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Esta semana se cumplen cinco años de un antes y un después para la vida de más de 1,4 millones de personas con discapacidad que pasaron de ser considerados como “muertos jurídicos” a ciudadanos que, a pesar de sus limitaciones, tienen el derecho a decidir sobre su vida y sus derechos.
En 2019, y tras casi una década de pujas en la sala de máquinas del Estado, el Congreso aprobó la Ley 1996 de 2019: una norma que dejaba atrás varias violencias que eran avaladas por el Estado y que permitían que quienes tuvieran alguna discapacidad fueran subyugados a decisiones que no tomaban, como ser esterilizados, no poder decidir sobre sus derechos o, valga la redundancia, vivir vidas dependiendo de la voluntad de otros.
Para recordar la fecha, El Espectador habló con algunos de sus creadores para indagar en qué va esta política pública orientada a devolver los derechos a una población que durante años fue excluida socialmente y considerada, al menos legalmente, como ciudadanos sin potestad para decidir sobre sus vidas.
“Conmemorar esta Ley no solo implica un cambio para la vida de la población con discapacidad, sino que eleva a Colombia como referente mundial al ser uno de los pocos países que han hecho una reforma legislativa de tal tamaño. Pasamos de un sistema en el que había figuras que sustituían las decisiones de estas personas a un mecanismo que las eliminara y apoyara a quienes cuentan con una discapacidad”, cuenta Federico Isaza, coordinador del Programa de Acción por la Igualdad y la Inclusión Social (Paiis)
Las cadenas invisibles
Hasta 2019, las personas con discapacidad física, intelectual o psicosocial tenían que vivir vidas que no les pertenecían. La legislación permitía que un cuidador, un familiar, o algún funcionario de los centros clínicos donde eran tratados, tomaran absolutamente todas las decisiones por ellos, incluso las relacionadas con sus derechos más fundamentales, como la libertad, la educación o, como se documentó en el Congreso, sobre sus derechos sexuales y reproductivos.
Hubo escenarios en los que una persona en condición de discapacidad era obligada a esterilizarse, medicarse o internarse en algún centro clínico sin su consentimiento. A esto se le llamó interdicción: una pérdida de autonomía y existencia jurídica para alguien con discapacidad a través del fallo de un juez.
Sergio Araque, un joven con síndrome de Down, alegó en la Plenaria del Senado que durante la mayor parte de su vida, “ni siquiera se le preguntaba el nombre” y eran terceros quienes decidían sobre si podía estudiar, trabajar, salir de su casa o incluso, comprar o no algún bien.
La situación no solo era considerada una violencia que el Estado y sus instituciones permitían, sino “cadenas invisibles” que se le ponían a la población con discapacidad para ejercer dos de los derechos más importantes de todos: el de la libertad y de tener una personalidad jurídica, que es en otras palabras, a existir legalmente ante el Estado y la sociedad.
“Puedes estar vivo físicamente, pero tienes una muerte jurídica y eso no te valida en una sociedad”, era el principal argumento para modificar esa legislación y empezar a hablar de un país que, en lugar de excluir y alejar a sus ciudadanos con discapacidad, los incluyera en todo el sistema social y jurídico.
A la Rama Judicial llegaron varias solicitudes en las que se pedía que a una persona, únicamente por tener síndrome de Down o alguna discapacidad, se le debía interdictar: es decir, que a través de orden judicial, los bienes, decisiones, patrimonio y el futuro de estas personas ya no les pertenecerían más y pasarían a ser manejadas por un tercero de forma vitalicia.
La interdicción, dice Federico Isaza, de Paiis, era considerada, prácticamente, la “muerte civil” de la población con discapacidad, pues borraba todo rastro jurídico de estas personas y ellos, por más capaces que demostraran ser, no podían acceder a la justicia, pues su voz no era válida; comprar una casa o carro; o no eran vistos como autónomos. “Era como si se les considerase niños menores de edad el resto de sus vidas: incapaces de decidir por ellos mismos”, dice Isaza.
Una ley con sabor a justicia
“Estábamos en un sistema donde, legalmente, no había que tener en cuenta a las personas con una discapacidad intelectual o psicosocial par absolutamente nada”, recuerda Isaza. En el contenido de la Ley, no solo se cambia el paradigma de que las personas con limitaciones deben ser incluidas en Colombia. Además, su capacidad legal debe ser respetada y el Estado, que en el pasado no permitía o reconocía que eran autónomos, debe garantizar esa decisión que a fin de cuentas es un derecho fundamental.
¿Por qué es tan importante? Isaza recuerda que mientras se construyó la Ley y se debatió en el Congreso, en Paiis encontraron cientos de ejemplos en los que, debido a estar bajo la interdicción, la población con discapacidad no podía acceder a otros derechos; algo así como un “efecto dominó de derechos vulnerados” que empezaba con el de la libertad y existencia jurídica, y terminaba en la prohibición o limitación de una persona a poder abrir una cuenta bancaria, gozar o gastar su patrimonio o construir su proyecto de vida.
“Usualmente, se interdictaba a estas personas pensando que se les ´protegía´, pero nos dimos cuenta de que no era así. El propósito de la Ley y su aplicación dice prácticamente una cosa: ´en vez de decidir por la población con discapacidad intelectual o psicosocial, se debe es decidir con ellos y brindarles los apoyos necesarios para que sea el Estado y la sociedad quienes se ajusten a ellos, no viceversa”, explica Mónica Cortés, directora de la Asociación de Síndrome de Down y otras discapacidades (Asodown).
En cinco años, tanto Cortés como Isaza han logrado ver que “la población con discapacidad ahora puede vivir en igualdad de condiciones, cosa que no pasaba antes”. Sin embargo, aplicar una política pública que acabe con décadas de estigmas y exclusión es una tarea difícil, por lo que desde Paiis, Asodown y todas las instituciones del Estado, aún reclaman que se divulgue la Ley y que esto se traduzca en que tener una discapacidad deje de ser el preludio para una vida llena de violencias y exclusión.
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