civiles por los crímenes que devastaron a comunidades étnicas en Colombia. La Sala de Reconocimiento de Verdad de la JEP señala que más de cuatro millones de personas con pertenencia étnica fueron víctimas de hechos como el desplazamiento forzado, violencia sexual, homicidios o desapariciones forzadas. El impacto no sólo fue físico; las relaciones con sus territorios, esenciales para la cosmovisión de estos pueblos, se quebraron profundamente.
De igual manera, el informe “Situación de las mujeres indígenas en Colombia”, realizado en 2002 por la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), el Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas (DANE), el Ministerio de Salud y Protección Social, y el Fondo de Población de Naciones Unidas (UNFPA), dice que en 2021, se registraron 2.106 casos de violencia contra niñas, adolescentes y mujeres indígenas, de los cuales el 44.5 % fueron de violencia física, el 30.3% de violencia sexual, 18,9 % con negligencia y abandono, y el 6,3 % con violencia psicológica.
Estas cifras, invisibles para muchos, son el reflejo de una violencia estructural que afecta profundamente sus vidas. Son el espejo de una realidad dura: las mujeres indígenas son vulnerables a múltiples formas de violencia ante el silencio profundo de todas y todos. La ubicación geográfica de sus comunidades, a menudo alejadas y de difícil acceso, agrava la situación, haciendo que el acceso a servicios de salud y apoyo psicológico sea limitado. María lo sabe de primera mano: “Esto es dificultoso porque antes nosotras dependíamos de si el hombre nos llevaba al médico, ahora podemos ir solas, pero no nos atienden porque no entienden nuestro idioma o porque no hay quién nos atienda, siempre hay un motivo, una excusa”.
A este aislamiento se suman las barreras culturales y lingüísticas. Muchas mujeres indígenas no hablan español, y el acompañamiento profesional que requieren a menudo no está disponible en su lengua. La violencia de género, según María y otras lideresas, no es solo un asunto individual, sino colectivo.
En la cosmovisión indígena, la comunidad es un todo, y cualquier afectación a una mujer impacta la armonía de la colectividad por lo que María ve necesario enseñarle a las nuevas generaciones sobre salud mental, de cuidado y autocuidado. “Es necesario porque necesitamos aprender algo más, porque uno solo no aprende, uno se cría como así (en colectivo), pero si alguien me enseña algo más, uno va aprendiendo para protegernos entre nosotras”, explica María, quien a sus 53 años ha sido testigo de cómo su comunidad ha ido perdiendo parte de sus tradiciones a medida que el mundo moderno se cuela en su vida cotidiana.
Por su parte, Gerardo Martínez, autoridad perteneciente a la etnia Piratapuyo, del resguardo indígena Panuré, en el Guaviare, lo describe de manera similar: “Cuando un niño o una mujer pierde su identidad, todo el pueblo pierde algo. En nuestras comunidades, se trata de mantener un equilibrio entre lo espiritual, lo físico y lo mental, pero cuando la violencia entra, todo ese equilibrio se rompe”.
Para él, el territorio es central en la construcción de esa identidad. “El territorio no es solo la tierra. Es nuestra madre. Si la mujer es atacada, si la tierra es atacada, perdemos el equilibrio”. Su comunidad ha mantenido algunas de sus prácticas ancestrales, como la espiritualidad y los rituales de sanación, pero admite que la nueva generación está cada vez más expuesta a influencias externas. “Nuestros jóvenes ya no escuchan a los mayores. Están más conectados a sus teléfonos que a nuestra tierra”, lamenta.
El acompañamiento de Akubadaura, en su objetivo de contribuir en la reducción de la violencia contra las mujeres y niñas indígenas, ha encontrado un camino complejo. Las autoridades locales, las organizaciones no gubernamentales y las propias comunidades han tenido que aprender a trabajar juntas. En este contexto, la violencia de género es entendida no solo como agresiones físicas o sexuales, sino como cualquier dinámica que rompa el equilibrio de las personas dentro de la comunidad.
“Aquí no todo se cura con una pastilla”, dice Gerardo, reflexionando sobre la medicina occidental y cómo esta ha ido desplazando las prácticas tradicionales de sanación. “Hay males que no se ven. Y esos, como la desarmonía, no los puede curar ningún médico”. Este enfoque integral de la salud (que incluye lo físico, lo mental y lo espiritual) ha sido central en las discusiones que las mujeres indígenas han mantenido en los talleres y encuentros organizados por Akubadaura como parte del proyecto.
Las mujeres Tucano y Emberá saben que, aunque han comenzado a hablar, el camino hacia la sanación total y la prevención de las violencias será largo. No se trata solo de aprender nuevas herramientas, sino de recordar lo que siempre supieron y aplicarlo de manera colectiva. “Antes no teníamos esto, esta oportunidad de aprender, antes solo tenía que era del hombre, nosotras teníamos que estar en la casa atendiendo a los niños solamente, pero ahora sí salimos a las reuniones, a mí me parece que ahora está mejor que antes”, insiste María.
Las historias de mujeres como ella muestran que el cambio no llega de un día para otro. “Yo veo que es necesario que las mujeres aprendan algo más, que no les de pena hablar, hablar de sus derechos: ´¿por qué esto para nosotras?´, reclamar los derechos, pero también saber cuidarnos entre nosotras, si no es entre nosotras, nadie nos va a cuidar”, dice. Es un proceso lento y constante que requiere del apoyo de organizaciones, y del compromiso del Estado, de las instituciones públicas competentes, pero también de una voluntad de las autoridades indígenas y de las propias organizaciones indígenas, para garantizar que estos cambios no sean solo temporales.
Gerardo lo resume con claridad: “Si no cuidamos a nuestras mujeres, no podremos cuidar nuestro territorio. Y sin territorio, no hay futuro para nosotros”.
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María*, lideresa de una de las comunidades del pueblo Emberá en el Chocó, desplazada por la violencia el 15 de enero de 1996, recuerda el día en que las mujeres de su comunidad comenzaron a hablar sobre lo que hasta entonces era un tema casi tabú: la violencia que les atravesaba. “La mayoría de las mujeres casi no hablábamos porque los compañeros indígenas decían que nosotras no teníamos derecho de hablar, era solo lo que ellos opinaban, por eso no teníamos voz para decir lo que pasaba”, dice María, sentada en un espacio de formación contra las violencias basadas en género (VBG), rodeada por otras mujeres que se forman igual que ella, y cuentan historias propias y ajenas de su comunidad en torno a estas temáticas.
Las conversaciones sobre violencia de género, salud mental o desarmonía eran inexistentes. El lenguaje indígena, su cultura, no ofrecía las palabras ni los espacios precisos para describir lo que sentían. Ese cambio ha comenzado a gestarse a lo largo de varios años, pero fue impulsado de manera más estructurada en 2023, por medio de iniciativas en el territorio que buscan desarrollar capacidades entre las mujeres y niñas indígenas para fortalecer sus conocimientos y herramientas que posibiliten una mayor participación en espacios propios e institucionales y exigir el cumplimiento de sus derechos.
“Sí, es necesario hablar sobre la salud mental, porque hay que hacer el esfuerzo para saber qué se hace con esas situaciones”, explica María, refiriéndose a la desarmonía que se genera en las comunidades a raíz de las violencias que viven las mujeres. Situación que desencadena diferentes problemas de salud mental y que son abordados en los encuentros comunitarios en los que las mujeres comparten sus experiencias. “Entendí que la desarmonía no es solo algo espiritual. Es cuando no estás bien con tu entorno, cuando no tienes esa buena relación con lo que te rodea. Entonces, empezamos a preguntarnos: ‘¿Qué es lo que nos está pasando?’”.
La historia de María y de otras mujeres indígenas en el Guaviare y el Chocó refleja el choque entre las prácticas ancestrales y los desafíos que enfrentan en la actualidad. Muchas de ellas, como María, no solo deben aprender a sanar las heridas emocionales y espirituales que ha dejado la violencia, sino también a resignificar las herramientas que ya poseen, integrando su saber tradicional con los enfoques contemporáneos en salud mental y derechos humanos.
Marcela Bolaño Plata, lideresa indígena Wiwa de la Sierra Nevada de Santa Marta, habla de la desarmonía espiritual como un concepto con el que las comunidades indígenas comienzan a reconocer los problemas que afectan su entorno. “Cuando tocamos esas palabras, explica, las comunidades empiezan a entender mejor lo que está pasando, reconocen que algo anda mal en su relación con el entorno, con su contexto”. Desde su experiencia en la Corporación Comunidad de Juristas Akubadaura, donde trabaja en la Línea de Género y Poblaciones, Bolaño resalta cómo este enfoque ayuda a las comunidades a enfrentar sus problemas desde una perspectiva más amplia y conectada con su espiritualidad.
“Una vez identificadas las problemáticas, complementa, surge la pregunta: ¿Qué podemos hacer? Es ahí donde se abren a discutir herramientas de cuidado y autocuidado a nivel tradicional”.
El silencio ha sido una constante para muchas mujeres indígenas de Colombia. Enfrentadas a violencias estructurales y a la brutalidad del conflicto armado, fueron calladas por el miedo, la discriminación y la exclusión. Pero en ese silencio también hubo resistencia, una lucha diaria por la supervivencia de sus pueblos y territorios. Según el “Informe de seguimiento al Capítulo Étnico del Acuerdo de Paz”, presentado por la Defensoría del Pueblo a inicios de 2024, explica que en el año 2022, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) abrió el Caso 09 para investigar los crímenes cometidos contra los Pueblos y Territorios Étnicos durante el conflicto armado. Procesos en los que la justicia ha empezado a escuchar, por fin, esas voces largamente silenciadas.
Este caso, el 09, tiene un alcance significativo: busca investigar, juzgar y sancionar a las Farc-EP, miembros de la fuerza pública, agentes del Estado y terceros civiles por los crímenes que devastaron a comunidades étnicas en Colombia. La Sala de Reconocimiento de Verdad de la JEP señala que más de cuatro millones de personas con pertenencia étnica fueron víctimas de hechos como el desplazamiento forzado, violencia sexual, homicidios o desapariciones forzadas. El impacto no sólo fue físico; las relaciones con sus territorios, esenciales para la cosmovisión de estos pueblos, se quebraron profundamente.
De igual manera, el informe “Situación de las mujeres indígenas en Colombia”, realizado en 2002 por la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), el Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas (DANE), el Ministerio de Salud y Protección Social, y el Fondo de Población de Naciones Unidas (UNFPA), dice que en 2021, se registraron 2.106 casos de violencia contra niñas, adolescentes y mujeres indígenas, de los cuales el 44.5 % fueron de violencia física, el 30.3% de violencia sexual, 18,9 % con negligencia y abandono, y el 6,3 % con violencia psicológica.
Estas cifras, invisibles para muchos, son el reflejo de una violencia estructural que afecta profundamente sus vidas. Son el espejo de una realidad dura: las mujeres indígenas son vulnerables a múltiples formas de violencia ante el silencio profundo de todas y todos. La ubicación geográfica de sus comunidades, a menudo alejadas y de difícil acceso, agrava la situación, haciendo que el acceso a servicios de salud y apoyo psicológico sea limitado. María lo sabe de primera mano: “Esto es dificultoso porque antes nosotras dependíamos de si el hombre nos llevaba al médico, ahora podemos ir solas, pero no nos atienden porque no entienden nuestro idioma o porque no hay quién nos atienda, siempre hay un motivo, una excusa”.
A este aislamiento se suman las barreras culturales y lingüísticas. Muchas mujeres indígenas no hablan español, y el acompañamiento profesional que requieren a menudo no está disponible en su lengua. La violencia de género, según María y otras lideresas, no es solo un asunto individual, sino colectivo.
En la cosmovisión indígena, la comunidad es un todo, y cualquier afectación a una mujer impacta la armonía de la colectividad por lo que María ve necesario enseñarle a las nuevas generaciones sobre salud mental, de cuidado y autocuidado. “Es necesario porque necesitamos aprender algo más, porque uno solo no aprende, uno se cría como así (en colectivo), pero si alguien me enseña algo más, uno va aprendiendo para protegernos entre nosotras”, explica María, quien a sus 53 años ha sido testigo de cómo su comunidad ha ido perdiendo parte de sus tradiciones a medida que el mundo moderno se cuela en su vida cotidiana.
Por su parte, Gerardo Martínez, autoridad perteneciente a la etnia Piratapuyo, del resguardo indígena Panuré, en el Guaviare, lo describe de manera similar: “Cuando un niño o una mujer pierde su identidad, todo el pueblo pierde algo. En nuestras comunidades, se trata de mantener un equilibrio entre lo espiritual, lo físico y lo mental, pero cuando la violencia entra, todo ese equilibrio se rompe”.
Para él, el territorio es central en la construcción de esa identidad. “El territorio no es solo la tierra. Es nuestra madre. Si la mujer es atacada, si la tierra es atacada, perdemos el equilibrio”. Su comunidad ha mantenido algunas de sus prácticas ancestrales, como la espiritualidad y los rituales de sanación, pero admite que la nueva generación está cada vez más expuesta a influencias externas. “Nuestros jóvenes ya no escuchan a los mayores. Están más conectados a sus teléfonos que a nuestra tierra”, lamenta.
El acompañamiento de Akubadaura, en su objetivo de contribuir en la reducción de la violencia contra las mujeres y niñas indígenas, ha encontrado un camino complejo. Las autoridades locales, las organizaciones no gubernamentales y las propias comunidades han tenido que aprender a trabajar juntas. En este contexto, la violencia de género es entendida no solo como agresiones físicas o sexuales, sino como cualquier dinámica que rompa el equilibrio de las personas dentro de la comunidad.
“Aquí no todo se cura con una pastilla”, dice Gerardo, reflexionando sobre la medicina occidental y cómo esta ha ido desplazando las prácticas tradicionales de sanación. “Hay males que no se ven. Y esos, como la desarmonía, no los puede curar ningún médico”. Este enfoque integral de la salud (que incluye lo físico, lo mental y lo espiritual) ha sido central en las discusiones que las mujeres indígenas han mantenido en los talleres y encuentros organizados por Akubadaura como parte del proyecto.
Las mujeres Tucano y Emberá saben que, aunque han comenzado a hablar, el camino hacia la sanación total y la prevención de las violencias será largo. No se trata solo de aprender nuevas herramientas, sino de recordar lo que siempre supieron y aplicarlo de manera colectiva. “Antes no teníamos esto, esta oportunidad de aprender, antes solo tenía que era del hombre, nosotras teníamos que estar en la casa atendiendo a los niños solamente, pero ahora sí salimos a las reuniones, a mí me parece que ahora está mejor que antes”, insiste María.
Las historias de mujeres como ella muestran que el cambio no llega de un día para otro. “Yo veo que es necesario que las mujeres aprendan algo más, que no les de pena hablar, hablar de sus derechos: ´¿por qué esto para nosotras?´, reclamar los derechos, pero también saber cuidarnos entre nosotras, si no es entre nosotras, nadie nos va a cuidar”, dice. Es un proceso lento y constante que requiere del apoyo de organizaciones, y del compromiso del Estado, de las instituciones públicas competentes, pero también de una voluntad de las autoridades indígenas y de las propias organizaciones indígenas, para garantizar que estos cambios no sean solo temporales.
Gerardo lo resume con claridad: “Si no cuidamos a nuestras mujeres, no podremos cuidar nuestro territorio. Y sin territorio, no hay futuro para nosotros”.
¿Sabe qué es la justicia centrada en las personas? Visite Justicia Inclusiva de El Espectador