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La naturaleza, usualmente, devora al hombre, pero fue el hombre el que devoró a la naturaleza y a sus habitantes indígenas en esta historia. El 24 de abril, el Gobierno, a través del Ministerio de Cultura, le pidió perdón a los pueblos nativos del Putumayo por haber permitido un “genocidio” mientras duró la “fiebre” del caucho hace 100 años, que dejó cerca de 40.000 indígenas muertos, según denunció en su momento un diplomático irlandés encargado de investigar estas masacres.
Las disculpas, además, se dieron en el marco del centenario de La Vorágine, el libro de José Eustasio Rivera, considerado “la primera denuncia pública por la vida cruel a la que fueron y siguen sometidos los indígenas en Colombia”, según lo explica Félix Lozada, biógrafo del escritor. Hasta el momento, ningún Gobierno había pedido disculpas por la esclavitud a la que fueron sometidas estas comunidades.
El Espectador habló con expertos sobre lo que significa el pedido de perdón a esta población que no se ha librado de la violencia, pues ha tenido que vivir otras guerras por el oro, la madera, la coca, entre otros. El reconocimiento hace parte de un largo proceso de justicia que debería involucrar verdad, reparación y garantías de no repetición. Así ha sucedido, por ejemplo, con el macrocaso 09 de la Jurisdicción Especial para la Paz, que busca reparar los daños que la guerra dejó en los pueblos étnicos.
Un acto necesario
Muchos fueron los hechos de sevicia que los pueblos uitoto, bora, okaina y muinane sufrieron durante 30 años en la Amazonía por el caucho a manos de capataces y colonos. Crucifixiones, torturas, amputaciones y deudas impagables que se heredaban entre generaciones, se sumaron a una herida en el tejido social indígena que empieza a ser reparado con este pedido de perdón.
Roger Casement, un diplomático enviado por la corona británica para investigar las denuncias de maltrato, constató en varios informes que, debido a que Colombia y Perú no tenían fronteras establecidas en aquel entonces, fue fácil que Julio Cesar Arana, empresario peruano, traspasara los límites en todo el sentido de la palabra. Arana despojó casi seis millones de hectáreas a los indígenas, dividió a las familias y creó un monopolio en que sus nuevos trabajadores solo vivían para extraer, procesar y transportar caucho.
Casement, además, denunció públicamente que la Amazonía colombiana se convirtió en un “paraíso del diablo”, pues los indígenas fueron asesinados hasta el punto de que varias comunidades se extinguieron. Y es que, el “imperio del caucho” de Arana, como describió el diplomático, fue una empresa de al menos 19 centros de acopio en que se torturaban y esclavizaban indígenas para que cumplieran con las cuotas impuestas. El caucho, en aquel entonces, era muy demandado por empresas multinacionales como Ford, para la producción de neumáticos o en la guerra, necesario para hacer botas, cinturones o el recubrimiento de municiones.
(Léase también: “Para nosotros, el asesinato de líderes indígenas es como si mataran alcaldes”)
Las atrocidades cometidas repercutieron no solo en dolor físico, sino en las raíces culturales. Los líderes uitoto, por ejemplo, explican que el daño siguió persistiendo en el imaginario colectivo indígena incluso después de que se fueran las caucherías. Tal fue la magnitud que, entre centenares de familias incompletas y los recuerdos de la barbarie, los indígenas decidieron confeccionar el “canasto de las tinieblas: un recipiente en que se guardó toda la tristeza y el dolor para poder reconstruir sus vidas”.
Aunque en 1988 el Gobierno de Virgilio Barco reparara la violencia con la entrega del Predio Putumayo, una zona de seis millones de hectáreas que fue despojada, hay quienes creen que falta camino para encontrar justicia. Por su parte, Juan David Correa, ministro de Cultura, explicó que no basta únicamente con que el Estado se excuse; debe haber un proceso que repare simbólicamente el daño y a través de políticas públicas mejorar su presente.
“Implica una enorme responsabilidad. Hay que regresar a las comunidades, llegar a unos acuerdos y cumplirlos. No podemos seguir solo con actos mediáticos que no responsabilicen la institucionalidad o promesas para nunca más volver”, aseguró.
La población indígena ha sido sumergida en violencias y pobreza, incluido el conflicto armado y la destrucción de sus ecosistemas. El pueblo uitoto denuncia hace al menos una década que su territorio está “intoxicado” de mercurio a causa de la minería ilegal cometida por grupos armados. Un territorio que, según encontró la Comisión de la Verdad, lleva desde los años 70 inmerso en el “auge de la coca”, por lo que hay presencia de narcotráfico e históricamente han estado desde las guerrillas del M-19 y las Farc, hasta grandes grupos de paramilitares para exportar la cocaína procesada.
Con este “acto necesario”, como lo explica Correa, el Estado no solo reconoce que fue espectador de la barbarie, también acepta que ha desviado la atención mientras sus pueblos étnicos fueron violentados. Así sucedió en los llanos orientales con las “Guahibiadas”: prácticas avaladas en los años 70 en que cazaban indígenas y lo consideraban un deporte. La Comisión de la Verdad (CEV), al indagar sobre esa violencia, encontró que “estos actos fueron ignorados por el Estado colombiano y, en algunos casos, contaron con su complicidad”.
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Este perdón, explica Correa, es el primer escalón para saldar demandas de justicia históricas que el Estado tiene con sus poblaciones étnicas. Como, por ejemplo, las violentadas a causa de la madera, el “tigrilleo”, el petróleo, o como indaga la JEP, cuando fueron víctimas de reclutamiento, desapariciones o desplazamientos forzadas.
Más allá del perdón
El pedido de perdón no tiene ningún efecto, dice el antropólogo Bastien Bosa, para el presente y futuro de los indígenas si no viene acompañado de acciones reparadoras. Bosa, que estudió cómo Australia pidió excusas y reparó en 2008 a los aborígenes de ese país por haber “robado y evangelizado a sus hijos”, considera que este es tan solo el primer paso. “Lo que sucedió con los indígenas es algo común en la construcción del relato de Nación que tenemos. Se enseña cómo la idea de que ´los indígenas son un obstáculo para el progreso y el desarrollo´ es válida, y por esa razón debían ser exterminados”, cuenta Bosa.
La CEV encontró que las poblaciones étnicas, en especial los indígenas, han sido de los más perjudicados por fenómenos externos a ellos, como las caucherías o los procesos extractivos. En el Informe Final, la Comisión concluye que de 115 pueblos que hay en Colombia, 68 están en riesgo de exterminio físico o cultural.
Bosa recuerda que el primer paso, incluso antes de pedir perdón frente a un hecho de violencia, es conocer lo que sucedió. “Si no se sabe exactamente qué pasó, quiénes estuvieron involucrados, quiénes discriminados, es muy difícil pedir perdón por una verdad que aún no ha sido hallada”, dice. En pocas palabras, el derecho a la verdad es una condición para poder acceder a todas las demás demandas de justicia.
Frente a este análisis, el Ministerio se comprometió con las comunidades a construir un centro de formación artística y cultural. Además, entregará dos becas para dos bachilleres indígenas y dará un espaldarazo financiero al Archivo Digital de Lenguas Amazónicas, que funciona como un centro cultural y de memoria indígena.
Mientras el Ministerio organizaba el evento de perdón público en La Chorrera, hubo voces de reclamo sobre hechos que aún no han sido revelados. Por ejemplo, Ángel Cerayitoga, líder indígena, reclamó que “todavía hay muchas cosas que no se han escrito sobre lo que sucedió en el marco de la Casa Arana” (lugar en el que se esclavizó a los indígenas durante la llamada bonanza cauchera). Y reiteró que debe haber una articulación entre el Estado y sus instituciones para que haya, no solo una reparación simbólica, sino pedagogía para eliminar discursos que aún justifican lo que sucedió en las caucherías.
“¿Cómo reparar lo que no se puede reparar? Los traumas de las caucherías quedaron heredados entre generaciones. Y los daños ya están hechos. Lo que se tiene que modificar es la condición precaria a la que muchos de estos indígenas aún presentan en vida. Debido a la violencia cultural, también piensan que su lengua, cultura o tradiciones, como fueron exterminadas, son cosas sin valor”, cuestiona Bosa.
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