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Al pie del atril del acto simbólico está el retrato del hermano de Juan Mejía, una foto que parece mirar desde el frente a todos los asistentes de la carpa que instalaron hoy. Es la imagen de Hermey Mejía Gómez, detenido y desaparecido a sus 22 años, el 18 de diciembre de 2002, en la Comuna 13 de Medellín. Su familia, víctima de unas de las 520 desapariciones forzadas hasta ahora documentadas por la Unidad de Búsqueda (UBPD) en esta ladera, presidió el evento que dio apertura a la intervención forense, la cual tiene el fin de hallar cuerpos de personas dadas por desaparecidas en esta zona conocida como La Escombrera.
Es 26 de julio de 2024. Representantes de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), la UBPD, del Grupo Interdisciplinario por los Derechos Humanos, ONU, Madres de la Candelaria, Corporación Jurídica Libertad, Mujeres Caminando por la verdad y de la Fundación Madre Laura, se reúnen para sentar los compromisos de una búsqueda nunca antes vista en Colombia, por las dificultades técnicas que posee, que han esperado durante 22 años. Sobre la mitad de la montaña, Juan señala sus recuerdos sobre este lugar. Trata de ubicar los espacios que ex paramilitares han mencionado ante Justicia y Paz, partes de los bordes y las faldas de una montaña inmensa que mira a la ciudad, donde podrían estar restos óseos de víctimas de la guerra a inicios de los 2000.
Juan es historiador de la Universidad de Antioquia, junto con su hermana Malory, conforman la segunda generación de buscadores de su familia. La primera es su mamá, y la tercera es su sobrina, una niña carismática que también acompaña el acto de este día. La profesión y el participar de espacios organizativos de víctimas como el Movimiento Nacional de Crímenes de Estado (Movice) le han permitido a este joven rodearse de una red de buscadoras empíricas, ya profesionales por tantos años buscando, que lo sostienen en la esperanza. Verlo rodeado de todas ellas es como si tuviera un montón de madres.
Cuando Juan tenía siete años, la madrugada del 16 de octubre 2002, casi mil agentes militares, policías, agentes de inteligencia, del Ejército, del Gaula de Medellín, del CTI, el DAS e integrantes del bloque paramilitar Cacique Nutibara se tomaron siete de los 23 barrios de la Comuna 13: Belencito, El Corazón, 20 de Julio, El Salado, Las Independencias, Villa Laura y Nuevos Conquistadores. “Desde mi mirada de niño, recuerdo que habían militares con un arma gigantesca y con lo que yo llamo un collar de balas”, recuerda Juan de esos días y añade: “antes de la operación también habían asesinatos y a los cadáveres los dejaban en la calle, entonces salíamos todos a mirar el cadáver, era un asunto bien fuerte. Todos los vecinos alrededor del cadáver como un preámbulo hace velorio que iba a ser luego”.
“Yo di la orden de ingresar a la Comuna 13″, dijo recientemente durante una movilización el presidente de aquella época: Álvaro Uribe Vélez, con esa frase se refiere a que autorizó la operación militar más grande que hubo en el país: Orión, la cual fue encabezada por el general Mario Montoya Uribe, entonces comandante de la Cuarta Brigada del Ejército. Montoya, ahora compareciente ante la JEP, fue imputado hace un año por este tribunal como autor de crímenes de guerra y lesa humanidad, específicamente por 130 ejecuciones extrajudiciales, conocidas como falsos positivos, cometidas entre 2002 y 2003.
La operación Orión tenía el objetivo de eliminar los grupos urbanos de las Farc, el Eln y los Comandos Armados del Pueblo (Cap) que estaban en la comuna, pero las consecuencias sobre la población de la Comuna 13 fueron mayores. Desplazamientos, estigmatizaciones, privaciones de la libertad y las 520 personas desaparecidas, del total de 4.738 Medellín, son apenas algunos de los crímenes que vinieron después.
“Yo escuchaba que se estaban llevando a los vecinos. A finales de noviembre, cada día contaban en la casa que se llevaron a tal, al otro día se llevaron a Pollo, al del Billar; al otro día a otro, al hijo de otra vecina. Para ese momento, en mi casa no se nombraban como desaparecidos, sino ‘los que se llevaban’. Luego un día se llevaron a mi hermano”, detalla Juan. Fue el 18 de diciembre de 2002. Él, apenas siendo un niño, esperaba que apareciera el cuerpo muerto, como el de muchos vecinos que había visto en el barrio antes de Orión. Desde entonces, su familia se dedicó a buscarlo. Hasta hoy no saben su paradero.
Mientras el ahora historiador cuenta sobre su infancia como su escuela sitiada por militares tras Orión, un grupo de madres pegan las fotografías de los desaparecidos de otras que ya tampoco están, a quienes la muerte las agarró en plena lucha. Blanca Arango, Carmenza Celis, Luz Miriam Montoya, Blanca Cardona, Carmen Escobar, María Eloína Gaviria, María Cecilia Puerta, Eucaris Arango, Inés Durán, Mariela Narváez, Berta Echeverry, María Judith Fernández, Ligia Castaño, Virgelina Ibarra, Victoria Eugenia Sánchez, María Teresa Uribe, María Ofelia González, María Rosa Zapata, Amparo Cano, Rubiela Tejada, Marta López, Rosángela Rivera, Carmen Aguirre. Justo al pie de las sillas blancas y vacías que tienen encima sus nombres, están los rostros de aquellos familiares que siguen sin aparecer, una búsqueda que heredaron sus amigas. Un reclamo, para que ninguna más falte sin saber la verdad.
En el centro de las sillas, el resto de madres construyen un corazón hecho con piedritas que tomaron del mismo camino que hoy señala el recorrido por el perímetro donde van a buscar. Siembran, en materas, unas huellas con palabras como verdad y resistencia. La mayoría de ellas, de camiseta blanca, caminan en hilera. El corazón se va rellenando con ayuda de sus manos mientras suena una canción que habla de un jardín que crece como la esperanza. Primero, con pétalos de rosas. Luego, es rodeado con velas. Una a una se van encendiendo en el borde, ya más cerca del letrero en cartulina que declara más arriba: “escarbando la verdad, desenterrando la justicia”. Con aserrín, otra de ellas señala el camino entre la siembra. Y Margarita Restrepo, a quién al llegar se le erizó la piel, carga un paquete de semillas de girasol. Es un camino al corazón, sobre el que también descargan las huellas, un avanzar, una justicia, una búsqueda. Las semillas de girasol ahora caen sobre la tierra. El corazón crece y lo sobrepasa su lucha. “Este corazón significa la fuerza”, lee una buscadora. “Las piedras significan la resistencia (...) las velas significan la luz, la esperanza y la vida”, añade.
“Hoy, por fin, luego de tantos peros y tantas largas, empezamos a levantar y quitar estas rocas, desechos de otras cosas, escombros de otras casas que aprietas el espíritu y asfixian el pecho”, lee el magistrado Gustavo Salazar, vicepresidente de la Sección de Ausencia de Reconocimiento de Verdad. Entrar en esta herida abierta de Medellín, como la llama Juan, es ponerse, por un momento, en el corazón de quienes han buscado en una montaña que ha cambiado en su consistencia y el paisaje. Es un morro hecho a punta de las sobras de ciudad. De enormes bloques de cemento, y ruinas imposibles de mover con los brazos. De recuerdos llenos del horror de la violencia. Venir acá es difícil, dicen varias de las mujeres. Aunque desde esa época las familias pusieron en conocimiento de las autoridades lo que pasaba en el barrio, apenas hoy pueden asistir con mayor certeza a ese encuentro de golpe con la incertidumbre y el inicio de otra expectativa.
“Ellas han convertido este lugar en un sitio nacional de muerte, pero también de resistencia y de lucha”, declara en el evento Marta Soto, secretaria técnica del Movice en Antioquia, quien busca a su hermano Jorge Enrique Soto.
La constancia de estas mujeres que han entregado su vida y se han ido deteriorando con el mismo paso de la existencia más el de la resistencia. Hoy, está un poco más cerca de eso que vieron imposible, porque esta montaña siempre ha sido de dueños particulares y se les impedía entrar. Actualmente, Construcciones El Cóndor tiene una licencia para extraer arena en ese lugar, pero ahora, también deberá responder a un protocolo forense en caso de encontrar restos óseos en sus labores.
“Vamos a estar pendientes de todo lo que se haga acá”, dice María Auxilio Arenas, una de las Mujeres Caminando por la Verdad. Es ella la vocera que entrega a la JEP y a la UBPD un documento con sus compromisos como organización de víctimas buscadoras. Además, las madres también constituyeron un protocolo para el acompañamiento psicosocial e intervención forense en este espacio, en el cual compilan todos los aprendizajes que, durante más de 20 años, han recogido las víctimas; y escribieron una serie de recomendaciones para que los medios de comunicación respondamos con respeto y dignidad a sus historias.
Ya casi termina el acto. Juan, su mamá doña Tere, y su sobrina se levantan de la silla. Se unen a las más de 20 mujeres que toman de una planta y la siembran en pequeñas materas, en su mayoría, de colores cálidos. La de Juan es amarilla, la descarga justo al pie del retrato de un hombre adulto, de camiseta de rayas blancas y rojas. Su nombre es Hernando Balvin, el papá de Alejandra, una amiga y compañera de lucha de Juan, que hoy no pudo asistir. El significado: sembrar un jardín como sembraron sus hogares, como han encontrado en el cuidado el sostén. Hoy, esas plantas, son semillas de sus ilusiones para el cese de la incertidumbre.
“Esta palada de tierra carga con los esfuerzos de nuestra búsqueda”, dice Luz Elena Galeano, otra vocera de las buscadoras, justo antes de agarrar un poquito de tierra y arrojarla dentro de un recipiente de vidrio, es el símbolo de todo lo que hay que escarbar y remover durante esta intervención forense. La siguen el magistrado y, uno a uno, los representantes de cada entidad y organización. “Está la ilusión de que podremos encontrar a los desaparecidos. Aunque no hay certeza de que esté mi hermano o el familiar de alguna compañera, sabemos que acá sí o sí tienen que haber cuerpos y la apuesta es encontrarlos e identificarlos”, dice Juan. Para él y el resto de las familias, un pedacito de La Escombrera se convertirá, por ahora, en un lugar menos en dónde buscar.
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