Casa cultura de paz: así se aplica la justicia restaurativa sin ayuda del Estado
Firmantes del Acuerdo de Paz le entregaron a los habitantes y víctimas de la comuna 3 de Medellín un espacio para la cultura, la reconciliación y el encuentro comunitario. El espacio fue creado a través de convites, una tradición popular, la cual buscan que se convierta en un ejemplo para las medidas de reparación que deberá ordenar y garantizar la Jurisdicción Especial para la Paz.
Valentina Arango Correa
Desde la ladera, esa Medellín de techos ocres opacos y tejas de zinc parece distante. Allí, los aviones están más cerca y, en medio de la evidente polución, es posible seguirlos con la mirada hasta que desaparecen en el norte. El bus en el que subimos dos amigos, una lideresa y una integrante de la Misión de Apoyo al Proceso de Paz en Colombia está lleno, en su mayoría, de hombres jóvenes que se duermen en el camino. Llegamos hasta donde la carretera es suficiente para un solo carro. A medida que nos acercamos a San José de La Cima, un barrio al nororiente de Medellín, las sacudidas hacen que sea inevitable no despertar.
Bajarse del bus es abandonar el miedo, caminar el verdadero barrio, una especie de laberinto, que tiene en sus graffitis el reflejo de sus luchas. “Resistimos junto al pueblo”, se lee en una pared detrás de una olla que parece hervir un sancocho. Es sábado 13 de enero y, después de un año, se reunieron para la entrega de la nueva Casa cultura de paz, firmantes del Acuerdo de Paz, habitantes y víctimas de los barrios La Honda, La Cruz, Bello Oriente, María Cano Carambolas y la San José La Cima de Medellín.
Fueron 21 convites los que juntaron a esta comunidad en la construcción de un espacio dedicado a fortalecer la unión y la cooperación comunitaria. Por eso, desde mediados de 2021, recolectaron recursos y comenzaron este sueño, el que también se convirtió en una medida de reparación para esta población. Ahora, sobre la montaña reposa un salón con un baño y sillas, un techo para hacer desde reuniones, pasando por bingos, hasta quinces y primeras comuniones.
Son casi las 2:00 de la tarde y ya hubo tiempo para freír chicharrones para unas 50 personas y pegar una placa. “Este espacio fue construido colectivamente con las manos de firmantes de paz y comunidad del barrio San José La Cima, y representa nuestro indeclinable compromiso como firmantes de paz con las víctimas y la comunidad. La paz sigue siendo nuestra apuesta”, declara el mármol conmemorativo.
En contexto: El convite, de tradición colectiva a modelo de justicia restaurativa en Medellín
El firmante Jesús Elkin López llegó desde muy temprano para ayuda a limpiar la casa y construir el rancho para que el fogón estuviese protegido de una posible lluvia. Para él, “lo que se ve aquí construido es hecho las propias manos de las mismas comunidades. Es el fruto y el resultado de mucho esfuerzo”, dice López. Mientras tanto, Blanca Suárez, integrante de un grupo de mujeres desplazadas y de la Corporación de Víctimas de Urabá está pendiente del fogón. Tiene las manos amarillas, manchadas de tierra. “Maniamarilla”, le dice un amigo en charla.
***
Es que ese peculiar amarillo de la tierra tiene historia. Cuando campesinos y desplazados llegaban descalzos a la urbe, sus pies se pintaban del color de la tierra arcillosa. El término fue usado despectivamente para poner distinción social y en menor grado a la gente que llegaba de afuera. Ahora, hay zonas de Medellín donde el término “patimarillo” es sinónimo de comunidad en resistencia.
***
“Estamos muy contentos y muy agradecidos por el apoyo que hemos tenido con los firmantes de paz, al hacernos la sede acá nos va a servir para reunirnos como mujeres y tantos adolescentes que hay también, los grupos de baile, de teatro”, expresa Blanca Suárez mientras organiza las pailas enormes. “Nosotros somos firmantes de paz, pero no somos quienes construimos la paz, la paz la construimos entre todos”, dice el firmante López, pues aunque durante el conflicto afectaron directamente estas comunidades, ahora trabajan juntos para cerrar, de a poco, las heridas de la violencia.
Lea también: Justicia restaurativa: un enfoque para superar el conflicto en Medellín
Marcos Urbano, uno de los líderes de firmantes en la ciudad, explica que fue su unión y voluntad por fuera de la institucionalidad la que les permitió construir. “Entregamos esa casa como una semillita, un impulso, a que sí se pueden hacer las cosas cuando hay voluntad política”, dice el excombatiente. Además, es él quien insiste en que este barrio hace parte de una gran zona de asentamientos al nororiente de la ciudad que buscan formalización y legalización de sus barrios, de sus hogares. El mensaje para el nuevo alcalde, que acompaña este líder y la comunidad, es de respeto y acompañamiento.
La reacción de los habitantes que también lucharon por este espacio es de alegría. Martín Mira, quien fue criado en este mismo barrio, desarrolla desde hace seis años un proceso de huertas. Integrar un proceso social lo hacía ver la necesidad de tener un espacio para encontrarse. Con un bazar comunitario recogieron algunos recursos y se consiguieron un lote que también ha estado en disputa de combos armados barriales. Por eso el mensaje va más allá de la paz. Como dice Mira, es la conexión entre habitantes, la conversación entre vecinos, la amistad.
Otro habitante, Luis Rodolfo Moreno, a quien le dicen “More” de cariño y pertenece a la Junta de Acción Comunal María Cano-Carambolas, también dice que está contento con la acción. Explica que los firmantes les han abierto los brazos, que ese abrazo conjunto es la verdadera paz. En palabras del firmante Marcos Urbano: “Estamos haciendo construcción de paz diariamente y de vida, ese es el mensaje”. Además, porque el objetivo es seguir llegando a estos barrios marginados, impulsar su proyecto de reconciliación, y encontrar, ojalá, el apoyo de la institucionalidad para poder hacer más obras en otras partes.
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La meta es que otras comunas como esta puedan encontrarse en un espacio para la paz. Aquí, por ejemplo, esta inauguración incluye una obra de teatro en verso, la cual se lleva la atención reflexiva de la tarde. Su nombre, Drama sobre la paz cantada. Una niña, dos niños y un adulto hablan de enajenación y bazares, de la libertad y el egoísmo, de la miseria y la ignorancia, de la riqueza acumulada en pocos y, sobre todo, de la paz. “Transformemos el mundo con las manos, construyamos futuro más humano”, es la última frase que el más pequeño dice engrosando la voz.
Al evento también llegaron integrantes de la Mesa Municipal de Víctimas, el Comité de víctimas de Manrique Asolavidi, la Red Árbol de Bello Oriente, la Corporación de víctimas sobrevivientes del conflicto de la Unión Patriótica, el Proceso de Memoria y paz territorial de Manrique, la Corporación Convivamos, la Universidad de Antioquia, el Instituto de Estudios Políticos y el pregrado en Trabajo Social; además de grupos artísticos de niñez y juventud de San Jose la Cima.
Aunque por el lado institucional, asistieron integrantes de la Misión de Verificación de la ONU en Colombia, de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y del partido Comunes, y Carlos Arcila, el nuevo secretario de No Violencia en Medellín; la comunidad espera un mayor compromiso del Estado para la implementación del Acuerdo de Paz y que más obras en aras de justicia restaurativa se hagan realidad.
Por su parte, la lideresa y víctima, Elizabeth Moreno, quien vive hace 23 años en el territorio, ve con esperanza haber hecho parte de los convites que crearon esta casa. Lleva una pequeña cámara digital, conocida como cámara piñatera, y cuenta que le gusta tomar fotos. “Esto es para la comunidad y para el pueblo, para que vengan aquí y hagan sus procesos culturales con los niños, porque esto va a ser un espacio abierto”, expresa. Mientras tanto, su sueño es tener tierra para sembrar.
Ahora la casa está llena de niños, niñas, firmantes, habitantes del barrio y víctimas del conflicto. Desplazados en su mayoría. Pero juntos. Una madre alimenta a su bebé. La entrega fue preparada con todo un acto cultural. Al final, el grupo de baile de “La Piña”, conformado por niñas y jóvenes, espera ansioso el espacio en la agenda y en la casa para su presentación. Afuera hay preocupación porque los chicharrones se ven pocos para el gentío que llegó. Ya es la casa de muchos, un acto de esperanza. Es, tal vez, la mirada de las más de cien personas que llegaron al nuevo techo que le apuesta a la paz en las últimas casas del oriente de Medellín.
De regreso, el camino, una especie de laberinto en esos morros de la nororiental, huele a galpón. Hay muchas gallinas. Unos 14 mototaxis parqueados y sin casco afuera de la estación del metro. Se hacen trancones en la bajada en aquellas partes que solo hay espacio para un carro. Volver es una especie de montaña rusa en las lomas que también la guerra caminó. El atardecer es una bocanada de luz que devora a la ciudad, comenzando desde el centro, hasta que se cierra, dando paso a la noche. Una mujer mayor recoge ya la ropa seca. Llegamos al centro de Medellín después de una hora de recorrido. Ahora es posible mirar a la montaña con esperanza.
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Desde la ladera, esa Medellín de techos ocres opacos y tejas de zinc parece distante. Allí, los aviones están más cerca y, en medio de la evidente polución, es posible seguirlos con la mirada hasta que desaparecen en el norte. El bus en el que subimos dos amigos, una lideresa y una integrante de la Misión de Apoyo al Proceso de Paz en Colombia está lleno, en su mayoría, de hombres jóvenes que se duermen en el camino. Llegamos hasta donde la carretera es suficiente para un solo carro. A medida que nos acercamos a San José de La Cima, un barrio al nororiente de Medellín, las sacudidas hacen que sea inevitable no despertar.
Bajarse del bus es abandonar el miedo, caminar el verdadero barrio, una especie de laberinto, que tiene en sus graffitis el reflejo de sus luchas. “Resistimos junto al pueblo”, se lee en una pared detrás de una olla que parece hervir un sancocho. Es sábado 13 de enero y, después de un año, se reunieron para la entrega de la nueva Casa cultura de paz, firmantes del Acuerdo de Paz, habitantes y víctimas de los barrios La Honda, La Cruz, Bello Oriente, María Cano Carambolas y la San José La Cima de Medellín.
Fueron 21 convites los que juntaron a esta comunidad en la construcción de un espacio dedicado a fortalecer la unión y la cooperación comunitaria. Por eso, desde mediados de 2021, recolectaron recursos y comenzaron este sueño, el que también se convirtió en una medida de reparación para esta población. Ahora, sobre la montaña reposa un salón con un baño y sillas, un techo para hacer desde reuniones, pasando por bingos, hasta quinces y primeras comuniones.
Son casi las 2:00 de la tarde y ya hubo tiempo para freír chicharrones para unas 50 personas y pegar una placa. “Este espacio fue construido colectivamente con las manos de firmantes de paz y comunidad del barrio San José La Cima, y representa nuestro indeclinable compromiso como firmantes de paz con las víctimas y la comunidad. La paz sigue siendo nuestra apuesta”, declara el mármol conmemorativo.
En contexto: El convite, de tradición colectiva a modelo de justicia restaurativa en Medellín
El firmante Jesús Elkin López llegó desde muy temprano para ayuda a limpiar la casa y construir el rancho para que el fogón estuviese protegido de una posible lluvia. Para él, “lo que se ve aquí construido es hecho las propias manos de las mismas comunidades. Es el fruto y el resultado de mucho esfuerzo”, dice López. Mientras tanto, Blanca Suárez, integrante de un grupo de mujeres desplazadas y de la Corporación de Víctimas de Urabá está pendiente del fogón. Tiene las manos amarillas, manchadas de tierra. “Maniamarilla”, le dice un amigo en charla.
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Es que ese peculiar amarillo de la tierra tiene historia. Cuando campesinos y desplazados llegaban descalzos a la urbe, sus pies se pintaban del color de la tierra arcillosa. El término fue usado despectivamente para poner distinción social y en menor grado a la gente que llegaba de afuera. Ahora, hay zonas de Medellín donde el término “patimarillo” es sinónimo de comunidad en resistencia.
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“Estamos muy contentos y muy agradecidos por el apoyo que hemos tenido con los firmantes de paz, al hacernos la sede acá nos va a servir para reunirnos como mujeres y tantos adolescentes que hay también, los grupos de baile, de teatro”, expresa Blanca Suárez mientras organiza las pailas enormes. “Nosotros somos firmantes de paz, pero no somos quienes construimos la paz, la paz la construimos entre todos”, dice el firmante López, pues aunque durante el conflicto afectaron directamente estas comunidades, ahora trabajan juntos para cerrar, de a poco, las heridas de la violencia.
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Marcos Urbano, uno de los líderes de firmantes en la ciudad, explica que fue su unión y voluntad por fuera de la institucionalidad la que les permitió construir. “Entregamos esa casa como una semillita, un impulso, a que sí se pueden hacer las cosas cuando hay voluntad política”, dice el excombatiente. Además, es él quien insiste en que este barrio hace parte de una gran zona de asentamientos al nororiente de la ciudad que buscan formalización y legalización de sus barrios, de sus hogares. El mensaje para el nuevo alcalde, que acompaña este líder y la comunidad, es de respeto y acompañamiento.
La reacción de los habitantes que también lucharon por este espacio es de alegría. Martín Mira, quien fue criado en este mismo barrio, desarrolla desde hace seis años un proceso de huertas. Integrar un proceso social lo hacía ver la necesidad de tener un espacio para encontrarse. Con un bazar comunitario recogieron algunos recursos y se consiguieron un lote que también ha estado en disputa de combos armados barriales. Por eso el mensaje va más allá de la paz. Como dice Mira, es la conexión entre habitantes, la conversación entre vecinos, la amistad.
Otro habitante, Luis Rodolfo Moreno, a quien le dicen “More” de cariño y pertenece a la Junta de Acción Comunal María Cano-Carambolas, también dice que está contento con la acción. Explica que los firmantes les han abierto los brazos, que ese abrazo conjunto es la verdadera paz. En palabras del firmante Marcos Urbano: “Estamos haciendo construcción de paz diariamente y de vida, ese es el mensaje”. Además, porque el objetivo es seguir llegando a estos barrios marginados, impulsar su proyecto de reconciliación, y encontrar, ojalá, el apoyo de la institucionalidad para poder hacer más obras en otras partes.
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La meta es que otras comunas como esta puedan encontrarse en un espacio para la paz. Aquí, por ejemplo, esta inauguración incluye una obra de teatro en verso, la cual se lleva la atención reflexiva de la tarde. Su nombre, Drama sobre la paz cantada. Una niña, dos niños y un adulto hablan de enajenación y bazares, de la libertad y el egoísmo, de la miseria y la ignorancia, de la riqueza acumulada en pocos y, sobre todo, de la paz. “Transformemos el mundo con las manos, construyamos futuro más humano”, es la última frase que el más pequeño dice engrosando la voz.
Al evento también llegaron integrantes de la Mesa Municipal de Víctimas, el Comité de víctimas de Manrique Asolavidi, la Red Árbol de Bello Oriente, la Corporación de víctimas sobrevivientes del conflicto de la Unión Patriótica, el Proceso de Memoria y paz territorial de Manrique, la Corporación Convivamos, la Universidad de Antioquia, el Instituto de Estudios Políticos y el pregrado en Trabajo Social; además de grupos artísticos de niñez y juventud de San Jose la Cima.
Aunque por el lado institucional, asistieron integrantes de la Misión de Verificación de la ONU en Colombia, de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y del partido Comunes, y Carlos Arcila, el nuevo secretario de No Violencia en Medellín; la comunidad espera un mayor compromiso del Estado para la implementación del Acuerdo de Paz y que más obras en aras de justicia restaurativa se hagan realidad.
Por su parte, la lideresa y víctima, Elizabeth Moreno, quien vive hace 23 años en el territorio, ve con esperanza haber hecho parte de los convites que crearon esta casa. Lleva una pequeña cámara digital, conocida como cámara piñatera, y cuenta que le gusta tomar fotos. “Esto es para la comunidad y para el pueblo, para que vengan aquí y hagan sus procesos culturales con los niños, porque esto va a ser un espacio abierto”, expresa. Mientras tanto, su sueño es tener tierra para sembrar.
Ahora la casa está llena de niños, niñas, firmantes, habitantes del barrio y víctimas del conflicto. Desplazados en su mayoría. Pero juntos. Una madre alimenta a su bebé. La entrega fue preparada con todo un acto cultural. Al final, el grupo de baile de “La Piña”, conformado por niñas y jóvenes, espera ansioso el espacio en la agenda y en la casa para su presentación. Afuera hay preocupación porque los chicharrones se ven pocos para el gentío que llegó. Ya es la casa de muchos, un acto de esperanza. Es, tal vez, la mirada de las más de cien personas que llegaron al nuevo techo que le apuesta a la paz en las últimas casas del oriente de Medellín.
De regreso, el camino, una especie de laberinto en esos morros de la nororiental, huele a galpón. Hay muchas gallinas. Unos 14 mototaxis parqueados y sin casco afuera de la estación del metro. Se hacen trancones en la bajada en aquellas partes que solo hay espacio para un carro. Volver es una especie de montaña rusa en las lomas que también la guerra caminó. El atardecer es una bocanada de luz que devora a la ciudad, comenzando desde el centro, hasta que se cierra, dando paso a la noche. Una mujer mayor recoge ya la ropa seca. Llegamos al centro de Medellín después de una hora de recorrido. Ahora es posible mirar a la montaña con esperanza.
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