Después del feminicidio de Daniela Avendaño: entre el silencio y la culpa
En Sopetrán (Antioquia), una familia busca justicia por Daniela Avendaño, una mujer de 27 años, víctima de feminicidio.
Valentina Arango Correa
Francisco Avendaño dice que le gusta cocinar. Según él, lo que más rico le quedan son los frijoles. Para nuestro encuentro, el 27 de noviembre, hizo un arroz con verduras y compró pollo asado en barril, uno muy conocido en Sopetrán (Antioquia). Desde la terminal de transporte a la salida del pueblo me lleva en su moto, sin casco, hasta su casa. “Vamos que allá están todos y la invitamos a almorzar humildemente”, dice. Aunque la familia ha sido unida, hoy comer juntos es símbolo de lo que más los ha reunido los dos últimos meses: la búsqueda de justicia. Daniela Avendaño, de 27 años, la única hija de “Kiko”, como le dicen a don Francisco, fue víctima de feminicidio, presuntamente, por quién era su pareja, el pasado lunes 9 de octubre.
Kiko habla deteniéndose en cada oración. Piensa antes de pronunciar cada palabra. A Daniela la recuerda cuando era niña como una mujer alegre, de quien el silencio se apoderó después de que conoció a un hombre que fue su pareja por los últimos 10 años. Ella era una mujer joven, con cara de “pelaita” todavía, madre de dos niños de cinco y ocho años. “Él la agredía, pero ella lo negaba”. Esa es de las primeras cosas que recuerda Francisco sobre su hija. “Era la persona con la que ella vivía, su esposo, el papá de mis nietos”, agrega luego de un pequeño mudo.
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De los hechos violentos supieron, por el testimonio de un niño de 11 años, que una amiga de Daniela fue violada y que ella fue violentada esa misma noche de octubre delante de su hija mayor. Daniela y su pareja trabajaban como mayordomos en una finca de recreo. Dicen que estaban reunidos, escuchando música, los niños estaban también ahí.
En el informe forense del cuerpo de la joven, se explica que hubo signos de tortura, tales como ahorcamiento. Después de hecho, el mismo supuesto agresor, según cuenta la familia, buscó ayuda de la Policía y los Bomberos después de percatarse del grave estado de su pareja. Además, trató de comunicarse con los Avendaño, y se encargó de darles, a varios de ellos, versiones diferentes sobre lo que pasó esa noche. Las confusiones y la incertidumbre fueron tantas que ninguno le creyó.
Con el ánimo de despejar las dudas, sus padres, sus tías y hasta sus primas comenzaron a recopilar todos los recuerdos de aquellas veces que ese hombre controlaba a Daniela. Cuentan que nunca la dejaba sola, ni en una conversación familiar, que no le permitía tener redes sociales ni celular. Que era machista, controlador, manipulador, pero ella siempre negó los maltratos. Los días siguientes, otras personas también les comenzaron a relatar que un día le vieron un morado en el ojo, que sospechaban de la violencia. Aunque denunciaron y dieron sus versiones ante la justicia local, de nuevo, todo fue silencio.
***
Sopetrán es un municipio ubicado en la vía de Medellín hacia el Urabá, el Occidente cercano. Fincas con piscina, canchas, complejos acuáticos y vías sin terminar, ocupan gran parte del paisaje. Junto a 10 familiares de Daniela y una abogada que los representa, caminamos por sus calles del parque hasta la Alcaldía. La gente nos observa, en los pueblos todo se sabe, todos se conocen. De fondo, suena en una cantina “La tierra encima”, del Charrito Negro. “Cuando yo me muera, que suelten palomas, para que en sus alas se vaya mi alma”, entona el compositor vallecaucano. Parece que se la estuviera cantando a esta familia. Juntos, esperamos a que Kiko saliera de la audiencia en la que rinde su testimonio ante la comisaria de familia municipal, para luego desplazarnos en una especie de fila, dispersos, por dos cuadras y unos cuantos metros, hasta la Fiscalía.
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Sobre la mesa de esa oficina, el proceso contra el agresor. Los delitos: violencia intrafamiliar, abuso sexual y feminicidio. El fiscal pregunta, afanado, si estoy grabando. No, le respondí. Él asegura que el caso está avanzando y de a poco construye el escrito a presentar durante la audiencia de acusación que hasta ahora no tiene fecha. Una semana después del asesinato, el presunto agresor fue capturado, pero todavía purga una medida de aseguramiento intramural en una pequeña celda del comando de Policía de Sopetrán. La abogada explica que no ha sido posible un traslado hacia la Cárcel de Bellavista, en Bello, debido al creciente hacinamiento en el centro penitenciario.
***
Doña Nelly conversa sobre el pollo de barril. Dice que la última vez que comió le supo más rico. Ahora tiene el mismo sabor del regreso. “Es que ir a Sopetrán es muy amargo. Es un tormento para mí”, dice. Hace varios años, cuando Daniela era una adolescente, ella y Kiko se separaron. “Luego ella se consiguió ese novio, y fue el único serio, así que tuvo”, recuerda sobre su hija. Usa una camiseta amarilla al igual que su hermana Yorly.
Yorly era la tía más cercana a Daniela. En la familia cuentan que ella sabía más sobre lo que pasaba en la relación y en lo que pensaba su sobrina. Adora a sus nietos y juntos iban a visitarla a su casa en San Jerónimo. Pero Yorly no quiere hablar. “Yo ya dije lo que tenía que decir allá en la Fiscalía”, responde, cabizbaja y cruzando los brazos, a la insistencia de su hermana. Mientras su cuñada explica lo que ha significado tanto dolor para la familia, ella suelta algunas lágrimas, silenciosa, en una esquina de La Casona, un restaurante antioqueño tradicional, lleno de colores y hamacas, ubicado en un segundo piso del Parque principal, donde el calor se torna insoportable para los presentes.
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“Ella era una niña muy educada. Siempre tratamos de darle lo mejor en la medida que se pudiera. A ella le fue bien en el colegio, seguido le daban menciones de honor. Era muy de la casa. Comenzó a salir y estudió hasta que se hizo novia de él”. Así la describen en casa, incluso la esposa actual de Kiko habla del cariño que le tenía, pero también de lo callada que era, de la imposibilidad de conversar cualquier cosa con ella sola y el anhelo de disfrutar de los nietos que tanto quiere ese abuelo.
***
“Justicia para mí sería que él pague lo que él hizo y con la pena que debe ser, lo que le dé la justicia”, insiste Kiko. “Como él estaba suelto, no podíamos ver a los niños, ni hablar con ellos”, añade, con su mano sobre el pecho. Ahora su búsqueda de justicia incluye el proceso por la custodia de sus nietos, a quiénes quiere cuidar y apoyar para que cumplan sus sueños.
La familia coincide en una especie de arrepentimiento. Dicen que quieren que otras familias sepan de la historia de Daniela para que noten las alarmas a tiempo y denuncien.
“Yo me arrepiento de muchas cosas, porque donde uno hubiera estado más pendiente, de haber denunciado, para que todo esto no hubiera pasado. Pero tampoco podíamos, porque él la manipulaba mucho y no dejaba que se hablara con uno a solas y ella como que lo quería mucho, entonces lo trataban a uno de metido”, dice Kiko con su voz pausada, pero con más fuerza. Su familia lo ha impulsado a hablar, a que su nobleza no opaque la fuerza con la que cada día recuerda a la hija que le quitaron.
Lo mismo dice Nelly. Ella y yo regresamos juntas en el bus hasta la terminal del norte de Medellín. No durmió en el camino. Miraba a la ventana, como reviviendo ese recuerdo doloroso, el de la despedida. Ya habían pasado varios meses desde la última vez que vio a Daniela, hubo resignación ante la muerte, ahora solo quiere justicia.
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Francisco Avendaño dice que le gusta cocinar. Según él, lo que más rico le quedan son los frijoles. Para nuestro encuentro, el 27 de noviembre, hizo un arroz con verduras y compró pollo asado en barril, uno muy conocido en Sopetrán (Antioquia). Desde la terminal de transporte a la salida del pueblo me lleva en su moto, sin casco, hasta su casa. “Vamos que allá están todos y la invitamos a almorzar humildemente”, dice. Aunque la familia ha sido unida, hoy comer juntos es símbolo de lo que más los ha reunido los dos últimos meses: la búsqueda de justicia. Daniela Avendaño, de 27 años, la única hija de “Kiko”, como le dicen a don Francisco, fue víctima de feminicidio, presuntamente, por quién era su pareja, el pasado lunes 9 de octubre.
Kiko habla deteniéndose en cada oración. Piensa antes de pronunciar cada palabra. A Daniela la recuerda cuando era niña como una mujer alegre, de quien el silencio se apoderó después de que conoció a un hombre que fue su pareja por los últimos 10 años. Ella era una mujer joven, con cara de “pelaita” todavía, madre de dos niños de cinco y ocho años. “Él la agredía, pero ella lo negaba”. Esa es de las primeras cosas que recuerda Francisco sobre su hija. “Era la persona con la que ella vivía, su esposo, el papá de mis nietos”, agrega luego de un pequeño mudo.
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De los hechos violentos supieron, por el testimonio de un niño de 11 años, que una amiga de Daniela fue violada y que ella fue violentada esa misma noche de octubre delante de su hija mayor. Daniela y su pareja trabajaban como mayordomos en una finca de recreo. Dicen que estaban reunidos, escuchando música, los niños estaban también ahí.
En el informe forense del cuerpo de la joven, se explica que hubo signos de tortura, tales como ahorcamiento. Después de hecho, el mismo supuesto agresor, según cuenta la familia, buscó ayuda de la Policía y los Bomberos después de percatarse del grave estado de su pareja. Además, trató de comunicarse con los Avendaño, y se encargó de darles, a varios de ellos, versiones diferentes sobre lo que pasó esa noche. Las confusiones y la incertidumbre fueron tantas que ninguno le creyó.
Con el ánimo de despejar las dudas, sus padres, sus tías y hasta sus primas comenzaron a recopilar todos los recuerdos de aquellas veces que ese hombre controlaba a Daniela. Cuentan que nunca la dejaba sola, ni en una conversación familiar, que no le permitía tener redes sociales ni celular. Que era machista, controlador, manipulador, pero ella siempre negó los maltratos. Los días siguientes, otras personas también les comenzaron a relatar que un día le vieron un morado en el ojo, que sospechaban de la violencia. Aunque denunciaron y dieron sus versiones ante la justicia local, de nuevo, todo fue silencio.
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Sopetrán es un municipio ubicado en la vía de Medellín hacia el Urabá, el Occidente cercano. Fincas con piscina, canchas, complejos acuáticos y vías sin terminar, ocupan gran parte del paisaje. Junto a 10 familiares de Daniela y una abogada que los representa, caminamos por sus calles del parque hasta la Alcaldía. La gente nos observa, en los pueblos todo se sabe, todos se conocen. De fondo, suena en una cantina “La tierra encima”, del Charrito Negro. “Cuando yo me muera, que suelten palomas, para que en sus alas se vaya mi alma”, entona el compositor vallecaucano. Parece que se la estuviera cantando a esta familia. Juntos, esperamos a que Kiko saliera de la audiencia en la que rinde su testimonio ante la comisaria de familia municipal, para luego desplazarnos en una especie de fila, dispersos, por dos cuadras y unos cuantos metros, hasta la Fiscalía.
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Sobre la mesa de esa oficina, el proceso contra el agresor. Los delitos: violencia intrafamiliar, abuso sexual y feminicidio. El fiscal pregunta, afanado, si estoy grabando. No, le respondí. Él asegura que el caso está avanzando y de a poco construye el escrito a presentar durante la audiencia de acusación que hasta ahora no tiene fecha. Una semana después del asesinato, el presunto agresor fue capturado, pero todavía purga una medida de aseguramiento intramural en una pequeña celda del comando de Policía de Sopetrán. La abogada explica que no ha sido posible un traslado hacia la Cárcel de Bellavista, en Bello, debido al creciente hacinamiento en el centro penitenciario.
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Doña Nelly conversa sobre el pollo de barril. Dice que la última vez que comió le supo más rico. Ahora tiene el mismo sabor del regreso. “Es que ir a Sopetrán es muy amargo. Es un tormento para mí”, dice. Hace varios años, cuando Daniela era una adolescente, ella y Kiko se separaron. “Luego ella se consiguió ese novio, y fue el único serio, así que tuvo”, recuerda sobre su hija. Usa una camiseta amarilla al igual que su hermana Yorly.
Yorly era la tía más cercana a Daniela. En la familia cuentan que ella sabía más sobre lo que pasaba en la relación y en lo que pensaba su sobrina. Adora a sus nietos y juntos iban a visitarla a su casa en San Jerónimo. Pero Yorly no quiere hablar. “Yo ya dije lo que tenía que decir allá en la Fiscalía”, responde, cabizbaja y cruzando los brazos, a la insistencia de su hermana. Mientras su cuñada explica lo que ha significado tanto dolor para la familia, ella suelta algunas lágrimas, silenciosa, en una esquina de La Casona, un restaurante antioqueño tradicional, lleno de colores y hamacas, ubicado en un segundo piso del Parque principal, donde el calor se torna insoportable para los presentes.
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“Ella era una niña muy educada. Siempre tratamos de darle lo mejor en la medida que se pudiera. A ella le fue bien en el colegio, seguido le daban menciones de honor. Era muy de la casa. Comenzó a salir y estudió hasta que se hizo novia de él”. Así la describen en casa, incluso la esposa actual de Kiko habla del cariño que le tenía, pero también de lo callada que era, de la imposibilidad de conversar cualquier cosa con ella sola y el anhelo de disfrutar de los nietos que tanto quiere ese abuelo.
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“Justicia para mí sería que él pague lo que él hizo y con la pena que debe ser, lo que le dé la justicia”, insiste Kiko. “Como él estaba suelto, no podíamos ver a los niños, ni hablar con ellos”, añade, con su mano sobre el pecho. Ahora su búsqueda de justicia incluye el proceso por la custodia de sus nietos, a quiénes quiere cuidar y apoyar para que cumplan sus sueños.
La familia coincide en una especie de arrepentimiento. Dicen que quieren que otras familias sepan de la historia de Daniela para que noten las alarmas a tiempo y denuncien.
“Yo me arrepiento de muchas cosas, porque donde uno hubiera estado más pendiente, de haber denunciado, para que todo esto no hubiera pasado. Pero tampoco podíamos, porque él la manipulaba mucho y no dejaba que se hablara con uno a solas y ella como que lo quería mucho, entonces lo trataban a uno de metido”, dice Kiko con su voz pausada, pero con más fuerza. Su familia lo ha impulsado a hablar, a que su nobleza no opaque la fuerza con la que cada día recuerda a la hija que le quitaron.
Lo mismo dice Nelly. Ella y yo regresamos juntas en el bus hasta la terminal del norte de Medellín. No durmió en el camino. Miraba a la ventana, como reviviendo ese recuerdo doloroso, el de la despedida. Ya habían pasado varios meses desde la última vez que vio a Daniela, hubo resignación ante la muerte, ahora solo quiere justicia.
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