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Reunidos, los vendedores ambulantes de Medellín están transformando sus vidas con la conformación de un sindicato. El lustrabotas, el vendedor de tinto, el de mecato, el de jugos, el malabarista, la estatua humana y las demás actividades se juntaron para exigir derechos. A todos los une la calle, son una familia. “La familia de la calle somos todos los vendedores de la economía popular”, dicen. El grupo está conformado por más de 250 personas congregadas en 19 colectivos que sobreviven y subsisten gracias a la economía popular que encuentran en la calle. Allí, también han hallado espacios para conversar, representarse y exigir a las autoridades.
Su lideresa es Viviana Salazar, una vendedora desde hace 14 años en el corredor turístico de la carrera 70, quien cuenta cómo, durante la pandemia, la situación económica de quienes trabajan en la calle se volvió insostenible por las restricciones sanitarias. Sin ingresos, se vieron obligados a salir a reclamar su derecho al trabajo y a un sustento digno. Se unieron vendedores de todo tipo: quienes venden confites, trabajan en semáforos, o en buses. Empezaron a organizarse y a hacer plantones en lugares clave, como La Alpujarra, usando camisetas rojas, símbolo de una necesidad urgente de apoyo. “De forma respetuosa, pero firme, fuimos creciendo en número cada día con más compañeros uniéndose a nuestro colectivo para visibilizar nuestra situación y exigir atención”, recuerda Viviana.
Luego de haber popularizado una exigencia de mínimos vitales, reclamaron la presencia de la institucionalidad. Un grupo de WhatsApp fue el primer ingrediente de la receta para congregarse. En su momento, pasaron de ser cinco personas hasta sumar más de 600. Tras protestar y dialogar con la Alcaldía de Medellín y la Subsecretaría de Espacio Público, lograron conseguir algunas ayudas, como mercados. “Entonces ahí fue cuando comprendimos que si nos organizamos, podemos conseguir muchas cosas y que también la juntanza nos daba poder”, recuerda la lideresa. Así descubrieron que la unión les daba poder y voz para exigir sus derechos.
De a poco, ellos mismos cubrieron otras necesidades con recursos propios. Recolectaban mercados y los distribuían entre los miembros, y organizaban actividades para ayudar con pagos de arriendo y medicamentos. Crearon paquetes de alimentos, como anchetas, que vendían entre ellos mismos, para comprometerse con la comunidad. También organizaron ventas de tamales para recaudar fondos adicionales y que ninguno de sus miembros durante la pandemia se quedara, al menos, sin su alimentación.
Papel y realidad
En Medellín, la política pública 02-042 de 2020 establece lineamientos y medidas para regular y proteger los derechos de los vendedores ambulantes. Su objetivo es promover la inclusión social y laboral de este sector; garantizar su derecho al trabajo en el espacio público y facilitar su acceso a beneficios que mejoren sus condiciones de vida y laborales. Esta directriz responde a las necesidades específicas de los vendedores informales y busca dignificar su actividad a través de seguridad y respaldo institucional. Sin embargo, lo que cuentan los vendedores es otra realidad.
Los vendedores ambulantes aseguran que no se puede formular e implementar políticas públicas a la par que se desconocen el significado de esta labor ni entender las dificultades que arraiga. Ellos son también la vida de muchos espacios, especialmente de los parques. Dicen popularmente que un lugar ocupado es un lugar seguro y La Familia de la Calle sí que lo sabe. “Nosotros estando en estos parques generamos relación, comunicación e interacción entre las personas. Eso es chévere”, cuenta Carlos Iván López, vendedor informal del barrio Belén, sobre el significado que tienen estas personas al ejercer la economía popular.
“¿Qué sería de un parque o de una calle sin un vendedor ambulante? Piensa en cómo sería cuando sales un fin de semana con tu familia y encuentras esa conexión entre tú y el vendedor informal. El vendedor ambulante, el trabajador informal, es una persona como tú y como yo. Lo único que hace es ganarse la vida de un modo diferente, pero lo hace con esfuerzo y dedicación. Nos consideramos parte del pueblo, y estamos aquí para servir”, pregunta Sandra, conocida como Supercolombia, una superheroína que defiende a los niños del abuso. Ella es, quien además es vendedora de artesanías y ropa de segunda mano en el barrio Boston, dice que “pertenecer a la familia de la calle es algo muy bonito, me ha enseñado a sentir que no estoy sola en el espacio público”.
No obstante, la ciudad los ha mirado desde un lente de “ilegalidad”. En palabras de Carlos, vendedor del barrio Belén: “no nos ven como trabajadores que están ejerciendo una labor para conseguir el sustento económico para las familias”. En los recuerdos de él están algunos momentos en que la Subsecretaría de Espacio Público ha llegado a quitarles sus elementos de trabajo, como el carrito de supermercado lleno de dulces, las mesas, termos y las mercancías, como artesanías y juguetes. “Nosotros tenemos que salir corriendo como delincuentes en el momento en que llegan”, relata. De esta manera es que las personas que trabajan en la calle han enfrentado amedrentamiento, amenazas y persecución, una especie de “guerra de miedo” que durante años ha sido la forma de intentar controlar la economía informal y las economías populares en la ciudad.
Además, este tipo de economía no solo se viven en la calle, también en otros espacios como la Universidad de Antioquia. Mariana Peláez, estudiante de psicología de esta institución, asegura que en su trabajo de vender artesanías dentro de la U, también se ven estos escenarios de economía popular. “A mí me interesó bastante el tema y el cómo juntarnos. Además, una no sale sola a vender, sale con las amigas y esa es una forma de economía distinta”. La Fundación Forjando Futuros llegó hasta esta universidad buscando fortalecer su organización con diversas formas de economías populares. En esta academia los pasillos y patios albergan decenas de productos por iniciativas de estudiantes, desde dulces, pasando por comidas rápidas hasta ropa. A diferencia de la calle, en la universidad no hay una persecución, dice Mariana, de los funcionarios de Espacio Público para vigilar sus ventas.
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Según el informe del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), Medellín y su Área Metropolitana registraron una tasa de informalidad del 39,1% en el trimestre febrero-abril de 2024, frente al promedio nacional del 56,3 % para las 23 principales ciudades. Esto implica que casi 40 de cada 100 empleos en Medellín son informales, con un leve incremento respecto al 38,9 % registrado en el mismo período de 2023. Medellín es la tercera ciudad con menor informalidad laboral, después de Bogotá con 33,1 % y Manizales con 34,7 %.
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La tarea de hacerle frente al Estado y a esos “patrones invisibles” que, según Viviana se encuentran en la calle, está cambiando. A partir del 6 de noviembre de 2024, La Familia de la Calle es mucho más que un grupo de WhatsApp que inició en la pandemia, son un sindicato reconocido hasta el Ministerio del Trabajo colombiano. “Es muy diferente la apuesta sindical con la economía popular. No funciona igual desde el sindicalismo tradicional que conocemos en la fábrica, pero encontramos que acá hay otros patrones, pero son ocultos”, explica Paulina Pamplona, psicóloga de la Fundación Forjando Futuros, sobre la importancia del sindicato. En este modelo de organización vieron una posibilidad de estar respaldados a nivel legal, local e internacional para juntarse de una forma más fuerte, estando más organizados.
A inicios de 2024, por ejemplo, fueron ellos quienes llegaron a reunir a las diversas asociaciones de venteros de la ciudad, respaldados con la cooperación internacional del Sindicato FNV de Holanda. Fue de ahí que salió la idea de construir un espacio organizativo que les permita hacer seguimiento del cumplimiento de sus derechos y exigir, además, garantías para desarrollar su trabajo. Es decir, el reto de sindicalizarse.
Un sindicato les permite a sus integrantes contar con una estructura formal, explica La Familia de la Calle, y una especie de “carta de navegación” clara, guiada por estatutos y principios que les ofrecen dirección y coherencia en sus objetivos. De tal manera que, al formalizar sus ideales y necesidades, los miembros ganan respaldo y consistencia en sus luchas, fortaleciendo su representación ante terceros y facilitando el apoyo mutuo. Además, el sindicato les brinda un marco de protección legal, asegurando que sus derechos sean defendidos colectivamente. “Para mí ha sido muy lindo ver como la organización parte de esa necesidad y ese deseo de ayudar al otro, de ayudarse entre todos”, expresa Mariana.
“Nosotros tenemos la obligación y el derecho a trabajar para conseguir nuestro sustento. Si no podemos hacerlo por alguna dificultad física o educativa, pues tenemos que salir a defendernos en la calle. Por eso, la juntanza que hemos realizado nosotros nos ha ayudado a conocer nuevas fronteras, lugares y personas que nos han querido brindar apoyo y capacitación”, cuenta Carlos. También dice que de las ventajas del sindicato está la posibilidad de “aprender a cómo defendernos legalmente, porque anteriormente al ser juzgados o perseguidos por el Estado nunca se tenía en cuenta la opinión de un vendedor”.
La situación va más allá: también hay problemas de desempleo, inmigración y un contexto económico difícil, con muchas empresas cerrando y reestructurándose, como en su momento lo fueron las fábricas de telas por las que creció la economía antioqueña. Aunque estos factores agravan aún más la realidad de las economías populares en la ciudad, la importancia de la organización y la unidad dentro de los vendedores ambulantes de Medellín busca cambiar esa realidad, ven en la creación del sindicato y el fortalecimiento de su lucha colectiva, una vida más digna a medida que van afrontando y aboliendo la vulnerabilidad y la persecución. “Somos parte de la economía en el país, somos también mayoría y nosotros lo que queremos, es que se dignifique nuestro trabajo y que seamos reconocidos”, concluye Carlos.
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