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Cuando Magalí del Rocío Cisneros, líder de un resguardo indígena de Ipiales, Nariño, se pronunció en contra de un proceso de elección en su comunidad, recibió azotes como castigo. En medio de la discusión, más mujeres terminaron agredidas cuando exigían que sus voces fueran escuchadas en estos espacios de participación. Su caso llegó hasta la Corte Constitucional y se ha vuelto un hito en la garantía del derecho de las mujeres a vivir una vida libre de violencias, a la vez que es una muestra de las dificultades que se presentan cuando estas violencias ocurren al interior de una comunidad étnica.
En la sentencia, la Corte Constitucional, decidió “establecer la prohibición de cualquier forma de violencia contra la mujer al interior de las comunidades indígenas”. El fallo (SU-091/23) promete convertirse en un precedente importante de cómo se abordan las violencias de género en la justicia indígena y cuándo debe intervenir la justicia ordinaria. Luego de un arduo proceso se recolectaron múltiples casos de violencia psicológica, violencia física y violencia política, que evidencian unas afectaciones en las mujeres indígenas a nivel nacional, quienes se ven reprimidas y sometidas desde las mismas estructuras familiares.
El problema va más allá de Ipiales o de Nariño. Según los registros de Medicina Legal, entre 2017 y 2021 se practicaron 2.051 exámenes por posibles delitos sexuales a miembros de pueblos indígenas en todo el país, de los cuales 1.881 fueron practicados mujeres y niñas. En muchos de estos casos el presunto agresor fue un miembro de la familia o un conocido de la víctima, según los reportes de la entidad.
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Genith Quitiaquez, vocera de la organización Coordinación Nacional de mujeres Indígenas de Colombia, explicó así cómo se procede ante este tipo de casos desde la justicia especial indígena: “Cada pueblo indígena tiene su sistema de justicia propia que le debe permitir al agresor y a la víctima tener una justicia restaurativa donde se identifique el factor que ha desarmonizado a la comunidad y cómo se puede resarcir el daño causado”.
A pesar de que las agresiones sexuales o físicas son tipificadas en la jurisdicción indígena como delitos graves, las mujeres aún enfrentan todo tipo de barreras. “Las mujeres indígenas evidencian falencias en los procesos de denuncia, ya que son 14 personas que componen la autoridad indígena y en su mayoría, son hombres, por lo tanto, esto dificulta que escuchen el caso, porque no existen garantías de un espacio seguro, ni de protección” indica Genith Quitiaquez.
A raíz de esta sentencia de la Corte, la lideresa explicó que también buscarán que las mujeres víctimas de este tipo de violencias tengan la legitimidad de escoger si sus casos de violencia son juzgados en sus comunidades o pasan a la justicia ordinaria, con el fin de obtener garantías de seguridad, justicia y reparación. De allí que el pasado 15 y 16 de mayo realizaran el Encuentro Nacional de Mujeres Indígenas “Tejiendo caminos de unidad” donde explicaron las implicaciones de este fallo.
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Ahora bien, otra es la realidad de las comunidades afro. La justicia propia de los pueblos afrodescendientes no cuenta con un reconocimiento constitucional, como sí ocurre con la jurisdicción indígena. Sin embargo, a través de consejos comunitarios se han logrado organizar para sancionar faltas en sus comunidades, aunque estas medidas no sean reconocidas por el Estado.
Kissy Aramburo, lideresa afrocolombiana de Buenaventura, explicó, entonces, cómo operan ante un caso de violencia de género: “Si un hombre agrede sexualmente a una mujer dentro de la misma comunidad, tenemos la facultad de pasar el caso a la justicia ordinaria y brindarle todas las herramientas psicológicas a la víctima para que esté en espacios seguros, pero no tenemos la facultad de desterrar a alguien del territorio”. Esta última medida es de las más fuertes que imponen en la justicia afro.
Entretanto, se trata de un fenómeno de grandes dimensiones. El informe ‘Violencia de género en grupos étnicos’ de Medicina Legal, señala que del 2018 al 2020 se registraron 887 casos de violencia intrafamiliar en comunidades étnicas, donde 609 de esos casos fueron contra mujeres negras o afrodescendientes y el promedio de edad de las víctimas era de 25 a 30 años. Para Aramburo, hay un gran vacío en las políticas públicas para abordar este problema, ya que a pesar de que existe una ruta diferencial para tratar violencias de género en comunidades étnicas, no se implementa en los procesos jurídicos; sumado al profundo desconocimiento hacia su cultura y cosmovisión.
Aramburo señaló que hay esfuerzos por superar esas barreras. Por ejemplo, las comunidades afros trabajan de manera conjunta con la justicia ordinaria para llevar servicios de justicia a comunidades apartadas, recibir denuncias y de esa manera superar el desafío que supone que las víctimas hoy se encuentran alejadas de los espacios donde está la institucionalidad.
La lideresa afro resaltó que, con la creación de una comisión en el departamento del Valle del Cauca para coordinar la justicia afro y la justicia ordinaria, impulsado por el programa Justicia Inclusiva de Usaid, se logró concretar uno de esos esfuerzos: en junio habrá una jornada móvil de justicia para que mujeres afrodescendientes puedan denunciar este tipo de violencias.
Así, mientras las mujeres indígenas y afro siguen exigiendo tener una vida libre de violencias, resaltan los desafíos que eso impone para la justicia propia y la del Estado colombiano. En especial, porque se requieren medidas que las dignifiquen y les permitan participar en espacios de toma de decisiones, como del que exigía participar Magalí del Rocío Cisneros.
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