Publicidad

El día que Colombia reconoció a los servidores judiciales como víctimas

Por primera vez en la historia se realizó un evento de memoria y reconocimiento a la labor que jueces, magistrados y fiscales han hecho en medio de los vientos de guerra que se han extendido por más de medio siglo. Crónica sobre un torbellino de violencia contra los funcionarios judiciales que, como Rodrigo Lara Bonilla, fueron asesinados, o condenados al miedo o al exilio.

Tomás Tarazona Ramírez
20 de noviembre de 2023 - 12:58 a. m.
Víctimas y familiares de funcionarios judiciales agitan un pañuelo blanco en el acto de reconocimiento organizado por el Estado, justo como sucedió en el velorio de los miembros de la comisión investigadora de Usme que fueron asesinados por hacer su trabajo.
Víctimas y familiares de funcionarios judiciales agitan un pañuelo blanco en el acto de reconocimiento organizado por el Estado, justo como sucedió en el velorio de los miembros de la comisión investigadora de Usme que fueron asesinados por hacer su trabajo.
Foto: Tomás Tarazona Ramírez
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

Poco menos de cinco horas fueron suficientes para alterar el ecosistema de sentimientos que se vivía en el Auditorio Teresa Cuervo del Museo Nacional. Como un termómetro, el recinto con capacidad para 250 personas, fue oscilando desde lo más alto de su medidor hasta llegar a cero. Primero fueron los abrazos entre viejos conocidos: familiares de los funcionarios judiciales que desde hace al menos 44 años son objetivo del crimen. También hubo tiempo para saludos cordiales entre desconocidos, que los une la pérdida de un ser querido.

Menos de 60 minutos después, la temperatura de los corazones bajó hasta reunir casi todas las sensaciones que un ser humano es capaz de comprender. El desasosiego por los allegados asesinados. La sensación agridulce de recordar que aquel juez o fiscal fue asesinado mientras ejercía sus labores en pro de la justicia. La impotencia con que la impunidad se impuso sobre sus muertes. Y la esperanza de que algún día el Estado cumpla su tarea, hasta ahora inconclusa, de recordar a los 1.262 nombres que ahora solo son recordados por sus epitafios, familiares o por experiencias que la guerra se llevó.

Este viernes 17 de noviembre fue el primer encuentro en la historia de Colombia en que se reconoció por parte del Estado la tarea, obstruida por las balas, las amenazas y la violencia, que los funcionarios judiciales han desempeñado. Un libro de dolor que inició con el asesinato de Rodrigo Lara Bonilla en 1984, continuó con el asedio del Palacio de Justicia, 12 meses más tarde, y aún está lejos de llegar al epílogo. A medida que han avanzado las páginas de ese relato, desde magistrados de las altas cortes hasta comisionados judiciales de pequeños municipios han sufrido las balas, amenazas, atentados, secuestros, desapariciones y el exilio.

(Puede interesarle: La guerra contra la justicia, el capítulo olvidado del conflicto colombiano)

Organizado por el Ministerio de Justicia, el Fondo de Solidaridad con los Servidores Judiciales (FASOL), Usaid y PNUD, fue el primer espacio que los huérfanos, viudas y madres de funcionarios de la justicia pudieron relatar la historia que vivieron sus familiares por haber pertenecido a la Rama Judicial durante los años más álgidos del conflicto armado y las décadas del narcotráfico.

Cada episodio de memoria sobre un homicidio, exilio o amenaza significaba un choque de emociones. Sinapsis que se contradecían una a otra. Por un lado, estaba el dolor de recordar y contar al auditorio, una vez más, la historia de una pérdida, de una desaparición o la crónica de una muerte ya consumada. Pero con sus párpados hinchados y voz cortada por las memorias, Gloria del Mar Vanegas, viuda del auxiliar judicial asesinado Humberto Zapata, logró explicar el momento:

-”Se nos salen lágrimas. Pero ya no son lágrimas de dolor; sino de recordarlo. De tenerlo vivo y de saber que así no esté presente con nosotros, permanece en nuestro corazón”.

***

(Le recomendamos: “De nuestro trabajo depende la convivencia pacífica”: magistrada de Córdoba)

¿Cómo, durante más de 40 años, el Estado no ha podido proteger a quienes luchan contra la impunidad y garantizan la dignidad humana? ¿En qué momento los servidores judiciales, fieles a las leyes y la jurisprudencia, entraron a la arena del combate armado? ¿Por qué quienes se esforzaron por combatir el crimen y hacer que la impunidad fuese solo una amenaza lejana, ahora conviven día a día con el silencio de sus asesinatos o amenazas? Son las preguntas que aún rondan en la cabeza de los familiares de las víctimas.

Francisco de Roux, cabeza de la Comisión de la Verdad, intentó explicar que la noción de “seguridad” en el país ha mutado, ha sufrido una metamorfosis que hace difícil su comprensión.

-”La seguridad no nos la dan las armas, no la da el estado de fuerza. La seguridad la da la justicia contra la impunidad de los crímenes de todos los lados: guerrilla, narcotraficantes y crímenes de personas del Estado”.

Y cuando pronunció su oración, fueron varios los familiares que bajaron la cabeza hacia el suelo de madera para intentar comprender por qué los casos de sus familiares siguen impunes.

(Le invitamos a leer: Volver a salir: las cicatrices de la violencia contra la mujer en Montes de María)

De los pocos datos que se tienen sobre la guerra contra la justicia en el conflicto colombiano, FASOL posee uno de los registros más completos: 1.262 servidores judiciales víctimas. Antonio Escobar, juez de Vegachí (Antioquia), que lleva media década de amenazas y perfilamientos militares, solo se le ha asignado un chaleco antibalas de la Unidad Nacional de Protección y un escolta adscrito a la Policía.

-“Una sociedad insensible es una población peligrosa (...) Muchos jueces, investigadores y fiscales tienen miedo de denunciar; zozobra de hablar. Incluso funcionarios aquí sentados. Las entidades del Estado tienen una ausencia general de respuesta. Una falta de empatía y solidaridad “, dijo en su intervención Escobar.

Cada uno de los eslabones de la jerarquía judicial en Colombia ha sido atacado. ¿Y el resultado? El 97% de estos hechos aún permanecen impunes y silenciados en los anaqueles de algún despacho. En medio de tantas cifras sobre cómo, cuándo y a manos de quiénes murieron los jueces y fiscales, hay un dato claro: son más los muertos y afectados que las sentencias que hacen justicia a sus casos.

Las cicatrices del Palacio de Justicia, por ejemplo, aún no sanan por completo, pues 38 años después del asedio cometido por el M-19, y retomado por tanques, fusiles y helicópteros del Ejército, no se sabe en su totalidad quiénes fueron los culpables. Aún hay, después de casi cuatro décadas, personas que preguntan dónde está su familiar desaparecido aquel día en el centro de Bogotá.

Pero los familiares quieren algo más que una respuesta institucional. Desean que desde el Estado y la sociedad se vea cada uno de los delitos como el ataque a una persona, a una familia que tras su asesinato quedó incompleta, una viuda con muchos hijos para sacar adelante pero pocas opciones para hacerlo o, como en el caso de Esteban Salas, hijo del asesinado juez de Cumbal (Nariño), Álvaro Salas, comprender por qué “él (su padre) le entregó a la justicia sus mejores días, pero la justicia no le entregó a él la protección que necesitaba”.

(Más información: Consultorios jurídicos: la iniciativa de Minjusticia para la paz territorial)

Para saldar esas deudas, el Ministerio de Justicia realizó cinco encuentros en los que participaron un centenar de víctimas de esta guerra contra la Rama Judicial. Se les escuchó, se les incluyó dentro de las conversaciones y la conclusión a la que llegó esta cartera fue general. También participaron funcionarios desde el exilio. Personas que al firmar una sentencia u orden de captura contra un narcotraficante o cabecilla criminal, firmaron al mismo tiempo su tiquete obligado para salir del país.

-“Nos dejaron solos”, explicó Camilo Umaña, viceministro de Política Criminal y Justicia Restaurativa al reconocer que el Estado no hizo en décadas su tarea de proteger a sus servidores.

***

¿Por qué los mataron? ¿Qué motivó a los grupos criminales a redactar un panfleto declarando objetivo militar a los servidores de la justicia? Cada uno de los engranajes que mueven el sistema judicial han sido atacados: ministros, magistrados, fiscales, investigadores del CTI. Desde Justicia y Paz hasta la JEP. Desde líderes negros que imparten la justicia propia en sus Consejos Comunitarios hasta caciques indígenas que imparten leyes ancestrales. Lo alarmante es que para FASOL y las víctimas, el silencio y la falta de respuestas estatales aplica para cada uno de los escenarios. Todos concluyen en que una palabra puede explicarlo todo: impunidad.

Desde la época de Pablo Escobar, que se le achaca tanto el homicidio de Lara Bonilla como de Tulio Manuel Gil, fiscal que se encargó del caso, se ataca a la justicia con el fin de perpetuar la impunidad.

La Comisión de la Verdad aseguró en su Informe Final que la impunidad fue un aliciente para que el conflicto perdurara durante medio siglo. Además, recomendó “llevar a cabo procesos para preservar la memoria histórica de la violencia ejercida contra el sistema de justicia, sus causas y los daños que padecieron”.

“El reconocimiento a funcionarios judiciales que dieron su vida o fueron perseguidos debe incluir tanto la dignificación de su labor como un estudio a profundidad de los procesos que llevaban y a la vez, se deben implementar mecanismos institucionales y figuras jurídicas para el avance de dichas investigaciones” recomendó la Comisión.

(Le puede interesar: Liderazgos LGBTIQ+ fortalecen, cada vez más, su incidencia en el sistema judicial)

“El Negro Vladimir”, arquitecto de varias masacres cometidas por paramilitares del Magdalena Medio, y escudero de Fidel Castaño, aseguró a la justicia que sus hombres cometían los asesinatos para robar expedientes judiciales e impedir que se recogiera alguna prueba que pudiera vincularlos con narcotráfico y vínculos con políticos de la zona. Así sucedió con la masacre de Las Palmeras y también en La Rochela (Santander), que según Memoria Histórica, fue cometida para impedir que Henry Pérez, otro peso pesado del paramilitarismo, fuese vinculado con crímenes, cultivos de coca y financiación a políticos de Puerto Boyacá.

Camilo Umaña aseguró que “la soledad del juez, de la jueza, que buscando emitir una sentencia desde la más pequeña, tenía conciencia de que estaba firmando su sentencia de muerte. La soledad de los funcionarios de justicia que por practicar una audiencia sabían que estaban tocando a una persona intocable”.

Los datos de FASOL y de Memoria Histórica indican que el 61 % de los asesinados y amenazados son fiscales, investigadores judiciales o personal adscrito al CTI; todos ellos encargados de indagar y armar el rompecabezas criminal para tener pruebas ante un juez. Pero ambas organizaciones concluyen en que su condición de investigadores los hace principales blancos.

“Es más eficiente atacar a quienes producen la prueba que a quienes la valoran (jueces o magistrados).”, indica un informe de Memoria Histórica. Es más eficiente atacar a los investigadores que a los juzgadores. Sin pruebas no hay juicio. Con pruebas, en cambio, un juicio siempre puede volver a comenzar, asegura el texto.

Carlos Ojeda, director de FASOL, tiene otra hipótesis: “La violencia no discrimina. Ha habido hechos donde el paramilitarismo invade un juzgado o la guerrilla asesina a un juez. Incluso tenemos registros donde hay escribientes, notificadores y personal administrativo asesinados solo porque hacían parte del sistema judicial”.

Pero no siempre fueron los narcos, los sicarios de Escobar o los grandes grupos paramilitares quienes apretaron el gatillo. En más de 500 casos, no se sabe quién fue el responsable de la violencia. Así sucedió cuando María Stella Jara, la jueza que condenó a 30 años de prisión al coronel retirado Alfonso Plazas Vega por su presunta responsabilidad en las desapariciones forzadas del Palacio de Justicia, empezó a huir de quienes ella juró castigar.

(Conozca: No más demoras: el llamado de los familiares de víctimas de desaparición forzada)

-”Saquemos la sentencia (de condena) rápido porque me van a matar”, dijo años después a Verdad Abierta.

Su decisión judicial tuvo un doble efecto: hacer justicia para las víctimas y convertirse en objetivo militar, destinataria de amenazas y días después tomar la decisión de exiliarse.

O como sucedió con Orlando Pacheco. Como delegado del Tribunal de Sincelejo, se negó a procesar a 128 personas capturadas que el Ejército en su estrategia contrainsurgente tildó de “guerrilleros” o “subversivos”; para Pacheco, no había pruebas suficientes para judicializar a estos sujetos. Por estas razones, el delegado fue apartado de su cargo, estigmatizado y capturado por ser un “supuesto colaborador de la guerrilla”. Los paramilitares lo obligaron a abandonar su hogar por haber denunciado que existía una estrategia de “capturas masivas” por parte de la fuerza pública.

Incluso hay capítulos donde la justicia misma se hizo zancadilla. Una pierna obstaculizó el avance de la otra en la búsqueda de acabar la impunidad cuando el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) persiguió a los miembros de la Corte Suprema de Justicia cuando se proponían encontrar vestigios sobre la relación que políticos de alto nivel mantenían con grupos paramilitares para poder legislar en el Congreso de la mano con el crimen.

“Según lo probado, funcionarios del DAS, en ejercicio de sus funciones de inteligencia del Estado (...) obtuvieron información reservada de procesos penales de trascendencia nacional, recolectaron información de los magistrados (...) y de forma irregular, la dieron a conocer a los medios de comunicación”, dice la sentencia del Consejo de Estado que condenó a la Nación por estos hechos.

***

Las lágrimas ya habían rodado y las gargantas, en un intento de mostrar fortaleza, ya habían carraspeado para mantener el dolor contenido y poder seguir hablando cuando Carlos Ojeda subió al escenario. Los huérfanos de la guerra ya habían contado cómo viven con la muerte de sus padres desde pequeños. Aurora Rocha, una de las decenas de viudas de la justicia ya había contado cómo su “esposo (Tulio Manuel Castro) ofrendó su vida en honor de la búsqueda de la verdad y la justicia para que el asesinato de un ministro de Justicia no quedara impune” y los mil escalones que tuvo que subir sin ayuda del Estado para proteger a sus hijas luego del asesinato.

(Lea también: De la comunidad a la noticia: la formación a comunicadores en Cauca y Valle)

Pero una vez más, 31 años después, Carlos Ojeda contó ante una multitud la historia de cómo su padre fue asesinado en la masacre de Usme, que dejó nueve funcionarios judiciales muertos. Por centésima ocasión, Carlos tuvo que recordar nuevamente los azares de la vida lo condujeron desde que era niño a liderar FASOL y apadrinar a más de 500 familias de funcionarios desprovistas de ayuda y apoyo del Estado.

-”Soy esposo de Yenny; papá de Catalina y Silvana; y soy hijo de Héctor Ojeda, asesinado en 1991″.

Alto, de tez morena y con la solapa adornada por un girasol, la flor de la paz, y un pétalo de nomeolvides, una planta que representa la cotidianidad de quienes fueron obligados a entrar en el universo de la guerra para no dejar de recordar a sus familiares, Carlos mencionó que “por primera vez en mi vida me siento reconocido gracias a este evento”.

¿Qué significó este espacio? ¿Alivia contar, una vez más, dolores resguardados desde hace años e incluso décadas? ¿Por qué la importancia del evento?

Nunca, desde que se tiene registro de la primera violencia contra la Rama Judicial en 1979, el Estado había abierto un espacio para escuchar a sus dolientes. Las familias quedaban incompletas, las heridas abiertas, los procesos inconclusos y como en el caso del atentado de Tibú, las oficinas parcialmente vacías, pues luego que guerrilleros del EPL y ELN asesinaran a ocho miembros del CTI, tan solo quedó el 25 % de los trabajadores de esa oficina con vida.

Carlos dice que lo que sucedió este viernes es el inicio de una lucha que se ha mantenido durante mucho tiempo. “Hay dos aristas. La primera es un tema de negación y el por qué ocurren estas violencias. La segunda es una falta de conciencia de reconocer que el mismo Estado es vulnerable frente al conflicto. Si le costaba reconocer que había víctimas, mucho menos iba a reconocer que había víctimas dentro del mismo Estado. Nunca se ha comprobado la sistematicidad de la violencia”, le dijo a este diario.

El primer paso para hacer un proceso de estos, según los manuales de reconciliación y de paz, es que haya un reconocimiento del hecho. Que tanto víctimas, como el Estado, como los culpables reconozcan qué sucedió y por qué razón. Y este evento, aunque no trató de responsabilidades, como sí sucedió con el evento de perdón y responsabilidad que hizo el Estado frente a las víctimas de ejecuciones extrajudiciales, es muy valioso para Carlos y las víctimas de la guerra contra la justicia.

Reconocer lo que pasó es “comprender y superar nuestra historia de violencia y así evitar que se siga repitiendo”, como dijo la Comisión de la Verdad. El propósito, asegura la entidad, cuyas funciones ya llegaron a su fin, es el de cuestionar la normalización de todo tipo de violencia. Una violencia que cuando de servidores judiciales se trata, ha permanecido invisible e impune en casi la totalidad de los casos.

(Le puede interesar: “Necesitamos mayor apropiación institucional del capítulo étnico”: Richard Moreno)

“Es la primera vez que el Estado asume la importancia de reconocer que la violencia contra la justicia ha dejado y sigue dejando unos impactos muy nocivos a seres humanos, a estructuras familiares, a la sociedad y por supuesto, a la democracia. Es un escenario esperanzador y de alto compromiso, pues las víctimas y familiares esperamos que las voluntades que se manifiestan se traduzcan en cambios reales”, explicó Carlos.

El reconocimiento llegó por fin por boca de Néstor Osuna, ministro de Justicia, que reconoció que en 35 años de vida profesional “esa violencia contra el poder judicial ha estado siempre, la desprotección de los jueces (...) Pero recuerdo la inquebrantable reciedumbre que no se dejó amilanar nunca de narcotraficantes, grupos armados al margen de la ley”.

Los familiares de las víctimas, por otro lado, buscan que haya avances en los procesos judiciales para encontrar la verdad. Reclaman que haya una comisión de investigaciones especializada en contra de la impunidad. Piden que decenas de nombres de funcionarios judiciales que aún continúan en las listas negras de inteligencia por ser tildados de “enemigos internos” sean borrados. Que la atención psicosocial deje de ser una meta inalcanzable y se convierta en un paso que funcionarios, madres, hijas, hermanos y abuelos reciban para hacer catarsis a su dolor.

Las promesas del Ministerio de Justicia quedaron claras una vez se escucharon todas las peticiones. Osuna prometió que esa cartera “se dedicará prioritariamente a una lucha sin cuartel contra la impunidad. Cuenten con este soldado en una lucha contra la impunidad ojalá sin precedentes en Colombia”.

Carlos se atrevió a teorizar una realidad donde no hubiese muertos y los jueces, fiscales y magistrados nunca hubiesen sido atacados. Y esa fue su reflexión más potente.

-¿Qué hubiera pasado si a mi papá no lo hubieran asesinado? Seguramente no estaría dando estas palabras. Pero, ¿qué hubiera pasado con la investigación de los grupos paramilitares en el Cesar con la desaparición de siete funcionarios del CTI?. ¿Qué hubiera pasado con el Cartel de Medellín si no hubieran asesinado a Tulio Manuel Castro?. ¿Qué hubiera pasado con el desmantelamiento del Clan Úsuga en el Valle si no hubieran perseguido y asesinado familiares de la fiscal que manejaba el caso? ¿Qué pasaría si la justicia en este país no tuviera tantas ausencias, tanto miedo y tanta persecución?

“No podemos salir de este cargo con la frente en alto si no hemos logrado encontrar a los que permanecen desaparecidos, recabar la responsabilidad de los perpetradores de los atentados, esclarecer la verdad, erradicar la corrupción en la propia justicia que hoy ha quedado muy puesta al descubierto”, explicó Osuna.

***

Al finalizar, una silla de ruedas avanzaba despacio. Su conductora, una mujer de más de 50 años, cabello canoso y anteojos, maniobraba con cautela por los pasillos del auditorio. Un pie enyesado y el otro utilizado como polo a tierra para mantener el equilibrio en su recorrido. Algo vio a su izquierda la mujer. Un rostro, un recuerdo de hace años o puede que la obligación de saludar un viejo conocido presente allí para rememorar a su familiar asesinado. Viró la silla de ruedas hacia los asientos. Poco a poco, como con temor de estrellarse. Y tras un apretón de manos, una sonrisa cálida y un asentimiento con su cabeza, dijo a una madre de una jueza asesinada:

-Que la vida los proteja.

¿Sabe qué es la justicia centrada en las personas? Visite Justicia Inclusiva de El Espectador

Tomás Tarazona Ramírez

Por Tomás Tarazona Ramírez

Periodista de investigación con énfasis en conflicto, memoria y paz.ttarazona@elespectador.com

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar