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Después de ver a tantos de sus alumnos reclutados o siendo llorados en salas de velación, la profe María Yovadis Londoño decidió que ciertas cosas en San José de Uré, un pequeño municipio afro en Córdoba, tenían que cambiar.
Los jóvenes, al encontrarse en un epicentro del conflicto, eran seducidos por el llamado de la guerra y la esperanza de oportunidades. Esta coyuntura, sumada a la ausencia estatal en ese y otros municipios en donde predominan las comunidades afros e indígenas, repercutió en que algunos de los servicios y necesidades básicas no se suplieran, entre esas la educación.
Sin educación, no había chance de convertirse en bachilleres o profesionales, y sin esos títulos, recuerda María Yovadis, la eterna espiral de pobreza continuaría para los jóvenes afros de San José de Uré y las posibilidades para aportar al desarrollo comunitario se reducían. “El niño afro que aprende sobre sus danzas africanas, sus músicas, la espiritualidad, es un potencial líder en el futuro que guiará a la comunidad hacia sus luchas, porque las entiende y sabe lo que como pueblo hemos pasado, y que nos pone a soñar”, dice.
Corrían los años 90, y ‘la seño Yovadis’, como la conocen en el pueblo, se reafirmó que la educación era la mejor forma de luchar en contra del racismo, la exclusión y la guerra. La etnoeducación, dice, se convirtió en su granito a la búsqueda de justicia. Por medio de esta, podía recordarles a los niños su historia negra, las costumbres étnicas y ante todo, el camino que deben recorrer para continuar con sus reclamos para la protección de sus derechos.
La etnoeducación es, en pocas palabras, un tipo de enseñanza con enfoque diferencial en el que se dictan clases que vayan de la mano con el modo de vida y costumbres étnicas que haya de acuerdo a cada comunidad. Los indígenas, por ejemplo, aprenden a hablar sus lenguas originarias.
Desde la década de los 90, cuando se aprobó la Ley General de Educación, los grupos afro e indígenas han pedido que sus sistemas de enseñanza sean tenidos en cuenta tanto por el Congreso como por las demás instituciones del Estado, mientras se mueven a tientas.
Desde las aulas de los colegios en los palenques negros y los resguardos indígenas, esa forma de educar se ha convertido tanto en una forma de resistencia por parte de estas comunidades, como en una apuesta para que en el futuro, los jóvenes puedan dirigir las riendas políticas y comunitarias con una mirada étnica.
“Si nosotros nos hubiésemos puesto juiciosos en la tarea de la etnoeducación desde la década de los 90, no sería de extrañar que alguien de San José de Uré fuera vicepresidente, ministro o congresista. Que un joven sepa sus raíces y saberes nos da fuerza para preservar la cultura y les ofrece herramientas en el futuro”, asegura María Yovadis.
Resistir desde las aulas
San José de Uré no es el único pueblo étnico en Colombia que, gracias a la etnoeducación, ha resistido al desarraigo físico y cultural. La mayoría de los 115 pueblos indígenas y 397 consejos comunitarios afro que hay en Colombia han utilizado sus costumbres y saberes ancestrales para apostarle al desarrollo y la supervivencia. Por ejemplo, dos consejos negros en San Jacinto, municipio de Bolívar conocido por sus gaiteros y la música, han utilizado estas enseñanzas e instrumentos a modo de memoria para superar desplazamientos, masacres y asesinatos que llegaron con la guerra, sin dejar atrás la discriminación que documentó la Comisión de la Verdad en sus investigaciones.
Para Fabio García, profesor que dedicó toda su carrera a la etnoeducación, estos procesos son fundamentales por dos cosas: la primera, es una herramienta por la cual los grupos pueden alcanzar, a su manera, el desarrollo como comunidad, ya sea a través de conocimientos ancestrales, sus propias formas de justicia o el liderazgo; la segunda, porque enseñar lo que históricamente se ha invisibilizado puede hacerle frente al racismo y al estigma, del que han vivido por décadas, así como que tengan participación en espacios políticos y sociales.
“Desde la Conquista y los procesos de esclavización, recordemos, no solo se obligó a los grupos étnicos, especialmente a los afros, a abandonar todas sus costumbres africanas. Tuvieron que aprender a la fuerza otras religiones, acabar sus danzas, modificar sus comidas y, claro, educarse cursando asignaturas como castellano o aritmética. Su esencia empezó a ser borrada y por eso fue que miles de afros escaparon y se resguardaron en palenques, que hoy son un ejemplo de resistencia y de una lucha que continúa hasta hoy”, cuenta García.
La Comisión de la Verdad concluyó que, a causa de varios factores como la guerra, la falta de educación o el abandono estatal, cerca del 70 % de los 115 pueblos indígenas se encuentran en riesgo de exterminio, ya sea físico o cultural. García dice que “la etnoeducación es la vía para que eso no suceda y exista una identidad y una cultura que no se vaya a borrar en el futuro”.
En San José de Uré, por ejemplo, los 1.300 estudiantes que van a la escuela del municipio deben cursar y aprobar la cátedra de estudios afrocolombianos, que les enseña desde las danzas africanas que se practican hace siglos en ese lugar, como pautas para que su identidad afro se reafirme. Incluso, hay un museo afro en el que se narra la historia del pueblo y las luchas que cientos de personas emprendieron para alcanzar justicia e inclusión.
“La etnoeducación no es solo un par de horas de clase a la semana, sino articular todo lo que nuestros muchachos ven en clases con nuestra cultura africana. Si ven educación física, les enseñamos las danzas negras. Si son ciencias sociales, aprenden la historia de cómo algunas personas negras han llegado a altos lugares y el camino que han recorrido. Para aprobar lenguas, los ponemos a leer literatura escrita por afros. Incluso en temas como matemáticas o religión, les mostramos todo para que la cultura e identidad se reafirme”, cuenta María Yovadis.
Aunque el mismo Ministerio de Educación y otras instituciones han reafirmado la importancia, y sobre todo la necesidad de la etnoeducación, este ha sido un camino con altos y bajos para superar brechas.
Piedras en el camino
Tanto la Corte Constitucional como los etnoeducadores han sacado a la luz docenas de trabas que los colegios, las instituciones y hasta el mismo Estado les han puesto para garantizar que la educación sea, realmente, un derecho fundamental para los niños indígenas y afro.
Una de las primeras piedras en el camino apareció en 1994, cuando se aprobó la Ley General de Educación. En esa legislación se organizó toda la estructura educativa, desde los requisitos que un docente debería tener para enseñar, hasta cuánto sueldo ganaría de acuerdo a su experiencia. Pero esa ley dejó por fuera a los grupos étnicos.
En 2009, el Congreso intentó enmendar el error y aprobó una nueva ley en la que reconocía que los grupos indígenas, al vivir en lugares de difícil acceso y estar a merced de la ausencia estatal, podrían educar a sus propios jóvenes sin necesidad de títulos académicos o la certificación que el Ministerio de Educación expide para designar a un docente. Una vez más, la ley tenía errores, pues dejó por fuera de su contenido a los grupos afro.
Eso solo inició un camino de resolución hasta 2024, cuando gracias a una demanda de exequibilidad interpuesta por algunos abogados de la Universidad de Los Andes y el apoyo de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), la Corte Constitucional reconoció que esas excepciones también deben aplicar para grupos afros, quienes deben poder educar con el enfoque étnico a sus jóvenes y niños.
Sin embargo, dice Fabio García, sigue quedando un obstáculo y es el de garantizar que todas las instituciones educativas, teniendo en cuenta las normas educativas, tengan una cátedra de estudios afrocolombianos. “Cursar esta materia es como ver la Constitución Política, nos enseña a conocer nuestro pasado y la multiculturalidad que hay en el país. Pero, de más de 13.700 colegios que hay en el país, son muy pocos los que aplican esta norma y enseñan a sus niños sobre la historia afro”, asegura.
Pero estos obstáculos van mucho más allá. A la Corte Constitucional han llegado demandas en las que profes indígenas o afro alegan que son rezagados de los colegios, estigmatizados y en términos salariales, reciben menos dinero que otros docentes. En 2021 el alto tribunal le dio la razón a 284 etnoeducadores indígenas que argumentaban que su seguridad social, reconocimiento y salarios eran constantemente omitidos por las instituciones educativas. Por ello, el alto tribunal les dio la razón y reiteró, una vez más, que la etnoeducación es un derecho fundamental y debe ser respetado para los grupos étnicos.
Aunque, según cifras de la Defensoría, más de 10.000 etnoeducadores han alertado que sus derechos y cátedras fueron vulneradas en 2023, María Yovadis reitera que es una lucha que ha traído sus méritos. “En esa época de los 90 los niños preferían ir a raspar coca y no le veían sentido estudiar. Hoy tenemos tres o cuatro generaciones de estudiantes que no les apena ser negros y que, con el estudio y nuestras enseñanzas, fortalecen esa identidad de Uré que alguna vez estuvo en riesgo”.
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